31.10.11

PASADO Y PRESENTE.


ALREDEDOR DEL AÑO 1900, EL PUERTO DE LA ANTIGUA BUENOS AIRES RECIBÍA A MILES DE INMIGRANTES, DE DIFERENTES ORÍGENES Y RELIGIONES. NOS ELEGÍAN COMO EL SITIO PRÓSPERO Y GENEROSO, IDEAL PARA EDUCAR SUS HIJOS, CRECER ECONÓMICAMENTE, SER RESPETADOS EN SU CREDOS Y COSTUMBRES Y DISFRUTAR DE UN BIENESTAR LOGRADO CON TRABAJO.
COMO EL TERRITORIO NACIONAL ERA INMENSO, SELECCIONARON LIBREMENTE, SEGÚN FUERAN SUS HABILIDADES, LAS SELVAS ADORNADAS CON ORQUÍDEAS, LAS PAMPAS POBLADAS DE AVESTRUCES DONDE EL INDIO ERA DUEÑO, LAS MONTAÑAS CON AVES INCREÍBLES Y FIERAS AL ACECHO. O ZONAS RUMOROSAS CON RÍOS COMO MARES PEQUEÑOS.

HACERSE LA AMÉRICA ERA LA CONSIGNA DE ESTOS INMIGRANTES, A LOS QUE NINGUNA AUTORIDAD EXIGIÓ NI CERTIFICADOS DE BUENA SALUD, NI DINERO EN EL BOLSO QUE GARANTIZARA SU PERMANENCIA EN EL TERRUÑO DE ADOPCIÓN. SIN SABERLO, SE CONVERTIRÍAN EN ANCESTROS DE LOS MILLONES DE CIUDADANOS QUE EN ESTE 2011 PULULAMOS, SOBREVIVIENDO DENTRO DE UN MAPA DIFERENTE DEL QUE ELLOS PISARON.
A ESTOS ANTEPASADOS LOS RECORDAMOS COMO FOTOGRAFÍAS EN SEPIA, DE NUESTRA SANGRE PERO EXTRAÑOS DENTRO DE LA VORÁGINE APRESURADA QUE ROTA ENTRE OFERTA Y DEMANDA. NUESTROS ESCENARIOS SON OTROS. NOS MOVEMOS ENTRE BRILLOS, COLORES, ACTIVIDADES Y EXIGENCIAS QUE HAN MUTADO PARA MAL, HACIA CONSIGNAS CARENTES DE VALORES MORALES, SENTIDO DE PATRIA, RESPETO POR LAS INSTITUCIONES SOÑADAS POR ALBERDI Y UN DESDÉN ABSOLUTO POR LEYES SABIAS QUE MUCHOS QUE EJERCEN LA POLÍTICA SE JACTAN DE NO RESPETAR. NUESTROS SENTIDOS SON AVASALLADOS POR MENSAJES QUE AVANZAN A TRAVÉS DE MEDIOS AMARILLISTAS, QUE NO SON INOCENTES. DETRÁS, SE ESCONDE UNA MANO NEGRA QUE INTENTA ESTUPIDIZAR AL POBRERÍO, CADA VEZ MÁS NUMEROSO, QUE SIGUE A TRAVÉS DE PÉSIMOS PROGRAMAS DE TELEVISIÓN A VEINTE MILLONARIOS VESTIDOS CON PANTALONCITO CORTO PELEANDO POR UNA PELOTA; OTRA OFERTA PUEDE SER UNA RUBIA DESPAMPANANTE Y LASCIVA, QUE RESULTA HOMBRE; O NOS INTRODUCEN DENTRO DE UNA CASA DONDE VARIOS JÓVENES DE AMBOS SEXOS CONVIVEN SIN REMILGOS MIENTRAS LOS FILMAN, CON TAL DE SER FAMOSOS POR UN RATO. Y TENEMOS LA OBLIGACIÓN DE RECORDAR: SUS ANTEPASADOS SON LOS MISMOS QUE LOS QUE FORMARON A NUESTROS CINCO PREMIOS NOVEL, A LOS DEPORTISTAS QUE NADIE SUBVENCIONA, A PINTORES DE LA TALLA DE SOLDI O MOLINA CAMPOS, MÉDICOS COMO FAVALORO, MÚSICOS COMO BAREMBOIN, ESCRITORES COMO EL NUNCA PREMIADO Y SIEMPRE MERECIDO BORGES. , SIN OLVIDAR A LOS JUSTOS QUE LUCHAN SOLITARIOS, SOÑANDO CON LA NUEVA ARGENTINA, QUE ES LA DE ANTES.

HABIENDO DADO TODO, RECIBIMOS POCO. UN EX PILOTO MILITAR Y SU FAMILIA, TUVIERON QUE EXILIARSE POR DELITOS POLÍTICOS NUNCA COMPROBADOS. SE HACÍA, EN ESE TIEMPO, UNA GRAN PROPAGANDA CON UN HERMOSO LEMA:”AMÉRICA PARA LOS AMERICANOS”. EL HOMBRE TOMÓ UN AVIÓN Y PARTIÓ EN BUSCA DE TAMAÑA OFERTA. POSEÍA VARIAS LICENCIAS INTERNACIONALES, VASTA EXPERIENCIA, SALUD DE HIERRO Y CINCO HIJOS PEQUEÑOS QUE SU ESPOSA LLEVABA DE LA MANO. RECORRIERON AMÉRICA DEL SUR DE PUNTA A PUNTA. “SI NO ES CIUDADANO DE ESTE PAÍS, NO PUEDE DESEMPEÑARSE COMO PILOTO EN NUESTRAS LÍNEAS AÉREAS”.
TERMINÓ EL VIAJE ACEPTANDO EL RIESGOSO TRABAJO DE FUMIGADOR DE CAMPOS, HUMILLADO PERO CON EL CORAJE A CUESTAS.

HOY, LEO CON SORPRESA QUE JÓVENES ARGENTINOS QUE PRETENDEN MEJORAR LA CALIDAD DE VIDA EN LOS PAÍSES DE SUS ABUELOS, SON DEVUELTOS SIN PESTAÑEAR Y SIN DEJARLOS BAJAR DEL AVIÓN, COMO A PAQUETES CON BOMBAS DE ALTO RIESGO DENTRO DE LAS MOCHILAS.
Y EN OTRA LECTURA, TROPIEZO CON LA ALBOROZADA LLEGADA DE JÓVENES DE ESOS MISMOS PAÍSES, QUE ARRIBAN A NUESTRAS COSTAS BUSCANDO TRABAJO. NADIE LOS DESPACHA DE VUELTA. NADIE PIENSA QUE TAL VEZ OCUPEN EL LUGAR DE TRABAJO QUE NUESTROS HIJOS TITULADOS ESPERAN. NO SE LES EXIGEN NI BILLETERAS CARGADAS, NI CERTIFICADOS DE BUENA CONDUCTA, NI EL ADN. NADA. HAGO ESTAS REFLEXIONES CON TRISTEZA Y AMARGURA. ALGO NOS ESTÁ PASANDO, Y ES GRAVE. ¿SERÁ QUE EL PROGRESO PONDERADO, AVANZA DEMASIADO RÁPIDO? ¿TAN VELOZ QUE NO LE DA PERMISO A NUESTRO VIEJO CEREBRO A SEGUIR RECORDANDO. SINTIENDO, O SOLAMENTE AGRADECIENDO?
CARMEN ROSA BARRERE.

18.10.11

Fútbol era el de antes.

El domingo los varones se levantaban sin necesidad del despertador o del zamarreo materno de los días de clase. Peleaban en la puerta del único baño para ver quién de ellos llegaba primero a la canchita que el vasco Román les prestaba durante las horas de la mañana para que los más chicos patearan la pelota. El mismo Román ejercía otros roles: era el director técnico y el que les tironeaba una oreja si jugaban con desgano o usaban tretas para golpear a un compañero. Además, era el dueño indiscutido y absoluto del silbato. Silbato que cobraba sin piedad los errores que terminaban con la deshonrosa expulsión del potrero. Castigo vergonzante cumplido entre lloriqueos y mocos a los que Román, desde su estatura, ignoraba.
La caída del chico traía cola: Explicar a los padres el porqué de la silbatina y preparar el ánimo para la retahíla que venía a renglón seguido. El entrenador no tenía preferencias, era un hombre mayor y si castigaba a alguno era por algo. Los chicuelos iban para aprender, no para discutir o usar la fuerza bruta contra los más débiles.
Si la goma de la pelota se rompía y hasta que juntaran el importe de una nueva, usaban una de trapo bien dura hecha con los retazos de Doña Martina, la costurera del barrio. Cuando las madres, con el delantal puesto y las manos húmedas aparecían en las puertas llamando a comer, el grupo se dispersaba con el chau amistoso del que se aleja contento, sudoroso y sin rencores. Durante la semana, el comentario obligado y las bromas hacían referencia al partido perdido por chambones o ganado porque de ese lado jugaba Juan, que pegaba patadas sin errarle al agujero entre dos palos chuecos que armaban el arco que los desvelaba.

El peloteo matinal era el postre por adelantado, la diversión sin vanidad, el encuentro amistoso con el vecino de la otra cuadra, con el hermano, con el compañero de escuela y hasta con el renguito Juan, a quien Román dejaba jugar de a reatitos, para hacerlo sentir bien, que se podía. La escuela del vasco contaba con el absoluto apoyo de todas las familias. El barrio era pobretón, pero soplara el frío del invierno o azotara el calor, los hombres de la casa y una que otra madre, se largaban a la calle para ganar el sustento con la frente en alto.

