15.1.10

El enviado

EL ENVIADO.

Guaraníes desnudos fueron los primitivos pobladores de estas tierras rojas, por las que merodeaba a mis anchas. Debajo de la capa superficial, yacen enmudecidos los cementerios del reciente ayer. Restos de caciques bravíos; plumas y huesos de animales en extinción; residuos fúnebres de un follaje que fuera deslumbrante, incrustados blandamente el uno contra el otro, o desviándose porque el alud tropieza con los afilados perfiles de una pétrea estructura con corazón de brillos casi preciosos. El oxígeno y el hierro impregnan esos restos que descienden hacia lo hondo para que la mutación orgánica cumpla su quehacer silencioso. En la planicie, las estaciones se suceden, los nativos se han vuelto sumisos, los animales huyen asustados y mi fabuloso bosque se entrega indefenso. No me hace bien rememorar el amanecer en el que por primera vez, humanizado, contemplé la dolorosa destrucción del sitio que me fuera confiado.

En el principio de los tiempos, cuando pasé a ser parte del Plan Maestro que hizo de este planeta lo que es, supe que mi mandato era el de vigilar los montes y sus habitantes. Dividí mi sustancia para mantener un coloquio que cubriera a animales peligrosos, aves con trinos diferentes, reptiles de andares sigilosos, árboles esbeltos como estatuas, orquídeas de belleza femenina, matorrales y lianas, todos habitantes de la selva virgen. Los rocé suavemente, para que se enteraran que ya tenían custodia. Una entidad que compartiría sus miedos y necesidades; un amigo, compañero de frondas; un vigía, oteando desde lo alto el arribo del travieso viento, que movía a su antojo las aguas del arroyo y echaba a volar semillas sensuales, dispuestas a reproducirse. Elogié con ellos la gracia de la lluvia veraniega y nos intrigamos juntos ante la histérica presencia del relámpago. Nada igualaba el esplendor de esos amaneceres celestes, con telones de profundo verde, oliendo a savia fresca, o la despedida nostálgica de un sol marchando hacia el ocaso. La tierra era de todos. Compartíamos el cabrilleo del sol sobre las aguas quietas, el revoloteo matinal del ave y el incomparable sentido de la libertad nos otorgaba fuerza de guerreros.
Sentados rodeando la fogata, veíamos la danza de las salamandras, su escurridizo vaivén de sube y baja, escuchando, simultáneamente el jolgorio de la madre pájaro, en festejo por la rotura del huevo que exhibía al hijito implume, con el pico abierto y las plumitas pegoteadas de un recién nacido. Esos acontecimientos eran nuestro teatro, nuestro regocijo. Yo era el guardabosque. La energía alargaba sus manos hacia nosotros, vestida de blanco y con ramitos de yerba mate prendida en las orejas.

Si aguzaba los sentidos, capturaba la estrepitosa caída del agua sobre doseles de piedra. Traviesas gotas nacaradas fuera de cauce, bordaban un festón tintineante y sonoro; lágrimas que irrumpían como niños traviesos para quebrar la solemnidad imponente de las cataratas. Centenares de mariposas y colibríes inquietos agitaban sus alas rozando levemente la superficie, vigilados de cerca por pequeñas haditas nacaradas de ojitos verde—azulados; el arco iris eternizaba su visita de diosa del Olimpo dentro de esa mole, señalando en sus dos extremidades, el mito del tesoro escondido por otro ser sin presencia física, pero legendario. El agua no se resignaba a mitigar su fulgor y la admiración de los que la contemplaban. Asistida por el viento, alejaba a las nubes, negándose a ser capturada por la sombra. En la naturaleza se arman batallas, querellas, discusiones y enredos que como guardián comprendía y trataba de enmendar.

En mi interior sentía el estremecimiento descomunal de pertenecer a un holograma perfecto, con un rol de importancia vital. Si hubiera sido humano, esa conmoción podría compararse al éxtasis de un descomunal orgasmo. Pero dada mi procedencia, mi tarea consistía en abrir el camino hacia la belleza a los indiecitos descalzos, feroces en el aprendizaje de la supervivencia y revisar la convivencia de estos pobladores de índole bien diferenciada.
Algunos libros más jóvenes que yo, dicen que otro dios del Olimpo, llamado Prometeo, desobedeció las órdenes de Zeus y regaló el fuego a los humanos. Desde mi estatura de guardián, creo en la mitología, porque convivo con los elementales día a día. Gnomos o trasgos, salamandras y elfos o haditas irisadas, son los mensajeros que utilizo para mandar noticias dentro de la vastedad de este territorio que todavía no conoce los hilos de la luz ni del teléfono y si se mencionara la palabra computadora, creerían que es algo que se come.

