9.1.11

MILAGRO EN "EL CANGREJAL"

MILAGRO EN “EL CANGREJAL”.

El año empieza a escapar del almanaque en un noviembre que avanza. Y como en estos parajes ese mes viste ropaje veraniego, el calor del mediodía es bienvenido al mundillo de las iguanas; livianas arañas tiemblan sobre sus frágiles extremidades y sisean viboritas bífidas dispuestas a la defensa. Como rey indiscutido el sol se adueña del entorno. Tibio al amanecer, calentito a las diez e insoportable cuando sus rayos caen a plomo pasado el medio día. Su fuerza también es festejada por semillas que ambicionan brotar, por cultivos y frondas donde el verde se confunde entre brillos y coloretes que él besa atrevidamente, para desplazarse raudo y entibiar ligeramente la superficie del arroyo, regodearse enlazado a las copas altas de los árboles instando a las chicharras al enamoramiento en medio de un chillar desaforado. ¡Ah pregonar, bichitos, que mañana hará más calor que hoy y es momento de aparearse!

Dentro de la cocina de la casa principal la ayudante seca y guarda la vajilla tratando de no hacer ruido. El amo José descansa. Y si llegara a perder el hilo del sueño por culpa suya, el mal humor desatará protestas de distinto calibre. Que el mate que le presenta o está frío o demasiado caliente, o que la toalla del baño está sucia, o que descubrió una telaraña en el techo. Un hombre raro, el patrón. Generoso y atento a las necesidades de su personal, pero rápido de genio. De repente cambia, como si descubriera sombras; se le vuelve áspera la voz, fruncido el ceño, cerrado el puño, parece otra persona: La muchacha su turba, miedosa ante la explosión. Pero es buen pagador, ella es muy pobre y de algo hay que morir en esta vida.

Doña Belcha Urrutia, la esposa, no duerme. Durante las siestas elige en la galería el sillón que la pone a resguardo de insolaciones, pero con el portón de acceso a la casa bien visible. El camino arbolado dormita solitario. La calle, más atrás, es un revoltijo de tierra revuelta por una perra alzada a la que persiguen candidatos sin suerte. La señora mira y espera. Cuando los ojos de la dama se cansan y los párpados se apoyan uno sobre otro, la visión interior le regala la imagen perseguida. Su hijo Mario jugando a la bolita, trepado a la higuera, cazando bichitos de luz al anochecer o haciendo los deberes, panza abajo sobre el mosaico rojo de la misma galería, convertida por ella en lugar de descanso y de puesto de observación. Mario era un chiquilín movedizo e inquieto. En tiempos de vacaciones o feriados, iba y venía del campo donde vigilaba rebaños de ovejas, o recorría los alambrados pasando datos al padre si había algo roto. Dentro de la casa era bullanguero y juguetón. Armaba grescas con su hermana Belén para limpiar las pajareras, o se zambullía entre alaridos de frío dentro del tanque australiano donde la hermana mayor le hacía burlas porque llegaba primero, no tenía miedo y podía moverse dentro del líquido segura como pato.

La dama que mira obsesionada el camino suspira. ¿Dónde estarás, hijo del alma? ¿Por qué te lo llevaste, Padre? La respuesta no llega. Lleva ambas palmas de la mano a la cara y friega sus ojos…Pero la imagen del hijo perdido no desaparece. Inhala profundo y el olfato da paso al perfume de las glicinas pero le niega el suave hedor a traspiración que traía su niño al volver de la escuela. Belcha es una mujer de creencias sólidas. No acusa a Su Creador por la pérdida de su hijo. Entiende que el horrible suceso y la tenacidad de su dolor responden a un plan fuera del alcance de su comprensión, tal vez destinado a ayudarla a crecer. Cuando niña, cobrar estatura era doloroso porque los músculos no tenían la prisa de los huesos para alargarse. Este dolor es otro. Dolor de soledad, de incertidumbres, rasgaduras del alma.

— Doña Belcha es una verdadera santa…Mire que llevan años juntos…Él siempre enojado por algo y ella que lo mira con esa tristeza que la hace parecer mayor. — Rómulo es peoncito de patios. Nunca aprendió a leer y menos a entender porqué dos más dos deben sumar cuatro. Nació enfermo de la vista y esa disminución lo hizo crecer analfabeto. Suple airosamente el percance haciendo gala de un permanente buen humor y de una perspicacia especial, que lo introduce en hechos minúsculos, de esos que pasan desapercibidos a la gente ilustrada.

