27.10.10

JULIO VERSUS JULIO

JULIO VERSUS JULIO.



Julio y Lucía llevan tres años de casados. El primero alocado y caliente, puro sexo; en el segundo descubren que ella es búho nocturno y él alondra madrugadora; que a él le conforta dormir tapadito hasta el cuello con medias de lana en invierno y que Lucía se desparrama libre de vestiduras en la mitad de la cama que le corresponde leyendo hasta altas horas de la noche. Y el tercero los encuentra francamente aplastados por una rutina instalada sin que se dieran cuenta, pero de cuyo moho son víctimas. Julio es un personaje ordenado, relacionado hasta el tuétano con su oficio de contador. Lo atrapa ordenar. Recortar. Pasa el trapo a los muebles antes que llegue su madre de visita; cuida que en el jardín las plantas crezcan alineadas y los pastos derechitos como soldados prestos a hacer la venia; y poseído por esa pasión que lo puede, dentro del banco donde ejerce es ponderado y respetado por sus jefes. Algunos compañeros envidiosos, de los que nunca faltan, sostienen que es más aburrido que chupar un clavo y ninguno se explica, hasta ese tercer año, como el bombonazo culón que es Lucía pudo casarse con el Topo. Topo porque Luis usa lentes. Y es verdad que Lucía tiene cuerpo de guitarra y seguro en la cama suena como tal si el guitarrista es bueno.
Sordo ante estas ignominias, el contador llega a horario, saluda y se enfrasca de cabeza en ese maremágnum numérico que espera. Anota con vista de águila el debe y el haber de las víctimas bancarias en numeritos prolijos donde el resultado coincide invariablemente y sin errores con cifras y ecuaciones esperadas. Por oficio y rutinas adquiridas encaja de medida dentro de un cuadrado donde el ejercicio de la imaginación no conoce ni la puerta de entrada.

Lucía añora en silencio la relación de los primeros encuentros, cuando recién se conocieron. Apretujones furtivos, sexo con sabor pecaminoso, húmedo del sudor de la prisa. El aire que flota sobre ellos se enrarece, como si el incendio de esos dos cuerpos, que claman el uno por el otro, tuviera la virtud de contagiarle calor. De simple brisa, se potencia para enredarse en las copas de los árboles, juega entre las ramas y levanta tierra y papeles de la calle. Julio y Lucía llegan al clímax juntos, estertorosos. El cielo que flota sobre ambas cabezas brilla, intensamente azul sin nubecillas chismosas encima de sus cabezas. Ni hablar de los corazones. El mismo acelere, idéntica calma posterior al goce. Mirándose a los ojos, en la despedida, marchan con la sensación de ser los inventores del amor. Los famosos amantes de Verona, amilanados, huyen a refugiarse es sus tumbas remotas con vergüenza. Relaciones que fueron pensadas para gente con mentalidad anticuada, sometidas desde el vamos por familias vengativas, negadoras de la fuerza del amor. Asumen que esa juventud romántica, de balcones y sueños, no tiene cabida en el presente, tal vez porque el escritor desconocía los fenómenos de la química, que empuja a sucumbir a los seres arrasados por el imán del sexo, haciéndolos caer hacia pozos donde fallece sin remedio la conciencia.

La familia de ella, asustada por el ardor que ya es inocultable, cita al mozalbete, que no precisa ya de empujones para tamaña decisión. Lucía se casa de blanco. Arroja el ramo de novia con buena puntería en dirección de su amiga más querida, virgen y mártir hasta ese instante y la nueva pareja marcha hacia la luna de miel. Él la sostiene en sus masculinos brazos hasta introducir el cuerpecito ardiente dentro del cuarto. A solas al fin, les faltan manos, dedos, uñas, para quitarse mutuamente el ropaje odioso, tipo mortaja, dentro del que zambullen a los pobres novios. Que lo único que ambicionan es enfrentarse en cueros y copular inventando posturas, enredados en sábanas arrugadas y colchón oliendo a semen y a perfume del velo nupcial.