Mis amigos mataban si tenían hambre. Tumbaban a las hembras y les hacían hijos, con la misma rudeza con la que desafiaban a las bestias feroces. Pero llegado el oscurecer, las arracimaban a sus flancos, defendiendo territorio y familia. Sin saberlo, repetían historias grabadas por los viejos saurios, cuando en el mundo el mamífero tenía un cerebro pequeño, pero calculado para desarrollarse en esto de las ciencias, la comunicación, el progreso y la guerra malvada, tal vez como señal de llamado al equilibrio y en el afán de detener el caos.

El contacto directo con la naturaleza, piel a piel, proveía al fondo de esos corazones nativos de la potestad de una inocencia inmaculada. No me temían, ni los asustaba la presencia de otros seres parecidos a mí, con distintas consignas. Los elfos soplaban desde sus bocazas el aire donde bailaban los silfos espantando los fantasmas del agua; las ondinas saltarinas, divertían a los niños dando volteretas en la corriente de los arroyos, llevando de la cola a pececillos de piel escamada; diminutos gnomos laboriosos y previsores recogían comida, porque temían la inclemencia invernal. Pequeñas niñas indígenas eran salvadas del ataque del gato moro, porque un ser alado las elevaba justo a tiempo sobre el aire, depositándolas entre los muslos seguros de sus madres.
Así era el bosque de mi juventud. Parte del territorio que un Creador Indiscutible, le prestó al hombre para que naciera, creciera aprendiendo y muriera con conocimientos y espiritualidad ampliados.

No tengo capacidad para medir el tiempo. Solamente sé que se sucedieron infinidad de lunas con días sosegados, hasta que caí en la cuenta que solapados, los enemigos del equilibrio planetario, elaboraban — embanderados en la palabra progreso — planes de avanzada científica y tecnológica. El argumento para la impunidad, era válido en tanto y en cuanto se soñara que siendo avasallada con voracidad y sin respeto, la naturaleza tendría el potencial de reconstruirse con fuerzas renovadas. Que ellos matarían y el vergel rebrotaría y los animalitos se reproducirían en medio del desorden reconstruyendo la obra perfecta de manera mágica. No se dieron cuenta que el esquema original no venía con copia.

Células, moléculas, átomos, protones, neutrones y electrones se pusieron de pie para rebelarse. Los hielos fluyen hacia los mares, derretidos por el calor. Los mares y el centro de la tierra truenan al unísono, borrando de un solo remezón, torres famosas y ciudades enteras. Velozmente, los abecedarios desbordan de palabras recién estrenadas: Tsunamis. Maremotos. Ciclones. Tornados de diámetro inaudito. Inundaciones. Incendios. Terremotos. El eje de la tierra, conmovido, varió su posición.

Hoy, los bosques agonizan, talados sin piedad y con angurria. La flora y la fauna, urgen la presencia bíblica del milagro en un desaforado grito por salvarse.
Mis amigos aborígenes, que antaño se reunían alrededor de sus fogatas para escuchar mis charlas sobre el primer fuego, producto de la desobediencia de un dios, mantenido en la tribu por una hembra, quien, afanosamente, friccionaba dos piedras para presenciar el parto de las salamandras, que venían para calentar la cría, mientras el macho cazaba o peleaba, ya no alcanzan a entender mi lenguaje. Dejaron de creer en mí y en mis promesas.


El bosque retumba con el estrépito del desmonte. El sollozo de las ramas altas, rodando entre el barro, ya no son percibidas por nadie. Una mescolanza de idiomas, gritos de mando y bocinazos urgentes, han trastocado las consignas comunicantes de la selva para siempre. El viento enlaza una que otra rama en la despedida, pero la savia, que es el llanto del árbol, su modo de decir adiós, se pierde entre terrones duros.
Aterrado, me balanceo sobre la copa de un cocotero para ver partir a mis amigos desgajados hacia los camiones con caras de perros bulldog, que perezosamente, cuesta arriba, los descargarán en el aserradero. Nadie me enseñó a llorar. No conozco las lágrimas. Pero esta tardecita, cuando el agua pelea con la sombra, algo salobre me deja un gusto raro dentro de la boca.

