24.2.10

The Full Monty ( Sentido Pesame )

SENTIDO PÉSAME.

La voz de Elina llegó preñada de dolor: — Prima…quiero avisarte que falleció Horacio.
Enmudezco brevemente — ¿Cuándo pasó eso?— ¿Y porque no avisaste que estaba tan enfermo…?
— En febrero…Fue todo muy rápido…Pobrecito, era tan bueno…ni cuenta se dio…No quiero ser cursi pero se fue sin que me diera cuenta...Como dicen algunos, se fue como un pajarito.
Estoy impresionada pero tengo que aguantar la risa: Horacio pesaba más de cien kilos. Imaginar esa mole flotando espectralmente en el espacio me hace acordar al elefante de Disney.
Recupero la seriedad para hacer cálculos: Estamos en mayo…Y Horacio partió en febrero. Seguro que Elina tuvo uno de sus ataques depresivos; cuando enferma, olvida el tiempo. Con las personas mayores hay que ser tolerantes máxime si pertenecen a la familia. Inspiro profundo y soplo el silbato para que mi escurridiza paciencia aparezca.
— ¿Quieres que pase esta tarde?
— Te llamo para eso. Vienen unas amigas…Antes, quiero charlar a solas con tigo…Acordarme de cosas…ven temprano, por favor.
Con la premura del caso aviso a mis hijos y al resto de la familia. Elina es prima lejana. Debido a las distancias físicas, a los piquetes que cortan calles protestando porque nadie les da bola si no gritan (si gritan, igual nadie se inmuta), a los riesgos de ser tomada como rehén por drogados o asaltada por menores de nueve años que merodean eligiendo viejitas endebles con lentes y bastón para arrebatarles la cartera, la única que la visita una vez al año soy yo. Pero cuando a una se le muere el marido y queda sola entre las asperezas del mundo, el llamado a la solidaridad se impone. Rauda y veloz tomo el teléfono creyendo que hasta el más indiferente de los parientes ha de reaccionar.
Mi hijo mayor, al que apodamos correcaminos porque jamás permanece mucho tiempo en un sitio (sobre todo en su casa), me suelta un: —Dale saludos a Elina…creo que la vi una vez cuando era chico... ¿Pero quién carajo era ese Horacio?
No me enojo con él. Créanme, no me enojo. En esta sociedad donde sobrevivo, ninguna mamacita se altera si el hijo mayor es amnésico de fechas o de borrosos parientes lejanos en un tiempo en el que todos corren para subsistir.

Elijo una falda negra, un lindo saquito a rayas que combina y pensándolo mejor, desecho la mantilla de encaje de mi madre. Elina no mencionó una ceremonia religiosa. Habló de reunión de amigas, así que parto para el centro a acompañar el duelo pensando en Horacio y su atónita mirada si alguien reía con alegría, o contaba un chiste que rasguñara su impecable moral. Ellos viven en un piso en pleno centro. En un barrio elegante habitado por pudientes de verdad, no por veteranas como yo, entreveradas dentro de un vecindario conocido, que se saluda, se detiene a charlar y se conmueve si a nuestro perro lo atropella un auto.

Me sorprende que la empleada me haga subir con ella en el ascensor de servicio. Así que pregunto: — ¿La señora está mal?
—No…La hago subir por acá, porque ella dormita en el living…Es coqueta, sabe…No le gusta que la vean con el cabello desarreglado…o mal calzada…
La cocina que aparece ante mis ojos está totalmente renovada. Muebles blancos laqueados, mesa central redonda con patitas de hierro labradas y cuatro sillas metálicas flaquitas y rígidas, aptas para desviar columnas vertebrales. Si se me ocurre apoyar mi importante trasero sobre la pequeña superficie…bueno, estoy segura que desbordo por los cuatro costados. Sobre el mueble de marras se alinea una botellería de bebidas caras y envoltorios de confitería. Me callo, pero calculo que las personas que vendrán a darle el pésame serán muchas. Las conozco a casi todas. Vestidas y adornadas con joyas auténticas porque a esas señoras las transporta su chofer y las acompaña una dama con aires de importancia prestada de su ama, a quien señalan donde se encuentra el siguiente escalón dentro del living, socorren para alcanzarles un pañuelo y las soportan en los caprichos lo mejor que pueden.