Rondaban las cuatro de la tarde cuando empezaban a aparecer los hermanos mayores y algunos padres. Román ya estaba listo: pantaloncito corto, musculosa y zapatillas viejas. Le soltaba una filípica a su hijo menor antes de entregarle el silbato y ascenderlo por un rato al puesto de árbitro. El muchacho ya estaba entrenado. Conocía las agachadas de algunos, la velocidad de otros y las macanas inevitables de los pataduras que recién empezaban. Ni su padre se salvaba porque el dueño del silbato parecía tener ojos en la espalda para cobrar sus equivocaciones. Cuando levantaba la mano llamando la atención al padre, el sonido del pito y la actitud del chico provocaban las sonoras carcajadas del público y de los compañeros de esas tardes inolvidables de canchita abierta, pura tierra que unía al vecindario y estimulaba al deporte como tal. Un juego más entre chicos que tingaban las bolitas, se bañaban en un arroyo escaso de agua y marchaban a la escuela con guardapolvo blanco. Los concurrentes del partido de la tarde eran trabajadores o vagos decentes a los que perseguía desde siempre la famosa mala suerte.
Al caer el sol las mujeres aparecían con el mate, tortas fritas saladas para los hombres y rociadas con azúcar para el piberío, siempre inventando al hambre. Nadie imaginaba que a futuro el presente sencillo cambiaría. Que se levantarían enormes estadios con asientos preferenciales y graderías donde los nietos serían miembros del público y si habían perdido el modelo paterno, serían componentes de barras con más amor al dinero mal habido y la fama que al buen deporte. Que la astucia de los patrones del pueblo utilizarían a la televisión como intrusa dentro de los hogares para entretener a sus cautivos con el pan y el circo que hicieron famosos a los romanos en tiempos que creíamos muertos y enterrados los sobrevivientes de este bipolar siglo veintiuno.

Aclaré varias veces desde estas líneas mi edad provecta y mi profesión eterna de educadora. Carezco en absoluto de conocimientos políticos y no milito en la federación de contras que consiguen poner cosquillas pasajeras a los que gobiernan países iluminados o emergentes. Tengo una voz chiquita, oigo mal y camino con bastón. Lo único que no consiguen deteriorarme los golpes de la vida y sus porrazos, es la mirada sobre la sociedad que se vanagloria y con razón de los increíbles adelantos científicos y logros sociales que tienden a igualarnos. Pero hay algo que no alcanzo a entender: Cómo habiendo tantos personajes que gritan desaforadamente su amor a la patria y se ofrecen como puentes de salvataje, en el momento crucial de las decisiones olvidan que el amor incluye al renunciamiento y terminan todos distanciados porque sobran caciques y ninguno se resigna a ejercer de indio.
El solidario plan de la canchita se ha esfumado. Enormes negociados se ejercen a través y a vaces en complicidad con directivos y jugadores, entrenadores y ayudantes que pululan para tapar lo que resulta demasiado obvio. La caza de la fortuna fácil se ha convertido en un denominador común no solamente en nuestro país. Viene de la mano de la droga, la ausencia de uniformados probos, y la sumisión de los que elegimos como representantes.
Por eso me cuesta participar en política, dejó de gustarme el fútbol y deploro la ausencia de los Romanes generosos de los barrios porteños.

CARMEN ROSA BARRERE

11.9.11

QUERIDA MÍA:.


Querida mía:


Navego hacia Buenaventura sintiendo que el viajero, yo, soy apenas mi sombra que se desvanece sin ustedes. Nuestros tres hijitos varones, despidiéndome sin entender el porqué de este nuevo alejamiento de un padre tantas veces ausente…la angustia de mi madre y tus ojos, que en el instante del abrazo perdieron la serenidad que te impones para que la despedida duela menos. Tu tristeza me persigue dentro del reducto de este camarote donde me desvelo. Tus lágrimas y tu estoicismo, tu abnegación y fidelidad serán, a no dudarlo, mi capa de peleador en la arena, buscando el futuro que intentaré para rearmar la familia. El aciago día en el que bajando del avión con uno de mis alumnos, tropecé con dos desconocidos que me esperaban al borde de la pista de aterrizaje, fue el momento más oscuro de mi vida. El principio de entender el terror y padecer la humillación del castigo sin culpa. Sin darme explicaciones, me empujaron groseramente dentro del automóvil que usa la autoridad. Ya conoces los sucesos posteriores: tortura, insultos, trompadas, amenazas y ser arrastrado en las noches hacia otra cárcel, para hacerme confesar delitos que jamás cometí. Cuando decidieron que nunca existió el presunto delito y me absolvieron nadie nos pidió perdón. Caímos debajo de una lupa enorme, que abarcaba toda nuestra tierra, donde los que no se aliaban a su pensamiento perdían irremisiblemente el derecho a existir. Nuestra ciudad era otra. Lemas elogiosos adornaban las esquinas de la ciudad, debajo de las augustas personas que nos gobernaban. El fascismo ganaba lugar lejos de Italia alentado por el fanatismo ingenuo de las mariposas nacidas en poblados remotos cautivados en ese instante por la postura machista del amo y la ropa francesa de su dama.



No puedo evitar el temblequeo en mi mano derecha. Perdóname, querida. Mi barco se llama Antonio Usodimare; apoyado en el maderamen de la popa, la mole de agua que nos abre paso va quedando atrás. Agitada y firme ante la arremetida, desbanda latigazos de agua, que tarda en reacomodarse, simulando calma. No me gusta el agua. Soy un hombre de aire, que vuela y mientras atraviesa algodones de nubes, sueña. En uno de esos giros, te divisé con tu guardapolvo blanco de maestrita rural y te incorporé velozmente a mis sueños. Muchas personas buscan al ángel en un ser etéreo con alas y vestidos leves; yo tengo angelitos gritones y otro protector en el país andino. Ese es un hombre de convicciones sólidas. Me asiló en su casa, me brindó seguridad y pude contar la verdad de mi huída del país que tanto amamos. ¿Te acuerdas, cuando luego de una discusión, me ganaste con el significado de la palabra apacheta? Ésa dejó de ser una mera palabra entre nosotros. Tiene el sentido profundo de lo que nos relaciona: el amor, la ternura, el perdón, la solidez de nuestra mutua amistad, solamente rebasada por nuestros ataques de pasión que concluyen en largas charlas, divagues y caricias. No tienes dudas sobre cuánto te amo, muchachita de la tierra roja. Y haciendo buena letra, remacharé mis esfuerzos para controlar mis celos, lo prometo.


Mi amigo protector es también agorero. Al despedirse me abrazó con ternura de hermano y me aseguró que partir no siempre es morir un poco. Que voy hacia la libertad, que conseguiré trabajo, que pronto nos reuniremos en familia. Que lo malo pasado pronto será olvidado. Que Dios lo escuche, amorosa, mimosa compañera de vida. Los extraño tanto que perdí el apetito, a pesar de los atractivos de las buenas pastas de este barco italiano. Te llamo apenas pise tierra. Abraza a todos en un solo, fuerte, abrazo lleno de amor. Tu César.


DIOS MÍO. NO SABÍA CUÁNTO IBA A EXTRAÑARTE.


CARMEN ROSA BARRERE.






9.9.11

LA FALSA LOCURA DE CAMILLE.




Diciembre de 1864. En el seno de la familia Claudel, mojigato y miedoso del que dirán, irrumpe una niña bellísima que a medida crece expone genialidades y atrevimientos que escandalizan al núcleo familiar por sus diferencias. La mirada azul es altanera, la boca generosa en exceso y la mata de pelo caoba, indomable. La gracia festoneada de sensualidad — todavía inocente — escapa de sus manos, de los pollerones con volados con los que la madre intenta disimular lo inocultable. Verla moverse es exhibir delante de esa cerrada sociedad, los pecados ancestrales que toda familia de respeto esconde debajo de la cama.


La madre es una señora estructurada en acero. A medida tropieza con la fortaleza de Camille, busca refugio en su hijito menor, Paul, que vino a este mundo para sonreír si la madre lo solicita, estudiar como es de rigor y mientras hila uno que otro verso, mantiene en alto la hipocresía con la que consigue favores y estima. Es la antítesis del caos que provoca la hermana. Está predestinado desde la cuna para aportar brillo y gloria a este clan, que debe resistir de pie la sombra que provoca Camille, rompedora de modales victorianos, moñotes de organdí y zapatitos Guillermina.


Mal vista dentro de la casa, la chicuela huye al bosque cercano; se coloca con la pancita sobre el suelo y amasa figuras de barro; enanitos con barba, flores en forma de corazón y una figura regordeta y ventruda, bastante parecida a su tío, el cura del pueblo. Ríe con el viento y baila al compás de una música que inventa copiando el sonido de los pájaros que la espían absortos. La vida la penetra en oleadas tibias, calientes en la entrepierna. Rodea su cintura con sus brazos flacos, acaricia los senos que ya brotan. ¿Tendrán dueño algún día? ¿Cómo será el hombre que aparecerá en su camino? La gloria del instante se esfuma. Regresa al hogar imitando los gestitos mentirosos de Paul. No logra ocultar a los ojos maternos el barro de los zuecos, las uñas negras de artesana y los faldones sucios. Súbitamente cambia la imitación degradante por el volcán que ruge, desafiante: ¡Cuando sea grande voy a ser escultora! Y escapa escaleras arriba antes que le endilguen el sermón de costumbre.



Desacatada y mayor aprende de la mano de Augusto Rodin. Furiosa, apasionadamente, trabaja junto al gran maestro…del que se enamora a su manera, volcánicamente. ¿En qué momento de esa relación es ella la que enseña? ¿Cuan grande es el tamaño de su magia, que este hombre condecorado dos veces por La Legión de Honor, a cuyos pies baila Isadora Duncan, adivina que ella puede competir con él? ¿Podrá esta joven oscurecer el talento que lo hizo famoso en el mundo entero? Cambian los vientos en la relación. Envidioso, critica con ferocidad la obra de Camille. Se aman y se pelean con una intensidad tal, que los amores, que eran secretos, empiezan a ser la comidilla del mundillo artístico, para rodar como bola de nieve a reuniones de señoras que tienen ganas pero no se animan. Él amenaza con abandonarla. Ella, desbocada, irrumpe en el atelier de trabajo y destroza sus esculturas, descalabra los bronces y pisotea yesos. Si Augusto deja de amarla, ella es una mujer rota y rota debe morir su creación.