Lucía enseña música en el colegio de siempre. Julio — que ni sabe de la existencia del quipus — siente que el centro de su frente está ocupado por una máquina de contar. Algunas noches hasta escucha como caen las fichas de las entradas y salidas. Gracias a Dios su alma es simple y por su mente solamente desfila la perfección numérica. Mejora la altura de la almohada y entra en un ronquido parejo del que sale al primer timbrecito del despertador. A veces, antes.
Viven bien. Perseverando, compran muebles, adornos y una jaula donde habitará un cardenal de copete enhiesto y trino tempranero.
El día que traen los muebles tienen la primera pelea en serio. Lucía abre la puerta de entrada y se topa con el moblaje alineado con centímetro; cada silla enfundada en plástico, adornos envueltos milimétricamente en papel de colores y cuadros colgados altos y simétricos, lejos de la vista y a la antigua.
Lucía se lleva la mano a la boca para no gritar. Mira al ufano consorte que espera el aplauso, se recompone y habla bajito para conciliar:
— Mirá Julio…Nuestro comedor parece más un museo que un hogar… Cumpliste con los gastos. ¿Porque no dejás la decoración por mi cuenta?
— No podemos cambiar nada, querida…Este hermoso arreglo es obra de mamá, que trabajó todo el día para sorprenderte…
Se trenzan en una discusión memorable. Lucía acepta a regañadientes verdades presentidas, pero soslayadas cuando el sexo era bueno: que Julio no ha cortado el cordón con la madre y su pésimo gusto, que sus hábitos metódicos y su absoluta falta de creatividad no tienen remedio y que su perra vida, de ahí hasta sus finales, será tediosa y miserable. Porfiada, quita los rígidos plásticos, baja y redistribuye los cuadros y arma un adorno con flores de verdad como centro de mesa.
Esa subversión le cuesta la pérdida de una suegra y la mirada recelosa del sumador incansable, inmerso en la marea de dos hembras listas para hundir el barco de la enemiga, sin aviso previo.

La casa les pertenece. (Mediante un crédito del banco susodicho, que terminarán de pagar cuando sean abuelos). Realidad que mantiene desvelado al marido, entrenado desde el babero para ser contador, porque contador es su padre y lo fue su abuelo cuando la ciudad era un pueblito y ser contador era poseer un título casi nobiliario.

Al subir la pesada cuesta del cuarto año de convivencia, Lucía sigue en pie de guerra con la suegra y su desganado convivir con el pobre Julio la fatiga. La espalda, antes erguida y suavemente curva le pesa como si cargara una mochila. El ceño junta las cejas y los ojos van perdiendo brillo. No quedan rastros de su reír por cualquier motivo, o el invento de desayunar sobre almohadones en el piso del living, escuchando música. Lucía se aburre sin solemnidad. Se ofrece para presidir la Dirección del Coro del Colegio, refugio donde los niños la aman. Llega más tarde a la casa, arrastrando los pies. Julio la espera con la mesa puesta y el ardor vigente pero oculto tras la timidez machista. Cuando ella inclina el cuerpo sobre la cocina, él se acerca por detrás en un amago de rozar los senos de Lucía. Pero no se anima. Tiene miedo a meterse en esas aguas porque nadie le enseñó a nadar. Si Julio fuera pájaro, aletearía, gorjearía, traería una ramita olorosa en el pico para entusiasmar a su hembra. Pero Julio no es pájaro y Lucía está harta de insinuaciones que no logran ni siquiera entibiarla. Se duermen mirando paredes opuestas, incomunicados, lamiendo desencantos.