— ¡Teresa! —Grita Elina — ¿Llegó mi prima? Hágala pasar aquí, estoy en mi cuarto.
Estrecho con fuerza a la dueña del dolor, quien me responde del mismo modo. Recuerdo que en los últimos años Horacio y ella se llevaban como perro y gato. El que se murió es el perro. Lo notable es que este gato más bien parece tigre; le llamean los ojos divertidos y en el abrazo percibo un olorcito a alcohol brotando de sus fauces. Voy del asombro a la incredulidad. Siempre fueron famosos por criticar a todo borrachín conocido. Llegué preparada para que lloráramos juntas, pero a esta altura del encuentro, no sé que debo hacer con mis lágrimas. Meto violín en bolsa y la sigo calladita hasta el living.

Sorpresa, sorpresa, sorpresa. Este lugar me resulta absolutamente desconocido.
No quedan rastros de los muebles oscuros, pesados pero confortables de antaño. Me desplazo entre mesitas ratonas de vidrio y sillas tapizadas con pana tratando de no tropezar. Mis ojos se dilatan recorriendo las paredes, pintadas a todo color y exhibiendo dos cuadros surrealistas. Si hubo sobre esta tierra un hombre atrapado en modelos victorianos, era el finadito. Esta no es su casa. Todo huele a renovado, a derroche en objetos costosos y de gusto rebuscado. Estoy transportada al corazón de revistas de interiores pensadas para actrices o cantantes de rock.

—Acércate, Rosarito…Acá, toma asiento en el sofá…Luces tan coqueta como siempre. Con cinismo desconocido, agrega: —Yo debo parecer un horror ¿verdad?
Me ubico donde me señala a punto de un infarto. Sonrío como una boba, desubicada dentro de ese marco estrambótico que no combina para nada con la lógica tristeza del momento. A mi querida prima le sobran sonrisas picaronas; está más delgada y viste donairosa una larga túnica de seda con brillos que hacen juego con unos zapatitos de seda traídos de países ignotos. Como dicen mis nietas: Elina está “producida”, lista para aparecer en televisión.
Entreveo una luz roja que me advierte: “No se te ocurra llorar. Parece que no es momento adecuado para lágrimas”.
—Bueno Elina, te veo bien, lo que me alegra mucho…Hablemos de lo que tú quieras…Cuéntame que te llevó a comprar todo nuevo…Hasta las cortinas…
Mi parienta suelta un gran suspiro, acomoda su túnica y me habla de corrido, como discurso pensado de antemano: —Es hora que te enteres de mi realidad, prima. Estar casada durante cuarenta años con Horacio, que en paz descanse… no fue un regalito de Dios, como muchos creían porque teníamos dinero…Mi marido heredó esos horribles muebles de su madre y como adjunto, soporté la pesadez memorable de la vieja que aunque la bañaras en perfume francés siempre olía a alcanfor. Un verdadero quemo, mi suegra… El gran compromiso de Horacio, y esto con mayúscula, era vigilar si la bolsa subía o bajaba. Si convenía invertir en el mercado asiático o meter la plata debajo del colchón. Tarea nada agobiante ya que la llevaba a cabo desde la pantalla de su ordenador. Enrollado en un aburrimiento fenomenal, para matizar su clima interior, engullía un chocolate tras otro.
—Pobre Horacio. — Intento defender al que se fue sin sufrir.— Por eso había engordado tanto…
— Y en los últimos años, los peores, su gran distracción era perder el tiempo escribiendo poemas que solamente él entendía…Los leía en invierno, envuelto en esa bata negra y gris, con una voz cavernosa, que él creía romántica…Yo disolvía el momento con un buen trago, hasta que medio adormecida, la mandíbula me colgaba hasta el pecho…!Ay, prima! No conozco la tortura china, pero seguro no es peor que esta…
Elina cobra bríos a medida avanzan las confesiones. No se detiene para recordar que la vieja que olía a alcanfor era mi tía abuela, y que el pajarito muerto era de mi sangre.
—Al principio peleábamos. Con los años, dejé de discutir, me avivé y empecé una doble vida. Jamás de los jamases dejé de atenderlo, como todos saben…Pero salía con amigas…—ahora susurra y mira para la cocina —y me tiré a varios de esos lindos que se alquilan por hora.

Mientras Elina se confiesa, empiezo a traspirar. El corazón me hace burúm bum bum y mi boca se abre y se cierra haciendo entrechocar mi dentadura postiza. Me quito el saco a rayas medio asfixiada por la avalancha de pecados mortales y veniales de mí — a estas alturas — desconocida parienta lejana. No puedo creer que esta descarada Elina sea la misma de antes. La de los trajecitos Chanel, entendida en literatura de alto vuelo y severa si se murmuraba sobre pecadillos de segunda comparando ésos con los que vierte sin alterarse en mis oídos.