Él no acusa recibo del incendio…Debe cuidar su fama y su matrimonio no debe correr riesgos. Tampoco su bolsillo. En plena metamorfosis del amor al desinterés, pide ayuda al hermanito Paul, transformado en embajador y dulce poeta al mismo tiempo. Conspiran vergonzosamente para quitarla del medio. Ni el genio ni el bardo serán, a futuro, comidilla de la sociedad pacata a la que pertenecen.


La internan con sigilo y astucia en un hospital para dementes, lejos de París. Treinta años encerrada permaneció la artista. Treinta años lúcidos, sin amor y sin ternura. Treinta años sin el perdón de la madre, sin arcilla, sin yesos y sin bronces cerca de las manos. Jamás la visitaron ni Paul ni Rodin.


Tenía 79 años aquél amanecer en el Hospicio de Montdevergues, cuando la tristeza pudo más que ella y se dejó morir.


Carmen Rosa Barrere.

3.9.11

LA OTRA GABRIELA


He pasado la noche en la penumbra de la habitación donde descansa Gabriela. Acechante, el futuro implícito desde que nacemos se está llevando a Gabriela, que agoniza. Los doctores mueven la cabeza, dudando. Piensan que no amanecerá con vida. La estoy cuidando con una ternura inesperada, de la que no me creía capaz. Sentimiento que fue asilándose dentro de mis vísceras, desplazando otros que fueron mi tortura durante largos años. Este retazo humano se aleja dignamente. Solitaria, ausente, despojada de energía pero todavía tibia, suelta la vida sin quejarse. Repaso su frente y humedezco sus labios resquebrajados suavemente, usando un cuadrilátero de gasa. Me detengo en ese rostro de mejillas hundidas y piel morena con la pretensión de buscar porqués, sabiendo que los porqués, en muchas situaciones de nuestra vida son inexplicables o no existen. Como el senderito que trazan las hormigas sobre el suelo, parece que nuestras conductas obedecen a un mandato ancestral, para el que generalmente no estamos preparados.

Los párpados están cerrados con hermetismo y enormes ojeras maquillan de violeta el contorno. Impiden el paso de mis inquisitorias bajando la cortina de resguardo. Pienso que hasta en el último estertor conservamos la orden de protegernos de asedios que produzcan dolor. La veo tan joven, tan tremendamente frágil, que abandono por un segundo la inspección y me inclino para escuchar si todavía respira. Sigue viva. Vuelvo a mi silla con el oído atento. Trato de aflojar las molestas tensiones que acumula mi cuello. Si lo muevo, los cristalitos que almacena mi tristeza entrechocan y duelen. Respiro hondo y ordeno a mi mente que vacíe los recuerdos añejos y me permita continuar con el pedido de Bertrand:

— Por favor, Gaby…atiéndela hasta que consiga pasaje.

Bertrand ruega con la voz rota y yo bajo las defensas porque aunque mi mundo esté de cabeza, Bertrand siempre halla el tono exacto para rasgar mis corazas.

— No te inquietes…Está tranquila y respira bien.

La enfermera de la noche entra con tanto cuidado que la descubro recién cuando escribe sobre el cartón donde llevan sus anotaciones. Me sonríe con blandura de veterana y ante la consulta de mis ojos, responde:

— Hay que estar preparados…Pero los milagros existen.

Me contacté con Gabriela hacen dos días, cuando un avión la depositó en el aeropuerto de París. Venía desde su país tropical, a consultar un especialista famoso para el mal que la aquejaba. La bajaron dentro de una camilla envuelta en sábanas y cubierta por una manta liviana; el cuerpito apenas insinuado, la cabeza pequeña desnuda por la quimio; las manos extendidas eran un conjunto de huesos delicados recubiertos de piel ajada, anciana por la enfermedad. No abrió los ojos cuando la golpeó la luz y su único signo vital fue una ligera tos, seguida de una laxitud de miedo.

Nunca antes tuve a cargo un enfermo de tal gravedad, así que tropecé como una cegatona con el papeleo, hasta que la pude depositar en la cama de cuidados intensivos. De ahí en más y ya pasaron dos días con sus noches, no me alejo de su cama. Enfrentarme con Gabriela me produjo un cataclismo de sentimientos contradictorios. Sangré por el pasado y a regañadientes fueron apareciendo la compasión y enseguida la solicitud que su estado exigía. En el primer momento me acercaba a su frente esperando que abriera los ojos para enfrentarla, calar su alma y llegar a la borra de su corazón. Mi actitud hostil fue cediendo ante su indefensión. Como gritarle a ese bulto exánime: — ¡Abrí los ojos! ¡Quiero que me mires! ¡Que me conozcas, que te enteres del daño que le hiciste a mi familia!

En lugar de soltar el rencor, controlé por enésima vez si el suero y el calmante llegaban a sus venas. Las heridas que esta joven me hizo diez años atrás se diluían milagrosamente por la cercanía de la muerte; la temida señora que percibo flotando amenazante sobre esta cama de hospital.

La visita de mi hija Francine no resultó un consuelo. Se detuvo en la puerta, buscando mi atención:

— Creo que eres una verdadera idiota. Si Bertrand quería una enfermera, debió pagar a una…Jamás entenderé como puedes humillarte así, cuidando a esta perra. ¿Paso a buscarte dentro de una hora?...A lo mejor tienes la suerte de que ya esté muerta.

Quiero detener su odio sin lograrlo. Suelto unas lágrimas que acrecientan su indignación. Cierra la puerta sin decirme adiós.

Mi disgusto con Francine cede con el pasar del día, involucrada en el traqueteo de enfermeros que trasladan a Gabriela a nuevos estudios. Rearmo la cama, camino de un extremo al otro del cuarto y recojo del piso la revista que no alcanzo a leer. A cada rato miro hacia la entrada, esperando ver la figura de Bertrand. La primera noche tuve el veredicto del especialista. Era demasiado tarde.

— Esta enfermedad maldita es muy veloz cuando el paciente es joven…Y a esta niña no la podremos rescatar…Me niego a una intervención quirúrgica, que sería inútil… Mantendremos sus signos vitales el mayor tiempo posible… ¿Es su hija?

Niego con la cabeza. ¿Entenderá este hombre sabio en curar cuerpos los desastres del alma? ¿Cabrá dentro de su entendimiento mi rol paciente de enfermera si se entera de la clase de relación que me une a esta joven?

Gabriela es la mujer que mi ex marido encontró como especial y absolutamente diferente de mí, cuando teníamos dos hijos y yo creía que éramos felices. Él se encandiló con su risa, con su forma infantil de mirarlo y de admirarlo. Ella era su alumna en la facultad de arquitectura. Bertrand, un tremendo buen mozo y un profesor fascinante. La joven tenía dificultad con una materia. Se juntaban en un barcito, donde él explicaba y ella asentía. No sé en que momento Bertrand se envolvió entre sus vestidos largos, los rulos de su pelo y se maravilló de esa inocencia capaz de sorprenderse con sus conocimientos y el fluir impresionante de sus ideas de cambios dentro de su materia. Si Bertrand se explayaba en el tema, una sentía que el mundo conocido podía modificarse y embellecerse más, ayudado por la creación de los hombres. Yo me enamoré de él siendo su discípula. ¿Cómo no entender a Gabriela? La mitología cuenta que Eros, el travieso dios encargado de usar la flecha para enlazar humanos no es tan gentil como algunos piensan. Su carcaj guarda dos flechas. Si la pareja le cae bien, los une para siempre. La otra está destinada con malignidad a seres que ilusoriamente, se unen creyendo que el amor será imperecedero y borrará diferencias notables entre la pareja. Bertrand y yo fuimos atravesados por su veneno. Ambos sentíamos, a través de la convivencia, que a nuestra relación le faltaba fuerza. Que lo imponderable del amor, se evaporaba. Resistíamos de pie porque éramos buenos padres. Nuestros largos silencios y la ausencia de calor en el contacto, cavaron una fisura peligrosa, capaz de internalizar el interés por otros seres, con otros pensamientos, menos austeros que el mío. Cambios radicales dentro del tedio de lo cotidiano.

Desde que concluyó la separación, mis hijos empezaron a llamarme por mi nombre: Gabrielle y su padre pasó a ser Bertrand a secas.

Son muy jóvenes. No nos perdonan que les hayamos fallado, que de golpe, pasamos a ser una familia rota, al igual que muchas otras.

Bertrand fue el primero en advertir que la población del nuevo país le calzaba como un guante. Idealistas, orgullosos de su estirpe y alegres por naturaleza, se metieron de inmediato bajo su piel y lo asimilaron. Mientras yo protestaba por el calor y cuidaba con celo que mis rubios niños no sufrieran una insolación o se contagiaran de alguna roncha pestosa, él apreciaba las construcciones coloniales, acariciaba la perfección de la herrería o visitaba iglesias donde se profesaban simultáneamente religiones tradicionales y se veneraban santones cargados de collares en un aire saturado a tabaco negro. Para mí, toda una afrenta. Para mi marido, la alabanza por esa convivencia entre credos y razas diferentes. Un mundo pintoresco, con carnavales de mujeres desnudas y hombres que exhiben su virilidad con orgullo. Creo que no quise darme cuenta que en ese momento, empezó a hacer agua la canoa donde yo me sentía segura y a resguardo.

Sobre las arenas de su mar, dos muchachos descalzos, vestidos con remeras viejas se miran y al rato el golpeteo de las maracas, el rasguido de una guitarra y una voz dulzona anima a los que se levantaron deprimidos. Nadie suspira por los trajecitos Chanel, ni echan de menos la imponente Catedral ni los susurros amorosos de la corriente del Sena. Aman y viven a su país con renovada esperanza. Antes dije que entendía a mi rival. También entiendo y perdono a mi amado de ayer. Tengo que aceptar que no tuve capacidad para acompañar sus sueños y él nunca se adaptó del todo a mi mediocre modo de contabilizar hasta las sonrisas. Cupido no nos seleccionó porque adivinó que ni Bertrand ni yo podríamos cambiar nuestras naturalezas.