Ramona, la cocinera lo mira de reojo. Tiene dos tareas especiales para esa hora de calma. Pelar un gran paquete con arvejas frescas y vigilar que Rómulo junte hojas y flores del patio, aceite la rueda de la carretilla para que no haga ruido y quite la ropa lavada a la mañana de las sogas porque ya está seca.
— Antes la vida en la casa era muy distinta, muchacho…Cuando nuestros patrones llegaron no eran pobres…Venían de una gran ciudad y al campo lo conocían por ilustraciones de las revistas…Compraron alguna tierra barata…hasta que se dieron cuenta que habían varias hectáreas inútiles…con bañados…llenas de cangrejos…Las que ahora quedan bien al fondo, hacia el sur, donde nadie va.
Rómulo se da cuenta que en ese “donde nadie va” hay algo escondido. Reacciona y enfrenta a Ramona sin titubeos: — ¿Y porque nadie va?... ¿Hay fantasmas, o qué?
— Si hubieran fantasmas la señora Belcha los hubiera espantado con misas y agua bendita…Es un historia de familia. — Y poniendo la cara de piedra que usa para Intimidar, agrega: — Y te falta tomar mucha sopa para enterarte de los porqués y los por cuantos de esta casa.

Rómulo acusa recibo. Toma su rastrillo, silba como si lloviera, desentendido y camina hacia el fondo a recoger la ropa. Detesta recoger la ropa porque la considera trabajo para mujeres, pero a Ramona o se la obedece o lo alcaza la varita que tiene a mano para espantar cualquier alimaña que aparezca cercana a sus pies. Pero la imaginación del joven tiene cuerda para rato. Un asesinato. Una violación…Una bolsa con dinero que se tragaron los cangrejos…O el mismo diablo — palabra prohibida de pronunciar delante de Doña Belcha — que se revuelca con diablas en ese confín a la hora de la siesta.

Cuando Belcha y su marido decidieron cambiar de país, estaban recién casados y el mutuo conocimiento era un estreno incorporado día a día. Eran tiempos de fotografías en sepia, de una América con campos más extensos que su país, donde la tierra prometía un buen vivir, los animales crecían saludables y a los hijos que tuvieran no los alcanzaría ninguna guerra. No los impulsaba la angurria del dinero, porque plata no les faltaba. Les sobraba juventud y coraje y la tenaz idea de una independencia exitosa. Las familias respectivas no tenían entre ellas un trato fácil. Las madres estaban celosas de las parejas de los hijos y los padres en permanente enfrentamiento por ideas religiosas distintas y pensamientos políticos que generaban discusiones de nunca acabar.

José era un compañero perfecto. Hombre de trabajo, honesto y crédulo. Ingenuidad que lo hizo equivocarse con la compra de la primera tierra, con bajíos poblados de cangrejos. En ese tiempo, decidieron llamar a su parcela “El Cangrejal”, nombre borrado años más tarde, cuando bautizaron su pequeña estancia con el nuevo nombre, elegido por Doña Belcha sin titubeo alguno: “La Esperanza”.

Ese año Mario cumplía doce años. Lo anotaron en el pueblo para cursar el secundario en el colegio de sacerdotes conocidos, que a veces llegaban a la casa a tomarse un vinito fresco con Don José, previa mateada con bizcochitos de grasa amasados por Ramona. Belén ya cursaba el segundo año, había desarrollado un gentil cuerpito de futura señorita y cuando la madre se distraía, se colaba dentro del cuarto con baúles llenos de ropa de la Europa lejana, disfrazándose con collares largos, zapatos de tacón y vestidos de seda. Había visto en una revista de la capital como se vestían y fumaban con boquillas las actrices. Aunque la madre la matara, ella sería actriz cuando pudiera escaparse.

Esa mañana Mario se levantó temprano. Había un par de ovejas a punto de parir, el padre andaba en menesteres importantes y a él le llegaba la hora de hacerse cargo del evento de las pariciones. La mañana con un cielo sin nubes, el buen sol y la brisa en ráfagas eran una gloria. Mario ensanchó el tórax imberbe, examinó a las ovejas palpándoles la barriga como hacía el veterinario y sacó en conclusión que el momento de asistirlas no había llegado. Lejos de la ciudad, los ruidos del progreso se extravían en leguas de distancia, se puede gozar íntimamente de la naturaleza, dejarse llevar acostado debajo de un árbol cerca del arroyo y soñar. Así permanece el muchacho, hasta que unos gritos desesperados lo sacan del remoloneo. Se levanta rápido y corre hasta el sulky de Amelia, la esposa de un vecino que es la que pide auxilio.
— Mario…! Por favor, necesito ayuda!...Mi marido está en el otro pueblo…y mi hijo no espera, quiere nacer…!No tengo fuerza para sujetar este caballo!...
Mario no duda. Trepa al carruaje, toma las riendas y tranquiliza a la vecina imitando a su madre, con palabras que le brotan del susto y la piedad.
La espera dentro del hospital es interminable. Al caer la tarde, recién le permiten ingresar al cuarto donde la señora mira embobada a su retoño, una niña. Ambas saludables. Una que llora porque tiene hambre, la otra que ríe porque recibió el regalo esperado durante nueve meses.