Sin darme tiempo al recupero aparece la mucama acompañada de dos jovencitas parecidas a ella. Dos arrastran bolsas de plástico y la menor empuja una escalera. A la legua sobreentiendo que tienen permiso previo para ejecutar la obra: Cuelgan guirnaldas de colores sobre las ventanas; en todos los rincones, los globos inflados coquetean con el viento; descargan matracas, antifaces, serpentinas y pitos de carnaval y mi prima, encantada, les recuerda que faltan los pomos de agua. La empleada de la casa corre a abrir la puerta de abajo porque llegan las amigas. La menor coloca un C.D. de Fito Paéz y yo…yo estoy más que segura que me equivoqué de velorio. Entro en una risa moderada, que aumenta cuando me acuerdo del velatorio de mi tía Agustina. Una ancianita maravillosa, a la velábamos en una casa mortuoria donde se despedía a otros fallecidos, en otras salas. Nuestra tía era reservada y las escasas amigas que tenía estaban junto a nosotros, los parientes, conversando en voz baja. De pronto irrumpe una señora que se arroja sobre el cajón, llorando a gritos, como hacía la gente de antes. Nos miramos interrogándonos con la vista: ¿”La conocen”? Negamos con la cabeza. Mi marido y su primo se acercan para consolarla: — Señora… ¿Usted era amiga de Agustina?
— ¡Como Agustina!—Y mirando dentro del cajón y ya sin lágrimas— ¡Creí que esta era Isabel…me equivoqué de muerta! Fue una despedida maravillosa para Agustina, mujer de humor maravilloso porque no paramos de reír estando de verdad acongojados.

Saludo a las visitas que llegan y me escondo en el baño. Suelto mi risa, hago pis porque a esta edad los esfínteres se sueltan sin permiso, me lavo la cara, me persigno y reaparezco en una sala donde las amigas sonríen, mastican empanadas salteñas y beben vino sin parar de hablar.
Una señora me llama a su lado. —Siéntate acá— ofrece. Vas a estar bien acomodada para el espectáculo.
— ¿Qué espectáculo? — Mastico con la bilis a punto del derrame.
La señora se llama Amalia, la conozco de una reunión en serio, cuando vivía Horacio. Ahora me mira con atención y suelta: — Para Elina este es un festejo porque Horacio murió hace un año… o una venganza, no se muy bien…
— ¿Hace un año?
— Algo más de un año, creo. Pero prepárate, que viene lo mejor.
En ese momento, se apagan las luces y hace su entrada triunfal una sombra flaca y alta, envuelta en una especie de sudario negro. Pega saltitos, saluda con reverencias circenses, baila alrededor de las mesitas temblonas, silba al compás de la música, ahora de Charly García y se quita con lentitud de corista una prendita, un revoloteo, otra prendita hasta quedar desnudo de la cintura al cuello. Debajo, sosteniendo con holgura su sexo sin orgullo que no abulta mucho, luce un slip violeta.
A las señoras paquetas y ami prima la baba les corre a los costados de la boca. El jovencito se abre de piernas, monta sobre faldas femeninas mustias, vivarachas de golpe y porrazo por el flaco que las toma de las manos, atrayéndolas hacia su pecho imberbe untado con algo perfumado y grasoso. La música suena, la mucama filma el acto del Stripped y yo, desamparada, bebo un whisky de buena marca que solía tomar antes, en tiempos de falsa prosperidad, para certificar que mantengo mi rango de borrachita de buen gusto, aún en medio del desastre. Amén.



















CARMEN ROSA BARRERE.

8.2.10

Música para Eloíse

MÚSICA PARA ELOISE.


Eloise dormita en las escalinatas de la Ópera y vigila sus propiedades: la cajita dentro del corpiño, el carro destartalado, los periódicos viejos, la radio sorda, un abollado jarro de latón y la bolsa con ropa limpia. Casi todas de abrigo, porque ella siempre tiene frío. Asoma el otoño y empapela veredas rotas con hojas muertas. Aterida, Eloise cubre sus hombros y la persistente rigidez de los huesos con lanas encimadas. Para el resquebrajamiento de los hielos interiores nadie inventó cobijas adecuadas. Gélido, el aire eriza sus cabellos y corroe la última esperanza. Si un artista quisiera plasmar “un alma en pena”, Eloise sería una modelo ideal.