Cuando al fin aparece, se aproxima a la cama y llora como un niño. Mi congoja lo acompaña y mi fortaleza le sirve. Mi dolor es real. Tan real como el pensamiento que sostenerlo es mi obligación de humana evolucionada y transformada por el sufrimiento. Mientras sigamos vivos, aún viviendo lejos, estas lágrimas vertidas al unísono por el mismo ser, serán un ejemplo para nuestros hijos, que algún día nos comprenderán y podrán perdonarnos.

CARMEN ROSA BARRERE

1.9.11

Cuando llora el siku


Enormes dinosaurios mastican hierbas donde las últimas olas del océano lamen la arena que permanece húmeda para que los duros pastizales emerjan. Inclinadas las pequeñas cabezas, las bestias mastican y aguzan el oído, temerosas. Los cerros próximos protegen a la manada de sus congéneres carnívoros, que pacientemente aguardan el momento de la pereza de la digestión para atacar. Son los colosos de la especie. Se apoyan sobre dos patas traseras, robustas columnas con alma de acero y usan las delanteras más cortas como tenazas para asir a sus víctimas. Se valen del olfato — como único sentido — para ubicar la presencia de la carne o el rastro de la sangre. Cuando arremeten los ejemplares jóvenes, más rápidos, huyen a esconderse dentro de cuevas en mitad del cerro o se arrinconan en hendiduras de difícil acceso para los hambrientos y brutales agresores. Los mayores exudan adrenalina y presas del terror, se defienden débilmente. Setecientos dientes furibundos perforarán sus cueros y masticarán sus huesos. La supervivencia es ley. Los débiles deben morir.


Sangre vertida por nuestros antepasados prehistóricos enfrentados en un segundo fugaz del tiempo, que fluye desinteresado de esa caótica lucha por sobrevivir. Sobreviven los rastros, las señales tomadas como puntos de referencia para investigadores versados en ciencias, mutaciones y cálculos sobre la evolución de los seres vivos sobre nuestro planeta; personajes que hollarán los mismos suelos y detendrán la atención en escenarios enterrados por capas de tierra, piedras y arena que cambiaron de sitio deslizándose para celebrar nuevos relieves, dividiendo territorios que inventaron la nieve en lo alto de las cumbres. A este pasado sin retorno la ciencia le atribuye alrededor de quinientos millones de antigüedad. El mar que inundaba el norte argentino y chileno abandonó esa cuenca al emerger los Andes Centrales alrededor de la era terciaria. Esta fenomenal estructura modificó el clima, el suelo, la vida animal y la vegetación y dividió a los indígenas que antes convivían. Nada detiene al tiempo. Los cambios se bifurcan. La diversidad apabulla. La mutación se hace cargo de las transformaciones. La bestia agranda la caja craneana, se amplía la frente y el cerebro aloja una segunda corteza, que culmina en una tercera que desborda información. Éstas últimas apartan a la bestia, dando nacimiento al hombre bípedo, inteligente, orgulloso e intuitivo: nosotros.


A mil doscientos metros sobre el nivel del antiguo mar, en la ladera Argentina y a la sombra del Cerro San Bernardo, indígenas salvajes transitan más tarde por esas latitudes. En el Portal de Belén no llora El Niño y ningún futurólogo vislumbra la presencia de estos territorios cuyos pobladores son nómades desnudos. Algunas son tribus haraganas, pobres y menos agresivas. Feroces son las tribus calchaquíes. Se valen de la noche para caer por sorpresa sobre durmientes incautos. Intimidan con el estrépito de los talones descalzos apretados sobre la tierra, al mismo tiempo que aúllan como fieras, soltando espumarajos de odio y gritos de pelea. Trepida la tierra, se esconde la luna y un viento malsano arremete contra los cuerpos desnudos de los abatidos, mordiendo sus pieles y erizando los pelos de sus nucas. Los niños lloran prendidos a los pezones de sus madres presintiendo el desastre. Finalizado el ataque se apoderan de lo comestible y arrastran a las hembras asiéndolas por el cabello. Los wichis, los chorotas, los coyas y los guaraníes son víctimas fáciles para agresores tan violentos, dueños de la fuerza. Ambos responden a decretos heredados: Si eres fuerte verás como crecen tus hijos. Igual que antes.


Sabia, la naturaleza y su energía en movimiento, continúan el correlato de senderos trazados en el formidable holograma universal. Los ancianos mueren. Los jóvenes envejecen y huevecillos diminutos se alojan en las panzas de las hembras. Un acontecer sigue a otro. Nadie tiene capacidad de discusión. Todo es como debe ser.


Lo que intima a mansos y feroces es la cúpula celeste. Es el gran fetiche. Lo incógnito. Algo o alguien que los espía entre el titilar de las estrellas escondido entre nubes. Un caminante de senderos de leche que no deja rastros. Se sienten observados por un enorme ojo que desaprueba la matanza o acompaña las manos de los que pescan o matan animales para comer. Incierto es su nombre o su tribu. Pero que está y no se distrae lo tienen bien seguro.


Si lo disgustan se desgaja la nieve de las cumbres ante el estampido de su enojo. Las hondonadas sueltan saetas zigzagueantes que perforan las nubes. Encogidos esperan el perdón en la lluvia, que ya llega. Cae en goterones sobre una superficie sedienta, que los atrapa ansiosa; si es invierno, el agua nieve empapa las pieles curtidas y cala los huesos. Esa temporada es aterradora. Cuando finaliza, muchos mueren para partir con ella.


Una mañana, desde el norte, aparecen gentes diferentes. Usan taparrabos y adornan sus frentes con vinchas. Avanzan armados con mazas, hondas, palos aguzados y espadas de madera con la punta quemada. Los de adelante están protegidos por escudos de madera; la intimidatoria macana entre los dedos, por si acaso. Los nativos se ocultan detrás de los matorrales. Espían y murmuran, aterrados. Muchas lunas se suceden hasta entender que estos visitantes no son peleadores. Como al descuido les dejan entre la arboleda comidas raras pero sabrosas y tinajas con un rico líquido ambarino. Despacio, los indígenas más osados se arriman a la fogata de los extraños cuando anochece. Amables, éstos los invitan a comer; entregan adornos a las hembras y sonríen a las guaguas. Se entienden por señas: Son incas, vienen de un Imperio rico, lejano. Su lengua – extrañísima – es el quechua. Amistosos, conquistan la confianza de los nativos. Uno de ellos, muy joven, señala la vincha de colores, que lo tiene muy interesado.


—Llautu…Llautu de nuestro Inca…Lejos…Llautu del Hijo de los Dioses en su frente…— El hombre se ha puesto de pié con la vista hacia el norte. Respetuoso como si su jefe lo estuviera viendo.


Comparten generosamente charque y zapallos, enterados que el hambre y la pereza son los problemas de sus invadidos. Los convencen con el ejemplo. Mueven la tierra, colocan la semilla, riegan y tubérculos, porotos, lentejas y quinoa asoman a ras de tierra. Las mazorcas rubias del maíz bailan con el viento provocando entusiasmo y estupor entre los inditos. Las mujeres preparan tamales y guisos y los hombres se entonan con la chicha, alegremente.




Lentos, enseñan lo que saben. Números, con los tientos de cuero y lanas de colores; instalar en medio de los sembrados canales para humedecer la tierra. Otros para desagües. Descubren el interior de las bolsas que cuelgan de sus cinturas, que tienen adentro coca de honrar los dioses; estatuillas de oro con sus Incas venerados; piedras labradas; plumas de aves jamás vistas y trozos verde oscuro de obsidiana. Los visitantes giran la cabeza de sus nuevos amigos hacia el conocimiento, la buena comida, el cobijo con ramas y pieles y la risa.


Tiempo adelante llegan nuevos personajes de mayor respeto. Visten lujoso ropaje bordado y usan orejeras y narigueras de oro. Hablan otro idioma, muy difícil: el runasimi. Traen artefactos para medir terrenos y la altura de los cerros. Sogas resistentes. Objetos jamás vistos por ojos inocentes. Remedios para las heridas, tablas para empalmar huesos rotos, ropa de algodón y preciosos cuencos para comer, pintados a mano con colores. El Curaca severo representa al Inca e imparte la ley. Los médicos curan. Los astrónomos atontan con el aparato de espiar el cielo. Los matemáticos borran el miedo a la suma y la resta y los impedidos y los chicuelos acompañan al sacerdote que asiste a los enfermos, los escucha y reparte comida y ropa.


La visita — es injusto llamarla invasión — de los incas a mis tierras norteñas mejoró la vida física y mental de mis paisanos. De ellos copiaron el orden y la alegría de trabajar, premiada con comida y resguardos para el frío. Codo a codo, sin pereza, construyeron juntos los veintitrés mil kilómetros de camino de seis metros de ancho, con suelo de piedra alisada, por donde corrían los chasquis portando noticias desde y hacia Cuzco, ombligo del mundo, capital del Imperio. Doce dinastías heredadas para implantar ley y justicia. También para ofrecer vidas humanas homenajeando a los dioses. El Inca y sus hijos están seguros de descender de seres celestiales. El trono, los bienes y las gentes les pertenecen. Un Inca se casa con su hermana y tiene un harén con segundas esposas destinadas a servir de vientres para descendientes de hijos de la nobleza. Las cosechas y el ganado se reparten estrictamente entre El Inca, El Estado y los productores. El resto es dividido equitativamente entre los ancianos, los niños sin familia y los minusválidos.


La expedición al sur de los primeros incas obedeció a razones sin precedentes: Dormido junto a su hermana — primera esposa — cierta noche el Inca despertó horrorizado. La pesadilla era tan real, las imágenes tan nítidas, que se apartó del lecho sigiloso, temblando. Tuvo urgencia por invocar a sus consejeros. Llamar a Viracocha, mojar los pies en el lago, descansar el disturbio de la mente para pensar y actuar en consecuencia.