La erguida dignidad del pino, el perfumado palo rosa, el peteribí, el dulce lapacho recamado de flores, el roble vetusto y el joven aliso, no murieron de pié, con orgullo. La sierra clavaba sus engranajes en las cortezas, los obreros acababan la destrucción sin un solo pensamiento salvador, apurados por el jefecito que jamás oyó hablar de respeto y a la dignidad la conoce porque leyó la palabra en el diario.

Tal vez yo esté más viejo de lo que creo. Escuché a alguien decir que si se llega a anciano, los jóvenes nos consideran tontos, con una sola neurona, que de solitaria que está, a veces se retrae y no funciona. Que los vetustos no deben hablar de valores, familia o responsabilidad, porque son idioteces que no dejan renta y sí muchos dolores de cabeza. Que lo bueno, es ponerlos fuera de servicio cuanto antes. Que la responsabilidad ambiental, entorpece la magia alucinante del progreso.

Un viandante de los que pululan por estos andurriales que antes fueran mi gloria, olvidó al pié de un árbol sobreviviente un libro. Se llama “Cien años de soledad”. El que lo escribió es un mortal, que mide el paso del tiempo de su preciosa historia, con un simple calendario inventado mientras se movilizan las estupendas neuronas que conforman su cerebro.

Tiemblo presintiendo los espantosos años de real soledad que esperan escondidas a las nuevas generaciones, con el egoísmo y el desamor como estandartes. A los que piensan que la senectud “está muy lejos”. ¿Pararán las mentes de los locos antes que la tierra se torne yerma para siempre? ¿Volveremos al comienzo? ¿O nos toca desaparecer porque no aprendimos?


Carmen Rosa Barrere.