Julio decae en el trabajo. Le toma un buen tiempo decidir que debe acudir al médico. Los análisis y las radiografías, cantan que Julio no está enfermo de nada. El gerente del banco, que lo aprecia, le recomienda buscar otro ángulo de investigación: la mente.
— No creo que lo suyo sea físico. — Dice observando al joven. — Tampoco es una cuestión económica ¿no? Mire... Esta es la tarjeta de una experta en dilucidar problemas...a la que yo acudí una vez. Puede confiarle todo. Es seria, inteligente. Muy buena profesional. Mi matrimonio bailaba en la cuerda floja y ella me reflotó. Y mire. Llevamos veinte años de casados y sigo feliz y contento.
Como buen masculino, el gerente no pluraliza. Habla de él. Si su mujer comparte idéntica felicidad y dicha, es un hecho que por supuesto, ignora.
La primera entrevista del contador con la especialista resulta un jueguito de mentiras. Él elude la verdad y ella simula credulidad mientras lo estudia en la medida que los libros enseñan. Julio miente a medias. Pone en el tapete lo vivido con Lucía. Cuando juntos descubrieron el amor. No aparecen las agrias discusiones actuales, ni el frío incrustado en el lecho matrimonial.
La profesional no es tonta. Lo oye durante dos sesiones más, hasta que consigue desnudar al indefenso Julio. Que sabe muchísimo de números y poco de estas arpías modernas, que escarban y revuelven hasta conseguir la verdad negada: A Lucía no le interesa más el sexo y Julio delira por tenerlo con ella. Solamente con ella.
— Bueno, Julio. Vamos a tratar de resolver su preocupación…Usted dice que a su mujer le gusta la música. — La simpática de mierda señorita resuelve problemas hojea unas notas. Levanta sus avizores ojitos de gata para escudriñar el semblante de Julio. Que elude los ojos, la voz, la verdad cantada por esta extraña. Para qué le habrá dado pelota a su jefe. Finalmente la enfrenta.
— Si. A Lucía le encanta la música. Es su oficio, le gusta de alma.
— Bien. Algo bueno a favor. ¿Tienen un aparato de música en el cuarto?
— Aparato de música...No. El equipo de música está en la sala. — Julio está perdiendo la paciencia. Extrae del bolsillo de la camisa un lápiz retráctil, que abre y cierra, abre y cierra, francamente incómodo.
— Entonces vamos a empezar por lo primero: A Lucía le gusta la música ¿Cuáles son sus preferencias?
— Lucía tiene buen oído. Le gustan los clásicos y en lo popular, no le falta un solo C.D. de Julio Iglesias…
— Pues, manos a la obra, Julio. Compre una radio pequeña. Ahora se consiguen unas de poco tamaño, que hasta tienen pasadores de compactos. Se la lleva de regalo. Elige la balada de Iglesias que más le gusta a su mujer… Mientras ella se baña, usted la espera tranquilo, leyendo algo. La música, bajita. No olvide colocar sobre su almohada una rosa roja y un chocolate bueno… No la apure. Deje que se emocione. Primero, porque se le ocurrió la genial idea de regalarle el aparato. La natural sorpresa por la rosa…Recordar la marca de dulce que le gusta…Parecen tonterías, pero no lo son, créame. Acaricie suavemente sus brazos…Mírela con el amor de antes, abrácela con el mismo calor que sabe que la entusiasma…Tóquela donde y como a ella le gusta…Recuerde no apurarse. Repítale lo importante que es tenerla en su vida. Lo fabuloso que resultó encontrarla, peleando por el mismo taxi aquélla tarde lluviosa…Mientras la roza, juguetee con su cabello. Huela su piel. NO- SE- APURE.
— Usted cree...que si no me apuro...— Julio empieza a respetar a la inquisidora.
— Este es el principio. Después de estas primeras reacciones, vuelva a pedir un turno. — Lo despide sin darle tiempo a más preguntas.
Julio parte animoso a comprar el aparato, la flor y el chocolate. Hace cálculos. ¡Qué caros están los chocolates! Se consuela: Finalmente, la mina no es tan boluda y lo del chocolate lo puede ahorrar en cigarrillos.
Uno no tropieza con milagros todos los santos días. Pero el nuevo Julio, con el alma y los testículos vueltos al cuerpo, cree a pié junto en ellos y sostiene a quien lo quiere oír, que la psicología es un invento de los dioses, genial como la mismísima matemática, donde dos más dos siempre resultan cuatro.

Lucía recupera el color y renuncia a dirigir el Coro. Regresa la época de oro. Se desgarran las vestiduras, se murmuran al oído cosillas perversas, mientras la música suena y suena en el aparatito. Tan bajita, que Julio, que padece desde niño una leve sordera, no alcanza a escuchar cual es la melodía que enarbola la renovada pasión de su consorte.
Con los ojos cerrados, Lucía se posesiona del que canta. La mano que baja provocativa, desde el pecho hasta justo donde el hombre es o no es macho, la acaricia a ella. Los sentidos, adormilados por el aburrimiento, se abren como una flor mañanera, que espera la gota de rocío. La voz dulzona la revive. La sonrisa algo cínica del español, la acaricia. Los gestos de esa cabeza, que han enloquecido a más de una, alrededor de un mundo que para El, ni es ancho ni es ajeno, mimetizan un Julio con el otro. Que cante una habanera caliente, un tango lánguido o un bolero, es, históricamente, un seductor sin competencia. Es el mago que la embruja. El que la prostituye sin sacarla del sacrosanto lecho marital. Que Dios bendiga a la música y a los baladistas que logran, desde un cajoncito llamado radio, hacer perdurable la relación de una pareja. Amén.
CARMEN ROSA BARRERE. .