Los pájaros del patio chillaron y revolotearon ansiosos. Señal funesta para el gobernante, que inclina la cara sobre el sosiego de las aguas del lago. La superficie se revuelve, inquieta. Sus facciones desaparecen, borradas por la aparición de hombres gigantescos, con armas desconocidas, armando tumulto, enmarañados, sucios y perversos. Ve a sus hijos: Yacen destripados, colgando sus entrañas de los árboles; el alarido de las esposas e hijas violadas cambia el amanecer por noche y su ejército está lleno de muertos y de cobardes que huyen. Con odio han sido rotas las paredes de sus palacios, robadas las estatuas de los dioses. El aire satura sus orificios nasales con un nauseabundo mensaje a sangre seca y carne humana chamuscada. Entre telones negros adivina a su amado Imperio destruido. Por primera vez, el Inca poderoso se arrodilla y llora. Los augurios encajan dentro de su memoria supersticiosa, herencia ancestral, acreditada esa noche con la superposición de imágenes funestas. Cambia su ropa, tranquiliza su mente y llama a Consejo para juntar cabezas cautelosas e inteligentes. En medio del conciliábulo, surge una posibilidad: buscar lugares seguros en el sur.


Invasores de las tierras bajas, sus destrezas obran milagros. Los incas construyen puentes colgantes donde el terreno los exige. A la vera del camino, inclinan las rodillas en las apachetas. Rinden culto a sus antepasados y ruegan por la seguridad. Homenajean al Sol y a Viracocha, llenos de humildad y muchos nativos aprenden a orar junto a ellos. Tal vez el Gran Ojo se llame Viracocha y viéndolos trabajar y rezar, disculpe sus borracheras o el deseo por la hembra ajena.


Hasta que una mañana en la que todos trabajan, un inca viejo eleva la cabeza. Atento, observa en derredor. Unas guaguas chorotes juegan sobre el puente. Las mujeres lavan ropa en el río golpeando las prendas con una piedra, jaraneando y chismoseando. Todo parece normal. No obstante, con la porfía saludable de la vejez, se acuesta en la tierra y pega la oreja contra el suelo, estremecido por pasos y corridas de seres pesados. A gritos, avisa del peligro. Deben correr a la ciudad. Alertar a los agricultores y a los que cuidan rebaños, todos mojados por la lluvia que cae como un llanto desde un cielo con vestido negro. Espantados recuerdan el presagio del Inca. Los visitantes son gentes harapientas encima de las bestias. Pieles blancas salpicadas de barro sobre mugre vieja. Vienen armados, listos para pelear. Vociferan y gritan en una lengua extraña. El que viene al frente bambolea un palo con un trapo en hilachas a la que llaman bandera. Son los nuevos amos. Los Conquistadores dispuestos a civilizar a esta legión de indios insurrectos. Sostienen en la mano la Cruz de un Dios al que no obedecen y los complace que España, los Reyes Católicos y los brazos de los Inquisidores resulten cortos para atravesar tanto mar para castigarlos. Corre el año 1582.


Desmontan como brutos. Los incas presienten el manejo despótico de estos personajes malolientes y atrevidos. Intuyen que los nativos conquistados con paciencia si son privados de su libertad, pegarán un violento brinco hacia atrás. Volverá la rebeldía, correrá la sangre. El Gran Ojo montará en cólera. Mandará enfermedades; la memoria olvidará la belleza de la puesta del sol, el regocijo del pez coleando dentro de las aguas claras. El indómito peleará hasta morir. La libertad, para el indio es su sangre adicional. Corre junto a la de color rojo, empujándolos a luchar para rescatar el aire. El que puede, huye. Los incas corren al norte por su carretera. Los nativos escapan a los montes o trepan a la montaña. Los quietos obedecen o amanecen muertos.


Los invasores tienen hambre y sed. Hambre de comida y mujeres nativas. Sed de poder atrapados por el fulgor del oro. Arrasan la ciudad, cavan la montaña y pelean a muerte entre ellos disputando tesoros. Los indios son esclavos. Los cóndores, celosos del huevo, se asilan en las cumbres. La tierra, el agua, el amanecer y la noche participan del duelo. La sabiduría retrocede a la edad en la que el dinosaurio pastaba a la vera del mar.


A los Conquistadores los domina el pecado de la angurria y el ansia de poder. Orgullosos, potencian la idea de transformarse de ladrones en terratenientes. Envalentonados elevan el ego sobre estos sometidos, que huelen la tragedia y lloran la destrucción.


Los ancianos incas que no huyeron miran hacia el norte, morada de Viracocha. Lo interrogan: ¿Podrá el Inca vencer esta feroz arremetida? ¿Hasta cuando en el hombre que se apoda civilizado permanecerá la bestia? ¿Existe El Malo que pudre corazones y anula las conciencias?


Sobre la tierra que antaño alojara al mar, bordeando el Río Arenales, Don Hernando de Lerna levanta los cimientos de la que llama: “Ciudad de Lerna en el Salta”. Finaliza el año 1582. En el lenguaje quechua, Salta significa: “Lugar lindo para asentarse”. Otros historiadores sostienen que el nombre viene de la antigua tribu shata, que perteneció a la nación chaqueña.


Lo indiscutible de esta provincia del norte argentino, es la belleza. En toda su extensión le calza de medida el apodo de: “ La Linda “.


Del indígena indómito, de las mezclas étnicas, de la superposición de dioses y de leyes, de la credulidad en la magia y la leyenda nace y crece un nuevo hombre: el gaucho. Monta en pelo los caballos rebeldes, maneja con destreza las boleadoras, el arco y la flecha y el cuchillo afilado en la cintura vibra, atento. Casi nómade, usa la vista heredada del águila para enlazar cimarrones huraños y descubrir el sinuoso movimiento de una víbora de picadura mortal. Viven agrupados en la zona rural de “La Linda”. Cultivan lo que comen y encierran su ganado de pobres en corrales de palos atados con tiras de cuero viejo. Disfrutan la bondad de los largos silencios, heredados del inca y en los fogones comparten bebida, comida y tradiciones, que sienten que deben preservar. El mito es el corazón del pueblo, con la tradición sobrevive el orgullo.


El tiempo avanza con zancos de patas largas. Usan canales para regar, trafican caballos y mulas, ruegan a su Pacha Mama en las apachetas antiguas y celebran con música y bailes carnavales, bodas o bautizos. El de la Cruz se convirtió en amigo y la Navidad se incorpora a los festejos. Ya saben que los llaman indios por una confusión remota y que los terrenos donde viven les pertenecen, aunque los amos afirmen lo contrario. El gaucho desdeña los papeles y desconfía de lo escrito. Así es Juan, indio maduro, hijo de un wichi; respetuoso y bueno para contar. Trabaja de puestero en la hacienda de un rico, dueño de tierras enormes, buena hacienda y cultivos cuidados. El dueño les da buena comida, sin maltrato. Su mujer viene mezclada con blancos y su único hijo se llama Juan Segundo. Lo mezquinan como si fuera un trozo del oro de la vergüenza. Lo apodan Segu. La madre le enseña las primeras letras, e intenta seguirlo en la música; rasguea las cuerdas de una guitarra pequeña, que trajeron los blancos. El sonido de la flauta de Segu la calla. El muchacho sopla las cañas y algo mágico y envolvente se une al viento para sollozar a dúo. La caña exuda memoria del pasado. Lo que rescata y expande la dolorosa música pentatónica, viene grabada a fuego en la genética del joven.


Cuando Colón presentó en la corte los primeros indígenas y los religiosos los vieron sonreír, admitieron que los bárbaros tenían alma. Los gauchos heredaron el alma y le agregaron música. Son machos de piel curtida, acostumbrados a pelear solapadamente contra oponentes bravíos. A saltar agazapados si el enemigo duerme. Ese es el hombre que se apresta a enfrentar a los Realistas del Perú. Desconocen la táctica militar. La guerrilla es su fuerte. Sobreviven empujados por el valor y las estrategias aprendidas en la espesura, como montaraces.


Segu es ayudante en las cocinas de Doña Macacha, hermana de un militar, pero casada con un realista. Al indito lo trae de la nuca una criolla joven, de carnes duras, alta, con andares que despiden un íntimo olor a azúcar quemada que Segu tiene incrustado en el olfato. Se sabe inferior a Francisca, su enamorada que manda en la cocina, donde él pela papas sin dejar de mirarla. Un día inolvidable, asoma la fortuna.


—Te llama la Doña. — Francisca lo examina de arriba abajo. — ¿No tenés abichada la cabeza...Alguna catinga escondida, no?... Porque mirá que a mi Señora no le gusta la mugre. — Lo empuja hacia la puerta. El corazón de Segu late como tambor de lata mientras corre por las galerías. El instinto no falla. Seguro que cuando lo empujó, los dedos de la Francisca traían un mensaje. Un puente que debe atravesar, aunque se mate en el intento.


El sótano de Macacha Güemes es un hervidero. Muchas mujeres, inclinadas sobra las máquinas de coser o las mesas de corte, trabajan deprisa, a escondidas del dueño de casa. Las criollas cosen ropa roja para “los gauchitos”. Segu escucha detrás de las puertas. El hermano de la Dueña estudió en el Colegio Militar. Está en Salta como Gobernador y confía en los gauchos para acompañarlo, para cubrir sus espaldas si los Realistas — sus enemigos — bajan por el norte. Que la señora es hermosa, con voluntad de hierro y que “arriesga en esta colaboración patriota hasta la vida”. Cree en la causa y se juega entera a espaldas de su marido, realista enamorado y confiado.


Baqueanos y rastreadores colocan marcas y señales en árboles y quebradas, saboreando el sentido de la palabra patria. Otros grupos ensayan en la espesura el movimiento de las fieras hambrientas Se adiestran en zarpazos sobre matorrales disfrazados de realistas y los atraviesan furiosos con su lanza. Someten animales chúcaros amansándolos para ser montados. Espantan bestias con el golpe rudo del rebenque contra los guardamontes, aúllan ferozmente, silban como pájaros o sisean como víboras de ponzoña mortal. Hombres de leyenda, sin miedo, fueron los que lucharon al lado del caudillo. Ganar con gloria, o morir por la patria. Los realistas que avanzan han ganado guerras que conoce la Historia Universal. Los Centauros del General Don Juan Martín de Güemes, tienen solo coraje. Derecho insobornable, pertenencia monumental, atavío de los seres libres. Una multitud de hombres y mujeres corajudas y de linaje y sin él, vitorean los triunfos futuros en silencio.