Manos de pobres

MANOS DE POBRES


Creí que ese era mi día de suerte. Me instalaron en un barrio especial. Elegante. Nada de villas miserias. Ninguna bruja con ruleros y chancleta rezongando porque al perro de la vecina se le ocurrió defecar en su vereda la mismísima mañana que ella usó la escoba y la manguera furiosamente contra el piso. Entre nosotros: escuché por ahí que las que friegan en exceso...lo hacen porque no gastan energías en el sexo.
Cuando se pasa la vida útil en la calle y se tiene buen oído, se escucha de todo, y se ve lo que no se quiere ver. Debo resignarme, así se conforma la famosa experiencia. Cúmulo de realidades que no sirven de nada. Una vez incorporadas a la conciencia, es demasiado tarde. Lo de ayer es vetusto. Inservible para una inmensa mayoría que piensa y siente con egoísmo solamente el hoy.
Reconozco que tengo ciertas ínfulas. Procedo del jugo de la naturaleza mas perseguido por el hombre. Ese que justifica guerras. Invasiones. Locura de poder y hambre insaciable de dinero. El petróleo.
Mis horas en contacto con la madre tierra fueron apacibles. Hasta que un inolvidable día, sorpresivamente, fui extraído brutalmente de mi jugosa oscuridad. Apretado en mis átomos, acabé mezclado con otros hermanos de tinieblas. Me refinaron, amalgamaron, colaron e inyectaron por los cuatro costados dentro de matrices de última serie. Un viejito con máscaras y guantes lijó mis asperezas al emerger desde dentro de aquella cárcel transformadora. Recortó las coladas sobrantes y me alineó en una cinta metálica, codo con codo, por así decirlo, con mis iguales. Me di cuenta que éramos grandes, sólidos y negros como la noche.
Subterráneo en la infancia, cubierto en el presente con una tapa pesada, reconozco la sombra. Me remuevo, empujando partículas. Tarea inservible. Perdí la libertad. Extravié la deliciosa voluptuosidad de cuando era líquido. Aceitoso. Tibio, amigo de piedras, acolchado entre las capas superpuestas de la tierra. No me reconozco, amoldada mi intimidad por esta maquinaria siniestra que me apretujó hasta convertirme en esto que soy. Un sólido tacho de residuos.
Me colocan en una vereda roja detrás de un recortado cerco de ligustros. Recubren mi interior con una bolsa negra, para variar. Confeccionada con un material al que yo llamo mi pariente pobre. Le falta resistencia. Carece de estilo; no es, ni más ni menos, que una fibra barata. Para colmo, con apodo extranjero: nylon.
Desde mi puesto, a lo lejos, escucho la angustiosa sirena de los barcos. En ráfagas, el vientito empuja olor a agua de río, mal oliente. La proximidad de mi nuevo alojamiento con un puerto es evidente.
Amanece y despierta la ciudad. Los diarieros vocean. Los coches estampan la calle con frenadas bruscas. Descubro con atención mi entorno. Un vecindario donde se cocina. Restaurantes elegantes, diseminados en la cuadra. Aprovecho la porosidad de mis paredes y abro mis diminutos agujeros hacia afuera. Mis paredes absorben perfumes deliciosos: canela, quesos, ciboulettes, kummel, verduras frescas, se diluyen dentro de mis átomos. Las volatiliza el aire, como señuelo para distraídos. Aromas que hacen agua dentro de mis fauces. Estoy tan feliz, que si supiera cantar, lo intentaría.
Hay estrépito de cacerolas. Voces de mando. Rezongos en voz baja. Apetitosa emanación de pan recién tostado. Un placer en oleadas que casi puedo paladear.
Al mediar la mañana, sueltan su fragancia las carnes que se asan. Despiden llamaradas fugaces los rones de los postres con manzanas. Expando con fruición mis narices. No quiero perderme nada. Sin tarjeta de entrada, sin mesa reservada, disfruto como invitado de buen paladar la hazaña laboriosa de los cocineros. Me encanta la idea de compartir sin pagar. De puro caradura, me convierto en uno más de los tantos que corretean por la gran ciudad.
Estoy contando los sucesos de mi primer día de trabajo. A la incógnita del primer momento, la sustituye la satisfacción. Me construyeron con un fin. El de servir. Aquí estoy yo. Firme y dispuesto a cumplir mi misión. “Cualquier trabajo es digno si lo haces lo mejor que puedes”. Era la arenga del viejito que me hizo el maquillaje, allá en la fábrica, a la hora de enseñar el oficio a lo novatos.
Escucho el taconeo de señoras descendiendo de los automóviles. Me regalan una fragante emanación de bienestar que no envidio, pero que disfruto. El paso cansado de los hombres. El rodar de un cochecito, portando al bebe heredero de las esperanzas. La corrida adulona de los que abren y cierran puertas y estacionan con bronca los cochazos. Advierto que son máquinas caras por el portazo. Seco. Sólido, bien armado por dentro. Los baratos chirrían con ruido a lata. Creo que me estoy volviendo clarividente. Lo que no veo, casi lo adivino.
Este lugar es caro. Las mujeres hablan en voz baja. Los hombres no escupen la vereda ni sueltan palabrotas. A las palabrotas las conozco bien. Son de uso corriente allá en el sur. Los obreros grasientos, de modales rudos y ojos enrojecidos que me sacaron del fondo de la tierra, blasfemaban contra la empresa. Que robaba riquezas al país para mandarla a guardar en bancos extranjeros. Maldecían a los gobernantes coimeros, atados a estas empresas de mierda, que no dejaban restos a los ciudadanos, sus dueños naturales. Una vez los indígenas de la región armaron una revuelta, reclamando. Los callaron con promesas y los arrinconaron sobre páramos sin agua, donde los únicos sobrevivientes fueron ellos, su soledad y sus desesperanzas.