La alimentan, higienizan y recambian su calzado viejo por otro menos viejo, las monjitas francesas de un colegio próximo al teatro. Eloise acepta la generosidad tímidamente. La Hermana Cristina consigue que hable una que otra cosa, siempre en francés. Cuando aparece en el comedor para indigentes, extiende el plato sin mirar a la asistente de cocina. Callada, sin prisa, como alguien que come porque todavía no optó por dejarse morir. Elige el sector menos concurrido. Come distraída. Con movimientos delicados seca su boca con un trocito de tela. Ajena al momento y ausente de ella misma.
— Parece muda —.Observa una mujer que arrastra a dos niños boquiabiertos como pájaros hambrientos, mientras sus mentes sueñan con patear una pelota o arrullar un bebé de trapo.
— A mí me parece loca...No es fea, tiene lindas manos. ¡Pero a qué inventar historias aquí, donde cada cual tiene la suya! —. La respuesta viene de Fermín, que está detrás en la cola. Fermín camina con muletas. Las patillas de los anteojos, fuera de sitio. Se adueña del plato y huye despectivo de la turba que huele a sucio y a miseria. Abre un libro ajado y simula leer la vida de Sinhué, el médico de los faraones. No intima con sus compañeros de desgracia. Lloriquean por la familia ausente y despotrican contra el gobierno de mierda, que promete milagros en el fragor de las campañas políticas, para caer amnésicos en cuanto se adueñan de la torta. El vejete es un criticón sin remedio. Fermín y Eloise son dos raros, injertados por la desventura entre el mundillo de los indigentes. Murmuran que el cegatón era un buen médico, que cayó preso por una mala praxis. Que intenta escapar de los cargos de conciencia bebiendo. Junto al vaso vacío, reaparece, fustigándolo, la chica muerta con los ojos abiertos, sobre la camilla. Ojos acusadores, imposibles de olvidar. Fermín se golpea la frente y bebe un vaso tras otro. Odia los noticieros y le dan calambres los diarios. No está enterado que el nuevo Jefe de Gobierno sí intenta hacer algo por los necesitados. Haciendo buena letra, el novel mandatario emplea directores, subdirectores, secretarias, amiguitas y parientes que brotan como hongos. Sus favorecidos rastrillan escondites donde duermen los sin techo. Primero los lugares céntricos, por donde pasean los turistas. (Esos mal intencionados, que enfocan paredes derruidas, criaturas mendigando, linyeras dormidos sobre cartones, envueltos en harapos). La erradicación de mal vivientes se realiza a fondo. Liberan de vergüenza la Catedral, los accesos a los Bancos Internacionales, al puerto, remozado y de moda, con restaurantes lujosos, donde se saborea carne asada con champán francés. Esa parte de la ciudad reluce.

En la Ópera encuentran a Eloise. Sueña con la oreja apoyada en su radio muda, palpando su cajita con mariposas muertas, obsequio de Raúl cuando navegaba. Al advertir que la llevan, grita por sus pertenencias. Ahí se enteran los compañeros que la mujer no es muda. Habla en un idioma que ninguno entiende, pero habla.
Eloise y Fermín son internados en el mismo lugar: en las afueras, cerca del río. Una construcción antigua que fuera convento de una congregación de frailes. Las paredes soportan con estoicismo la degradación del tiempo, que las recubre de cascarones marrones, oxidados. Las ventanas son altas y pequeñas. Los camastros de los dormitorios son de hierro. Crujen en la noche, chillando historias de insomnios de tanto cura desvelado…o revelado, pero sin salida. Son una veintena de parias, alegres porque tienen techo sobre sus cabezas, comida y una enfermera que aletarga con una inyección certera a los revoltosos. Un doctor los reúne una vez por semana y les pide que hablen. Que se “abran”. El primero en saltar al ruedo es Fermín. Desesperado por ser atendido, suelta una andanada donde entrevera hechos que van de atrás para delante, o enlazan al azar otra historia, que nada tiene que ver con el principio.
La audiencia bosteza. El médico observa su reloj. Fermín cae de su nube, mira a los asistentes, se encasqueta la dignidad y pega la retirada del escenario de primer actor.
Eloise embolsa la merienda y camina con el cuerpo desgajado hacia una piedra chata, en la ribera. Estira las piernas delgadas y se acomoda para no perder la visión del río. Un río ancho, que no se parece a su añorado mar. Pero arrastra agua. Al enfrentarlo y mirarlo fijamente, ella misma se convierte en líquido, buceando para hallar a Raúl. Se atomiza y forma parte de cada partícula en movimiento. Un hondo suspiro aliviana su mente, que se deshace en neblinas. Como sombras, las imágenes juegan a las escondidas. Los mejores y peores hechos de su existencia empezaron y están acabando próximos al agua. El agua le trajo a Raúl, hasta que pérfidamente, se prendó de su gallardía marinera y una noche se lo llevó definitivamente a dormir el sueño eterno dentro de su lecho.