Segu se coló entre la guardia del Caudillo dentro de la casa de la Señora Macacha. Vierte agua en el mate de su ídolo. Le alcanza la navaja para que se afeite, o escupe el cuero de la bota para sacarle brillo. Ningún mandado es peligroso para Segu. Güemes es el Viracocha de su abuelo. Un ídolo. Por las escuchas sabe, como lo supo el Inca, que el territorio peligra. El enemigo viene al mando del llamado Barbarucho, que se pavonea como ganador.


Un anochecer el General se refugia en el hogar de Macacha. Un frío junio mantiene las chimeneas a leña encendidas. Hombres y mujeres hablan en voz baja, arracimados al calor del fuego. De repente afuera se escuchan corridas y tiros. El General abraza a la hermana y a los amigos.


— Mejor voy para el cuartel. — Anuncia con voz sin quebraduras. Se arreboza el poncho y agrega: — Tu casa debe ser respetada, hermana.


Segu llega de entregar un mensaje. Una bala destinada a una puerta, lo golpea en medio del pecho. Francisca y los de la cocina lo arrastran adentro. Segu sonríe a su compañera. Parte con la boca entreabierta, como alegre.


Güemes elude la balacera que al final lo hiere. Lo bajan lastimado en el Campamento del Chamical, donde muere desangrado. El año es el 1821. El mes es junio, el día nefasto, el 17.


Se levantan los gauchos, en una arremetida furiosa. Sorprenden a Barbarucho y a la milicia, gente que no supo apoyar la oreja contra el piso. No imaginan que la Novena Defensa es una realidad comandada por criollos, con sangre gaucha y cólera de oprimidos. Hostigan de mil maneras a los uniformados españoles, que terminan con una huída vergonzosa. Salta es y será de Güemes para siempre.



Tal vez esto es otra leyenda. Cuando vino el sosiego y el peligro Realista desapareció, en la cocina de Doña Macacha Güemes los criados cuentan historias. Ciertas algunas, otras inventadas. Que al atardecer cuando el sol se escurre tras el cerro San Bernardo, oyen el sonar del sicu. Afirman haber visto a Segu. Otros creen que baila entre ellos el carnavalito, sonriendo con su bocaza llena de dientes blancos. Mezclan la leyenda Del Duende con la de La Mulánima y ponen un dedo sobre otro para afirmar que Las Almas en Pena se presentan a pedir comida.


Salta es la provincia del poncho rojo y negro. Su tierra ya era vieja cuando presenté al dinosaurio. Rejuvenece alborozada cada mes de junio. Los fortines se vacían. En cada pueblo, en la llanura, en la puna, en todo centímetro de tierra, los descendientes del orgullo gaucho se engalanan para rendir homenaje a su Jefe junto a la estatua de piedra que se erigió en su nombre. Se visten de lujo para presentarse. Caballos adornados. Monturas brillantes. Uniformes rojos. “Satánicos” los llamaron algunos. El canto patrio es fervoroso. Se eleva, se cuelga de las cumbres y se recuesta en los colchones de nubes, blancas como almas de guaguas.


La ciudad entera está de pie la mañana del 17 de junio. La “Guardia Bajo las Estrellas” se dispersará al anochecer, con sus diez mil gauchos. Marchan de regreso acompañados, desde la montaña, por el llanto del sicu que hace sonar el Segu.



CARMEN ROSA BARRERE

6.8.11

EL OJO DE LA AGUJA



En general los inventores que cohabitan dentro de sociedades que se atemorizan ante la aparición del diferente, suelen ser tildados de locos lindos. Peor y sin el adjetivo, de locos lisa y llanamente. Esta es la historia de un francés de profesión sastre. Se llamaba Barthelemy Thimonnier y nació en cuna de pobres, pobre siguió cuando creció, se casó y tuvo sus hijos. Escaso era de dinero pero no de ideales. Harto de dar puntada tras puntada en los aparatosos trajes de época que debía confeccionar — rodando iba el año 1824 —, tuvo un súbito alumbramiento. Un chispazo dentro de su cerebro derecho lo instó a reunir a su familia. Les explicó su cansancio artesanal y su agobio por la mala luz, los percances con la guja trabada en el recamado de telas y lo magro del dinero recibido a cambio del descomunal desgaste.


— Tengo dando vueltas dentro de mi cabeza la idea de construir una máquina que haga puntadas iguales a las mías. — Habló como un jefe de hogar seguro de si mismo. Con carácter y énfasis apropiados para la ocasión.


La esposa estrujó su delantal de cocina y apuntaló la idea. Uno de los hijos menores se llevó un dedo a la sien a escondidas y los mayores se ofrecieron a colaborar con las deudas, la comida y la ropa.


— Nadie debe molestarme. Tomaré la pieza pequeña…la mesa de madera vieja… ! Ya verán hijos, ya verán! ¡Dejaremos la pobreza atrás!


Recién en el año 1830 Barthelemy pudo exhibir su máquina. El aparato tenía una rueda volante que accionada a mano ponía en movimiento una aguja que atravesaba la tela. Los ganchillos inferiores arrastraban al hilo formando una cadeneta que juntaba ambas telas. Como todo hombre que sueña, sus tropiezos recién comenzaban. Tocó muchos timbres y gastó saliva ofreciendo su invento. Que fue rechazado por los ricos y temido por los sastres, que veían en el aparato un severo competidor, que los dejaría sin trabajo. Empobrecido y famélico no tuvo dinero para presentarse a la Exposición de Londres en el año 1851. Crecieron los hijos y mejoró la economía hogareña. Impulsado por su familia se presentó en París en 1855. Le adjudicaron un segundo premio…El aparato de sus desvelos unía las telas…que se separaban dándoles un pequeño tirón. Una decepción que aceleró su despedida de un mundo al que pretendió humanizar aliviando la tarea de hombres y mujeres que terminaban ciegos y enfermos confeccionando ropa.


El sastrecillo nació y murió con la consigna de la falta de dinero. Pero cuando partió lo hizo millonario de ideas, luciendo una sonrisa que embellecía su piel ajada. Si creemos que la energía nos puede ser trasmitida porque los seres vivos participamos del mismo holograma lo evidencia el señor Elías Howe. Nacido en los Estados Unidos de Norteamérica, en un instante de ensoñación alguien le sopla la consigna salvadora dentro del oído: “Esa máquina precisa un ojo al final de la aguja. También una lanzadera con otro hilo que desde abajo una ambas costuras”.


El visionario señor Howe era adinerado. Montó una gran fábrica de la que salieron miles de máquinas que invadieron los mercados del mundo. Los sufridos artesanos que morían cegatones por la exigencia de las modas cortesanas o de plebeyos ricos, fueron arrasados por la velocidad precisa del artefacto que estaba al alcance de la gente pudiente. Su precio era tan alto como bueno su oficio.


Siempre que un problema aparece, alguien lo soluciona. Si eran tan caras ¿había una forma de hacerlas accesibles al bolsillo del que cuenta centavos? Salta la idea innovadora: financiarla en cuotas avaladas por Isaac Singer. Se vivía la era del maquinismo que avanzaba en esa segunda mitad del siglo XIX, azorando a los ignorantes y agregando magia y cuentas bancarias abultadas a los participantes de tamaño festín. Electricidad, fotografía, celuloide de cine, motores con chimeneas altas que inauguraron junto con los combustibles los primeros agujeros negros en una atmósfera que era límpida y sin manoseos.


Para contrarrestar estos y otros azotes, hoy en día señoras caseritas cosen su ropa y la de la familia con maquinitas pequeñas que caben en un rinconcito del ropero. Algunas artesanas ganan con ella el sustento diario. Barthelemy sonríe beatíficamente desde algún lugar celeste tomado de la mano de Howe y de Singer. El trío viste idénticas y sencillas túnicas, todas carentes de bolsillos.


CARMEN ROSA BARRERE




28.7.11

HUELLAS EN EL FARO



HUELLAS EN EL FARO.



1890 fue un año agitado y memorable para los habitantes del desolado trozo de la costa marítima Argentina llamada antiguamente Cabo Santa Polonia. Hoy, Cabo San Antonio. La noticia corrió como reguero de pólvora; del estanciero al encargado, de éste a la peonada; de la pulpería a la tapera y de gaucho a gaucho. Y no era para menos tamaño alboroto: desde la Batalla del Tuyú, peleada por soldados argentinos y una tropa de guaraníes evangelizados contra los brasileros, hasta ese año, nada apasionante pudo conmoverlos hasta estos extremos. Los dichos anuncian que el gobierno encargó a Francia la construcción de un faro; que dicho aparato llegará desde París totalmente desarmado, a bordo de un barco custodiado por ingenieros y ayudantes que desembarcarán en el puerto de Buenos Aires. Y desde ese puerto y la capital, que para el gauchaje son como de leyenda, seguirán la marcha en carretas tiradas por bueyes, peleando con costas arenosas, barrizales y un clima más cambiante que carácter de mujer. Alardea el paisanaje en comadreos y chismes, en tanto que en su fondo desborda el orgullo ya que el faro y su procedencia en francés los sacarán del anonimato y les darán el lustre que no tienen. La otra cara de esta moneda es más práctica y humana: El salvataje de las barcazas de los pescadores que viven de los productos del agua y la ambicionada señalización para barcos de carga y con pasajeros que viajan al sur.