Afortunadamente los viejos caciques están muertos y a los herederos, con tanta carga de angustia y desolación, les falta resto para la pelea.
Entonces yo era joven y entendía poco. Lo mas afrentoso eran las diferencias entre gringos montados en sus cuatro por cuatro, maletines de Vuittón, y botas hechas sobre medida. Los morochos pobres vivían envasados en viviendas de lata. Cagados de calor en el verano y de frió en invierno. La cerviz agachada, rencorosos. Por analfabeto que uno fuera, estos contrastes eran evidentes hasta para mí, un ignorante. Un recién nacido, por así decirlo.
Atardece el día de mi estreno. Manos ansiosas levantan mi tapa. Estoy vacío. Un portero enojado distingue al pobrerío. Sopla su silbato desde la puerta imponente que accede al restaurante. Los pies descalzos corren a esconderse entre los ligustros.
Al rato un gordo con delantal blanco arroja mi tapa compañera al piso y suelta una bolsa con cáscaras de papas y verduras. Cebollas podridas. Huesos con alguna carne. Otra bolsa deja caer flores con los tallos hediondos, migajas, servilletas de papel, vasos quebrados, papeles ajados escritos con letras que ya nadie se molestará en leer.
Impresionante como vuela el tiempo. Está amaneciendo. El aire se enrarece. La calle y los ruidos cambian. Escucho movimientos sigilosos. Palabras rápidas, órdenes, corridas. Desde los setos donde se escondían se agitan los hambrientos, esperando. Gente que huele a sudor. Como es invierno y ha llovido, la ropa de lana húmeda, barata, exuda a perro muerto. Se mezcla al olor de la miseria que es particular, como lo es el olor de un cuerpo al que lo consume el cáncer.
Aparece el gordo con un joven. Las bolsas vienen repletas. Puchos apagados. Grasa derretida. Huesos. Botellas. Papas con crema y ensalada Waldorf. Olor a vino bueno. Trozos de carne. Pollo. Pescado. Mi contenido es como la vida misma: Una es de pura cal. Otra de arena.
Un repollo podrido me nausea. Sin recuperarme me atacan con pedazos de cortezas de pan. Muchos trozos de carne. Tierra y otros vidrios rotos. Mi parienta pobre, la bolsa negra, se rasga lado a lado. Mi pulido interior se cubre de hediondez. Me humedece un jugo incierto que parece orín. Así, hasta llegarme al tope. Menos mal que no tengo pulmones, sino, estaría asfixiado... Y además callado.
En ese instante comienza el desfile de los que tienen hambre. Como si mi tapa fuera de metal precioso, una mano femenina deformada por la artritis la coloca en el suelo. Elige temblorosamente pero con gusto artesanal una bolsa con carnes y unos huesos. Me cubre y huye apresurada. La otra mano es escuálida, de niño. Torpemente, toma lo peor. Empujado en la cola, escapa en la noche perseguido por el miedo y la tos. Un negrote sin dientes se agacha y rebusca bien al fondo. Es zurdo. Su furia arremete mis paredes. Pretende quebrarlas con sopapos de puño cerrado. Después llega un borracho. Mas tarde son varias las mujeres que pelean como perras por un bife. Después mas chiquilines con mocos y estornudos. Sobre el final, arriban los ancianos.
Los brazos flacos y las uñas negras. Un cansancio feroz y una mirada errática que puedo distinguir desde mi fondo. Palidezco al adivinar sus historias, atrapadas dentro de la cavidad húmeda donde se acurruca el globo del ojo del humano.
Aparte de ese liquido viscoso tropiezo ahí nomás con la vergüenza. El vacío que dejan los hijos que borraron sus nombres. Inviernos superpuestos sin verano en el medio. El viejo sin comida y amor, que siempre tiene frío. Personajes ajados en la fatiga horrenda de la eterna lidia contra la pobreza. Nunca tuvieron el acceso al libro. Su único libro, es el escrito por ellos de su propia vida. Libro ilegible, plagado de lágrimas que borronean la tinta.
Debo admitir que vivo el tiempo nuevo. La era de la globalización. El momento de la familia a medias. La que intenta recuperar algo del pasado, cuando se junta para los festejos o para los velorios. Todos viven “a mil” y muchas parejas jóvenes, entregan la mente de sus hijos de cuatro años a los especialistas “porque no los entienden”.
Con respecto a sus padres padecen de una clase de amnesia que debería ser analizada — y tal vez dimensionada — por sociólogos y estrategas del destino de los pueblos, quienes también son hijos de alguien. ¿O nacieron por casualidad?
Los clientes de estos restaurantes arriban desde casonas misteriosas en los barrios cerrados. Lugares con custodia donde se traman estafas, y se ingieren — porque un estúpido imitador de esnobismos proclamó que era de moda — pizza italiana con champagne francés.
Los viejos de las manos pobres ya no tienen nada. Mi fondo está vacío. Arrastrando los pies, se desbandan. La tristeza firmemente incrustada en el alma se derrama en lágrimas sin pañuelo.
Me arrebujo entre la tierra y los puchos. Filosóficamente pienso: ¡Que suerte tengo de no ser humano!... Si hasta me alegra ser esto que soy: Un maloliente tacho de residuos sin conciencia.