Si la corriente viene empujada por el viento, arremete sobre las piedras y se desmelena contra ellas. Eloise percibe tintineos musicales. Reclamos amorosos de peces, moluscos, seres fosforescentes buscándose, en la urgencia del apareamiento. Pequeñas olitas remolinean bailando. Con nitidez sus oídos escuchan que está sonando un vals de Strauss.
El vaivén del agua y los reflejos del sol son fascinantes. A través de su mágico caleidoscopio, divisa a Raúl apoyado sobre la borda del barco. Atento a la labor, pero con el espíritu dentro de la casita que la protege a ella, su amada. Lejano navegante, adherido por el amor a su cama, a su talle y a su risa. A la música, que ella interpreta en el viejo violín que Raúl le compró a un anciano artrítico en el puerto de Barcelona. O mirando a lo lejos, le llega el aliento de la sopa de cebollas que cocinaban juntos, con el invierno apretando desde afuera.

El día que la conoció, Raúl supo que su destino cambiaba. Ella era su puerto y para Eloise, Raúl era el mundo entero. Tres años felices, compartidos mano contra mano. Momentos fugaces, que su memoria saltea en la insidiosa muerte neuronal. Atardece y Eloise sigue su hipnótico jugueteo con el agua que se desliza ajena a la locura de la mujer que mira. Cuando sosiega el último suspiro, la superficie, cansada de saltar, se aquieta para recibir los reflejos anaranjados del ocaso. La joven revisa las nubes en el horizonte. Si se forman ovejitas algodonosas, a los tres días llueve. Como en cámara lenta, apoya y quita la radio, cambiándola de una oreja a otra. Si afina el oído, no se pierde su trozo preferido de la obertura de “Poeta y Aldeano”.
Eloise nació en la campiña francesa, en una aldea sobre la costa del mar. Hija mayor de una mujer simple y crédula, de sexo caliente, que exclama: “Este hombre no miente”, cuando se entusiasma para preñarse a la noche siguiente.
Eloise es la mayor. Cae la tarde cuando escapa hacia la costa. Dos barcos, una canoa tardía. Los pescadores recogen las redes. Otros arrastran barcazas repletas de pescados. Hay desfachatez en los piropos de los fornidos trabajadores cuando la ven pasar. La persigue el insulto de sus mujeres, que conocen a la madre y enseñan las fauces a la hija, por las dudas.

El horizonte, pintado de estrías alargadas, se despide del día. Entonces aparece la magia. Ellos se descubren. Fogonazos directos, como un láser. Un marinero al borde del mar, a la misma hora que esa joven delgada, sostenida como por milagro por sus piernas. Velozmente la compara con una mariposa. Colorida, tenue, inocente, a punto de tomar vuelo al menor soplido. No cree lo que ve. ¿Y si se equivoca? Las miradas se buscan. Ella se ruboriza. Infantilmente, se toca la falda, en un acto fallido de estirar la tela. Se mira las manos y sonríe. ¡Dios nos libre de las ninfas púberes! Gritan las vísceras del viril marinero, para el que la vida sin riesgos es una verdadera caca. El puente se tiende con la inmediatez de la juventud. Sin pedir permiso, la embarca y se la lleva a su país. Otro idioma. Otros hábitos. En el fragor de los reencuentros, olvida que no están casados. Eloise no tiene documentos. Su barco es moderno, él tiene seguro de vida. ¿Qué le puede pasar? Además, Eloise tiene unos ahorritos.

En el otro confín, los agresivos hielos noruegos hieren de muerte a la nave. La neblina espesa es la mortaja que envuelve a los navegantes del naufragio. Ese día, Eloise olvida el poco idioma aprendido y no puede discutir con los parientes angurrientos por sus bienes. Un adolescente con aritos y tatuajes se apropia de su violín y la muchacha, aterrada, se desconecta de la realidad y escapa de sus agresores, apretando la radio, que a nadie interesa porque es vieja.

— Fermín…No critique más a Eloise…Su historia es triste, igual a la suya…Y fíjese, la única lucidez que conserva, es la de creer que su radio suena, y que el agua le traerá de regreso a su amante…Afloje, amigo. Déjela en paz—. El doctor conoce las saetazos malévolos que suelta su paciente contra la mujer. Fermín se calla. Aprieta su libro en alemán, haciéndose el que lee. Fermín es criollo, y de alemán no sabe ni jota, pero ese es su secreto.
Eloise, sentada y ausente, acomoda su ropa y alisa su pelo. Debe estar elegante para cuando empiecen a tocar Madame Butterfly. Acaban de anunciarla.
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CARMEN ROSA BARRERE