Ya han sucedido varios naufragios. Dos de ellos inolvidables por el porte de las embarcaciones. En 1883, un barco altanero que se dirigía al sur encalló y se hundió, demasiado arrimado a la costa; en el mismo año, la nave llamada “Su Alteza Real”, construida en Quebec en un astillero famoso, quedó atrapada en el arenal, a 13 kilómetros de la costa. Se hundió lentamente, permitiendo el rescate de personas y de material, conservado en el tiempo y en perfecto estado. Al principio quedaron Ea la vista el palo mayor, que fue arrancado de cuajo por un vendaval, permaneciendo como sobrevivientes pedazos del costillar del casco y su leyenda fantasmal: si la marea baja mucho, los andarines costeros divisan a lo lejos los restos esqueléticos de las cuadernas; el pescador solitario en su barcaza se despabila y rema con la vista fija hacia donde flotan los restos. Hará buena venta a su regreso. El sitio — por alguna razón que él desconoce — atrae a los mejillones, seduce a los cangrejos y congrega gran cantidad de peces con sabor salado.





Alguna mente veterana guarda el recuerdo del pontón Manuelita, mandado a instalar por el que entonces fuera Presidente argentino, Don Nicolás Avellaneda. Armado sobre un bergantín resistente y pintado luego de un desafiante rojo vivo; no obstante la solidez de sus amarres costeros y sus tres anclas poderosas, se sumergió a los siete días ya apagadas sus tres lámparas de aceite, víctima de las embestidas bravías de un mar caprichoso y por demás violento, provocador de otros naufragios y encalladuras en las inmediaciones de la barra arenosa de Bahía Blanca.



Destruida esta única señalización, el Océano Atlántico continúo sin impedimentos su agresión estrepitosa sobre costas y embarcaciones pequeñas o de gran porte. El país se poblaba velozmente y fue perentorio para el gobierno ocuparse de la provisión de un faro, esta vez a resguardo sobre tierra firme, al amparo de tempestades o estallidos de mal genio del portentoso mar.



Entonces se determinó que dicha construcción sería encargada a Francia, quedando a cargo de su diseño y fabricación tres reconocidos ingenieros y varios ayudantes. Uno de ellos es viudo reciente. Se llama André y vigila con atención a su hijo adolescente, única herencia de la que fuera su compañera de vida. Él y su hijo conforman un dúo con instintos especiales: hurguetear dentro de bibliotecas y lugares que archivan información geográfica e histórica sobre la Argentina. Alisan planisferios, persiguen corrientes de agua y datos hidrográficos, que afanosamente resumen a mano en un voluminoso cuaderno para compartir los hallazgos con los compañeros de tarea. Pierre, el hijo, hace un aporte especial sobre la biodiversidad de la fauna y de la flora de ese país remoto; pájaros migratorios, cangrejos, delfines y ballenas que junto con las leyendas, sumergen al chico dentro de un paisaje de fantasía que le provoca desvelos y sueños de aventura. Con su parloteo liviano, extrae del ensimismamiento técnico a los ingenieros, que sonríen apenas aparece, festejan sus ocurrencias y le piden que apure la oferta de café. Padre e hijo optimizan el contacto con los nuevos amigos. Ser parte de este evento les parece un regalo del cielo.



El adolescente mira de frente, es obstinado y muy hábil para escurrirse entre tableros de dibujo, escuadras y cálculos, acariciando, espiando papeles distantes de su conocimiento y próximos a su ansiedad. Consigue las mejores medialunas del barrio y recoge en silencio las colas de cigarro que los mayores, distraídos, arrojan al piso. A veces opina sin que nadie le preste atención, encajado en la obra como un predestinado a acompañarla de por vida.



Al esbozo de planos y al cálculo de materiales convenientes, se agregan las imprevisibles variantes en las corrientes marinas, los caprichos del viento y la clase de suelos. El pedido es de tal importancia que el equipo entero trabaja con denuedo, sin bajar el nivel de entusiasmo.



Alejadas de tecnicismos y más bien como sueños visionarios, danzan en las mentes del personal las imágenes milagrosas del salvataje de barcos y barcazas extraviadas en la niebla o la tormenta. Dentro de esas imágenes aparece la Bahía de San Borombón, un accidente geográfico desconocido para ellos hasta hace escaso tiempo. La fábrica se convierte en un enorme panal, donde multitud de abejas — hombres— zumban empeñosas buscando arribar exitosamente al compromiso.



La emoción del grupo crece a medida el proyecto cobra forma. El material elegido es el hierro. Si el famoso ingeniero Eiffel la utilizó para su fantástica torre, deben seguir por la misma ruta. Saben poco de esta joven nación y casi nada de sus habitantes; un día, en medio de su perpetuo escudriñar, Pierre encuentra, entre hojas amarillentas el primer intento hecho en Argentina para asistir a los navegantes: el Pontón Manuelita y su fugaz estadía en el agua. Cada hallazgo que realiza sobre el país lo colma de una maravillosa sensación: la misma que sintieron en cada tiempo de la historia los aventureros que pisaron un suelo por primera vez. El país ya es independiente. A ellos les corresponde frenar la locura del mar. Y esa fascinación la deja caer en los oídos del padre contagiado de su locura como de la viruela.



— Nuestro faro está destinado a un lugar de ensueño, queridos amigos. De ensueño por la belleza del entorno y sorprendente porque justo en ese sitio, se une el imponente Río de La Plata con el Océano Atlántico… — André arroja la chaqueta sobre una silla y con las mejillas arreboladas por el entusiasmo, sigue: — Imaginen, amigos…Por la izquierda, fluye el agua mansa y rojiza del río hacia la bahía. Avanza en el intento de meter sus partículas ferrosas en el agua salada para crecer y convertirse en parte del mar que se avista a su izquierda…Y el mar, que se revuelve molesto ante la invasión de este intruso juguetón e irrespetuoso. Ese sitio se llama Punta Rasa…Una línea imaginaria que divide ambas corrientes… Una lucha despareja porque el titán engulle dentro de sus fauces la melena rojiza del río…Sin nadie que salga en su defensa.



— Se te metió en el corazón la Argentina ¿verdad? — Uno de los ingenieros habla y apura una taza de café. — Mi madre también rebusca en diccionarios y mapas esto que tú nos cuentas…Y averiguó algo más: que el sitio para el faro será esa Punta Rasa a la que aludes…y que en homenaje al descubridor de dicha punta, Don Hernando de Magallanes que navegaba un barco llamado San Antonio, nuestro faro se llamará así: San Antonio.



— Señor…Yo quiero hacerle un pedido. — Pierre da vueltas entre las manos su gorra a cuadros, medio asustado aunque no arrepentido de su atrevimiento… y esquivando la mirada sorprendida de André.



— Adelante, muchacho. En este mundo, mientras estamos vivos la esperanza debe acompañarnos.



— Cuando la obra se termine…Ustedes viajarán en barco para llevarla al puerto de Buenos Aires ¿Verdad?...Y me informé que después el transporte lo harán en carretas. Si llueve, en medio de barrizales y paradas en medio de la nada…Yo…A mí… ¿Me podrán llevar?



— Caramba, caramba. — El interpelado recorre al esmirriado muchacho sonriendo y aprobando. — Por supuesto que serás de la partida…Siempre que tu padre lo apruebe.



André otorga el permiso a desgano. Pierre vino al mundo delicado de salud, el viaje en barco es largo y lo que a su hijo enardece queriendo vivir una aventura dentro de una carreta tirada por bueyes, lejos de la civilización, a él le resulta un reto por lo endeble de la salud del ser que más ama en el mundo. Europa está muy lejos de América del Sur y el común de la gente ni siquiera sabe que son independientes desde 1812, que los habitantes ya no usan taparrabos, y que la gran mayoría son inmigrantes de la misma Europa que ellos. André aparta el presentimiento, abraza al hijo y esa noche cenan juntos una estupenda sopa de cebollas, festejando.





Un faro no se diseña ni se construye en dos días. Casi finalizada la tarea el grupo es impactado por la desgracia de André. Pierre, correteando en sus búsquedas se distrajo mirando un par de pájaros intentando el amor en lo alto de un árbol. Cruza una avenida olvidando los riesgos. Un carruaje y su cochero adormilado lo llevan por delante. Asistido por los transeúntes, cuando al fin aparece el socorro, Pierre y su paquete de sueños son un manojo de huesos rotos y carne desangrada, que una vecina oficiosa cubre con una manta.



Al padre, quebrado por el dolor le cambia la fisonomía. El entusiasmo desaparece y la congoja se instala en su reemplazo. Empieza a usar anteojos argumentando una ficticia pérdida de visión; los amigos que lo acompañaron a despedir al hijo al cementerio saben que caminan lado a lado con un hombre a medias. La mitad faltante tratará de recuperar al niño a través del recuerdo, de los olores, de la tibieza de la mano o de aquéllas lágrimas que vertieron juntos cuando murió la esposa. En nuestro voluminoso diccionario sobran calificativos para definir multitud de cosas. No se encontró la palabra adecuada para cuando se pierde a un hijo.



El ingeniero jefe hace gala de una psicología meramente intuitiva: Requiere de André trabajos más comprometidos, al mismo tiempo que en voz baja el grupo acuerda contener dentro de lo posible al hombre solitario que perdió la risa. Para devolverlo a la vida, lo conminan a continuar juntos hasta tener el faro en su sitio, cumpliendo la faena idealizada en conjunto. La zona bondadosa de la dicotomía humana brota de esas personas que unen las cabezas para trabajar; esta vez construyen un puente por donde un amigo camina para abrazar a otro amigo.



Un mes más tarde empiezan a ocurrir llamativos fenómenos en los escritorios del personal que trabaja en la fábrica. Un compás que uno de ellos asegura guardar en un cajón, se halla misteriosamente dos días más tarde sobre una repisa; una mañana, cuatro tazas donde el nuevo ayudante prepara café, aparecen con azúcar en el fondo. Libros que son olvidados sobre una silla, se presentan alineados en perfecto orden dentro de las estanterías. Y si dejan una ventana abierta, una sorpresiva ráfaga traviesa desparrama papeles y empuja las colas de cigarros tiradas en el suelo, como llamando la atención al novato, al que le tiemblan las piernas y tiene ganas de renunciar.