Mario camina de regreso a su casa. Es noche cerrada, pero no tiene miedo. Lo conocen los perros y lo saludan las lechuzas. Atraviesa el portón contento. Se portó como un hombre. Su padre lo felicitará y sentirá en el pecho de su madre un latido amoroso. Los sucesos no terminan como piensa. Cuando no apareció a horario, el padre salió a buscarlo acompañado por un peón. Revisaron el predio, los pozos y el arroyo. Con el correr de las horas, del miedo Don José pasó velozmente a la furia. Rebenque en mano, sin dejarlo hablar, lo azotó en las piernas y los brazos, que sangraron. Doña Belcha se lo quitó de las manos cuando ya era tarde, porque el chico ni siquiera lloraba. Miraba al padre con extrañeza y rencor. Lo acostó en la cama, Ramona corrió a traer un tecito de tilo y gasas untadas con grasa de iguana para las heridas, mientras la madre lo arrullaba como a un recién nacido. Cuando el chico cerró los ojos, se miraron como se miran las mujeres fuertes cuando piensan lo mismo. Ramona, a rezar. Doña Belcha, a enfrentar al marido exaltado que no pudo esperar la explicación del hijo.

La mañana despertó agrisada. Ramona preparó el tazón de leche para el niño, con dos galletitas dulces. Al entrar y ver la cama vacía, soltó el grito: — ¡El niño Mario no está! ¡Señora Belcha…venga rápido!

En tropel, los padres, las empleadas y los peones dispusieron la búsqueda del chico.
— No avisemos todavía a la policía…Está enojado y debe haberse escondido en la tapera de Pedro. — Don José mira a Belcha. Ella llora tanto que no puede hablar. Ni para culparlo ni para opinar.
No lo encuentran ni ellos ni la policía. Pero se corre la voz que el chico, enceguecido de dolor y enojo, caminó hacia el cangrejal…y éste se lo tragó.

La rudeza del golpe sacudió los cimientos de la relación de la pareja y con el tiempo, colaboró para quitar de la cabeza de Belén las ideas alocadas de la adolescencia. Todos maduraron, todos cambiaron por dentro. El padre supo que tenía gastada la risa, Belén que debía casarse y traer nietos a la casa, Ramona que debía silenciar los chismes de cocina y Doña Belcha, que sin perder la fe, coloca un plato para el ausente en cada noche navideña y no duerme la siesta mirando fijamente hacia el portón.

Pasan veinte años y la navidad se acerca. Belén arremete contra las empleadas para conseguir la perfección. El pesebre está armado, el comedor reluce con la platería peruana abrillantada con dentífrico, las cortinas caen hasta el piso y la pianola suelta un valsecito criollo que resuena en los pasillos. Belén no halla qué objetar. Todo perfecto, para que sus padres no deban ocuparse de nada y su madre disfrute de sus nietos. Sobre todo del mayor, que se llama Mario y se parece al ausente en gestos, pillerías y tozudez.

Dos horas más tarde, la familia vuelve de la iglesia y se ubica alrededor de la mesa para celebrar el nacimiento del Niño. Unen las manos como lo hizo Doña Belcha durante todas sus navidades y en silencio, se agradece el buen año y se pide un deseo. Este es un instante que los niños nunca olvidarán. Belén y la abuela lagrimean, el abuelo respira fuerte, con angustia y ellos se codean como si intuyeran que el momento es mágico.
La joven que ayuda a Ramona sirve la entrada primero a los niños por orden del abuelo. Imperan los buenos modales. Las criaturas tienen hambre y están aburridas. La misa demasiado larga, el estómago chilla, pero madre les enseñó a esperar.
Un golpe firme dado contra la puerta despabila a todos.
— Qué raro…Qué raro que los perros no ladraron…— Belén se pone de pié. Doña Belcha la detiene. — Voy yo, hija…— Silabea llevándose la mano al corazón y tanteando el aparador para no tropezar.
Con la puerta abierta, enfrenta a un hombre que la toma entre sus brazos, que la besa, que la vuelve a besar. La joven que lo acompaña tironea a dos mellizos varones que intentan entrar al galope y un Don José reconciliado con su conciencia, abraza al hijo implorando un perdón sin palabras, mientras los nietos gritan sin entender nada, a Ramona se le cae la fuente con comida y todos lloran y hablan al mismo tiempo.
— Me recibí de médico, padre. — Mario tose, sonríe irónicamente y agrega: y por esas cosas que rondaban mis recuerdos, soy obstetra…Alicia, mi mujer…no lo van a creer ¡es veterinaria!
Cuando termina la cena nadie se quiere despedir. El marido de Belén conversa en el mismo idioma que Alicia, porque también es veterinario. Los hijos de Belén secuestran a los mellizos y se arremolinan dentro de la carpa de indios que el abuelo les instaló en un cuarto de juegos. Belcha, recuperada con una de sus pastillitas recetadas, sigue abrazada a sus hijos, riendo y llorando a la vez. Don José ordena feriado para el día siguiente y la organización de un asado donde entrará el que es invitado y cualquier caminante solitario.
Se detiene frente al pesebre, toca al Niño Bendito que le trajo de regreso a su Mario y mira a lo lejos, a la zona de los cangrejales. Nunca se lo contó a nadie. Pero todas las noches, desde hace veinte años, sigue en silencio el rosario con el que ruega Belcha.
Carmen Rosa Barrere.