Transcurren los meses y ya en el año 1891 llegan las primeras carretas hasta el caserío. El recibimiento a los viajeros y su cargamento es impresionante. Se agolpa una multitud para seguir a la caravana rumbo a la costa. Un gentío trepado sobre carros, sulky, a caballo o a pie. Hacendados, autoridades, algunos gringos contratados para tareas especiales dentro de las enormes estancias y el poblador más entusiasta, el gaucho y su familia; baqueanos conocidos, perros seguidores, guitarreros con poncho y el venado y el ciervo espiando asustados entre juncos, cortaderas y pastizales altos. Los ingenieros y especialistas en montar la obra en el sitio elegido previamente, examinan y miden los terrenos donados al gobierno por un estanciero rico y generoso, tal vez contagiado del espíritu gaucho de Santos Vega, el payador invencible nacido en esos pagos y sepultado cerca del Río Las Tijeras, ahí nomás.



Duras y largas son las jornadas de trabajo. Los franceses aprenden la lengua, adaptan sus paladares a las nuevas comidas donde abunda el pescado y sobra la carme de primera. Las distancias son enormes. Muchas son las veces que arman su paciencia para esperar el arribo de los barcos o de las carretas que transportan combustible, remedios o material de construcción faltante para la obra. Los mirones se turnan y si los dejan, ayudan por un plato de guiso engullido con la picazón de estar viviendo una hazaña digna de contarla a los nietos.





El primero de enero de 1893 marcó hitos en la geografía costera y en el alma de los que tuvieron la gloria de participar en la construcción del faro y en miles de pobladores que se arracimaron a ponderarla, entreverados el gaucho de alpargatas bigotudas con el hacendado y las autoridades de la Armada Argentina y los especialistas del Servicio de Hidrografía Naval. En nuestro país de antes y a veces en el de ahora, los festejos acaban con un buen asado, acompañado por un vino tinto vigoroso y detrás, como cortina, el rasgueo de una o dos guitarras.



Las 25 hectáreas de terrenos arenosos que terminan en Punta Rasa modificaron el ambiente. El faro es instalado sobre una sólida base de hierro y cemento, lejos de mareas y a resguardo de invasiones de corrientes marinas peligrosas. Mide 58 metros de altura, un diámetro de 1,80 CMS. y sus férreas patas en forma de trípode están sólidamente amurados a la plataforma. Se asciende por dentro de la estructura redondeada por una escalera de caracol de 298 peldaños. Trepar quita la respiración. El corazón late de prisa. Arribar y contemplar desde la plataforma la grandiosidad de esa mole que nunca deja de moverse, conmueve hasta la grasa de los huesos; la comparación entre el humano minúsculo y endeble que somos, amilana a los visitantes. Resalta la idea de que si nos atrevemos a enfrentar a la brutal y bella naturaleza, debemos estar preparados para cuando ella, disgustada, inicie su reacomodo cósmico.



La fuente que moviliza los haces de luz es el gas. Y esa sustancia potente alcanza a iluminar entre agua y cielo en giros perfectamente calculados, hasta 46 kilómetros mar adentro. Cuando se encienden las luces, cambia la atmósfera y vuela la fantasía. Al silencio no lo rompe nadie. Las gaviotas revolotean curiosas. Aletean pasando y pasando, diseminando sombras pequeñas entre la luz y el confín donde la vista pierde al horizonte.



Los ingenieros y los ayudantes están mudos, aunque algunos lagrimones son hábilmente disimulados. Desde el sitio donde se festeja, “su faro” los despide con destellos vivaces que atraviesan al viento para iluminar caminos de agua útiles a todo marinero.



André toma distancia del grupo con los pies hundidos en el arenal. Un médano alejado lo recibe. André revive el sueño de la noche anterior. Se presentó su hijo con la gorra a cuadros en la mano y una gran sonrisa alumbrando su cara. Se apoyaba livianamente a los pies de André y le señalaba el cuaderno donde escribieron juntos todas las historias.



— Padre…No se asuste. Soy yo…Pierre…Estoy muy bien padre…Si usted se queda a vivir acá siempre estaré a su lado…Yo…



André despertó traspirando. Como alucinado, sus ojos buscaron el retorno de la imagen perdida. Estaba solo…Se pellizcó y tosió hasta recobrar la sensatez y la razón. André es un hombre realista. Otorgar crédito al sueño será su secreto. Esta seguro de la fugaz visita del hijo. Su pedido debe ser atendido.



Cuando la caravana parte rumbo a Buenos Aires, André no los acompaña.



— Me quedaré por un tiempo…Tal vez alguien precise mi ayuda. — Explicación que nadie toma como cierta, pero que es acogida con asentimientos de cabeza y comprensión.





André recorre a pie largas distancias investigando. Espera la avalancha de aves migratorias que cada año viajan miles de kilómetros guiados por el instinto, cercanos a las costas que usan para descansar. Cuando llega la bandada, en medio de un cuchicheo imperdible, se aposentan en los eucaliptos de tronco frío o en los otros, de tronco cálido. Son chorlos, gaviotines y chorlos rojos inteligentes y memoriosos; hamacados por la brisa, abrazados por ramas conocidas, investigan los cambios de su hogar temporario. Acá sobran alimentos que provee el mar, comida cierta para ellos y su cría. Alaska, Canadá y el norte de los Estados Unidos, los recibirán nuevamente cuando el instinto les avise — mucho antes que lo sepan los del observatorio — el cambio de clima que ordenará el regreso a casa.



Andando y observando André descubre otras especies que se instalan en pleno invierno. Las linícolas, menos abundantes que las anteriores, que se resguardan para un reposo sexual dentro de las copas de especies de árboles que no pertenecen a la zona. Brotaron de las semillas defecadas por los visitantes. Se adaptan y se desarrollan como ejemplares elegantes, parloteando con el viento costero sobre su lejana procedencia. Como nadie conoce su nombre verdadero, los llaman falsa pimienta. Los frutos de ambas plantas se parecen mucho.



Cuaderno en mano describe sus sensaciones y experiencias con la gente humilde que vive en taperas de barro, o en las cocinas de las estancias donde aprende a saborear un locro capaz de resucitar a un muerto. Encendidos los cigarros, todos tienen algo para contar. Uno aborda el tema del payador al que apodan “invencible”; fue un gaucho de pura cepa y ningún otro verseador y guitarrista alcanzó la fama de este nacido y enterrado en los parajes de San Clemente del Tuyú, que respondía al nombre de Santos Vega.



— Cuando joven era una gauchito alegre y chistoso. Ponía color en la cara de las mujeres y se sabía historias de otros parajes que divertían a los hombres…Después dicen que tropezó con un mal destino…mató a su mejor amigo, vaya a saber porqué…Y en los otros años que supo cabalgar por estos pagos, montaba su caballo alazán y era seguido por su potrillo Mataco el panzón. Dormía donde le llegaba el sueño, a la intemperie, mirando las estrellas, con la cabeza apoyada sobre la montura y el facón cerquita de la mano…Por si acaso, ¿no?



Otro de la rueda sigue el cuento, mientras André escribe.



— Yo escuché que una vez se enamoró de una mujer que no era gaucha…y que nunca le correspondió…Eso lo volvió huraño…Sus décimas se volvieron amargas…Hablando del destino del gaucho, que vino a la tierra solo para sufrir…Le cambiaron el nombre…Lo apodaban el payador sombrío…



Se abre paso en la conversación un hombre que trabaja en tareas de limpieza en el faro. Está agitado, hasta miedoso.



— Señor…— Se dirige a André al mismo tiempo que seca sus manos y frente sudadas por la emoción y el verano, que aprieta. — Pasan cosas raras en el faro…



— ¿Cosas raras? ¿Algo funciona mal? André ya está de pié y a punto de marcharse.



— No, no son cosas malas…Al contrario. Ustedes sintieron los gemidos del viento, anoche ¿no?



— Siii, sentimos…— Contestan a coro.



— Yo andaba medio desvelado…Con miedo por los barcos, esas cosas, saben…Miro para arriba y la luz no estaba…Se había apagado…Estoy por trepar la escalera…y ¡zas! Pasa un aire, una sombra, que se yo que era…y vuelve la luz…Volvió solita…Me pegué un julepe bárbaro, de veras. ¿Será que este faro tiene fantasmas?



— Por acá somos gente sencilla…Pero pasan cosas…— El que habla es anciano, desdentado y flaco como caña de pescar (así lo apodan los que lo conocen) Echa un escupitajo al fuego y sigue: — Ustedes habrán oído del cura aquél…Creo que se llamaba Cardiel o algo parecido…Se metió lo más campante dentro de la ría, que se lo empezó a zampar para adentro…El curita alzó los brazos, rezando a San Clemente Romano…y ya miraba los pececitos del fondo, cuando un baquiano le largó una soga. El cura se salvó…y nosotros heredamos parte de ese nombre…La otra mitad es de los indios…



Las mujeres aprovechan para hablar de aparecidos y cuchichear sobre el brujo que les augura patente si algún envidioso le echa sal a la tranquera. Los hombres se silencian e intercambian miradas recelosas. El único que sonríe es André.



Mira ese cielo estrellado donde alguna que otra nubecita danza, se desplaza y desaparece; aspira una bocanada de aire de mar y camina haciendo crujir la arena bajo el pie. Otro pie muy leve pisa el sitio que su planta acaba de abandonar. Una sombra tenue se encima a su sombra. André percibe su perfecto equilibrio, rozando la paz, en un lugar hasta ayer, extraño. Se sabe acompañado. Está en el sitio y lugar exacto, elegido por su hijo para su vejez. El mensajero de milagros que encasqueta su cabeza dentro de una gorra a cuadros, es un vigía alerta. Las barcas con pescado están a salvo, no hay mujeres que esperen en la costa con los ojos llorosos a su hombre que no volverá. Los navíos enormes tocarán puerto seguro...sin nada que detenga la fábula, las leyendas y el misterio.



CARMEN ROSA BARRERE.