11.9.11

QUERIDA MÍA:.


Querida mía:


Navego hacia Buenaventura sintiendo que el viajero, yo, soy apenas mi sombra que se desvanece sin ustedes. Nuestros tres hijitos varones, despidiéndome sin entender el porqué de este nuevo alejamiento de un padre tantas veces ausente…la angustia de mi madre y tus ojos, que en el instante del abrazo perdieron la serenidad que te impones para que la despedida duela menos. Tu tristeza me persigue dentro del reducto de este camarote donde me desvelo. Tus lágrimas y tu estoicismo, tu abnegación y fidelidad serán, a no dudarlo, mi capa de peleador en la arena, buscando el futuro que intentaré para rearmar la familia. El aciago día en el que bajando del avión con uno de mis alumnos, tropecé con dos desconocidos que me esperaban al borde de la pista de aterrizaje, fue el momento más oscuro de mi vida. El principio de entender el terror y padecer la humillación del castigo sin culpa. Sin darme explicaciones, me empujaron groseramente dentro del automóvil que usa la autoridad. Ya conoces los sucesos posteriores: tortura, insultos, trompadas, amenazas y ser arrastrado en las noches hacia otra cárcel, para hacerme confesar delitos que jamás cometí. Cuando decidieron que nunca existió el presunto delito y me absolvieron nadie nos pidió perdón. Caímos debajo de una lupa enorme, que abarcaba toda nuestra tierra, donde los que no se aliaban a su pensamiento perdían irremisiblemente el derecho a existir. Nuestra ciudad era otra. Lemas elogiosos adornaban las esquinas de la ciudad, debajo de las augustas personas que nos gobernaban. El fascismo ganaba lugar lejos de Italia alentado por el fanatismo ingenuo de las mariposas nacidas en poblados remotos cautivados en ese instante por la postura machista del amo y la ropa francesa de su dama.



No puedo evitar el temblequeo en mi mano derecha. Perdóname, querida. Mi barco se llama Antonio Usodimare; apoyado en el maderamen de la popa, la mole de agua que nos abre paso va quedando atrás. Agitada y firme ante la arremetida, desbanda latigazos de agua, que tarda en reacomodarse, simulando calma. No me gusta el agua. Soy un hombre de aire, que vuela y mientras atraviesa algodones de nubes, sueña. En uno de esos giros, te divisé con tu guardapolvo blanco de maestrita rural y te incorporé velozmente a mis sueños. Muchas personas buscan al ángel en un ser etéreo con alas y vestidos leves; yo tengo angelitos gritones y otro protector en el país andino. Ese es un hombre de convicciones sólidas. Me asiló en su casa, me brindó seguridad y pude contar la verdad de mi huída del país que tanto amamos. ¿Te acuerdas, cuando luego de una discusión, me ganaste con el significado de la palabra apacheta? Ésa dejó de ser una mera palabra entre nosotros. Tiene el sentido profundo de lo que nos relaciona: el amor, la ternura, el perdón, la solidez de nuestra mutua amistad, solamente rebasada por nuestros ataques de pasión que concluyen en largas charlas, divagues y caricias. No tienes dudas sobre cuánto te amo, muchachita de la tierra roja. Y haciendo buena letra, remacharé mis esfuerzos para controlar mis celos, lo prometo.


Mi amigo protector es también agorero. Al despedirse me abrazó con ternura de hermano y me aseguró que partir no siempre es morir un poco. Que voy hacia la libertad, que conseguiré trabajo, que pronto nos reuniremos en familia. Que lo malo pasado pronto será olvidado. Que Dios lo escuche, amorosa, mimosa compañera de vida. Los extraño tanto que perdí el apetito, a pesar de los atractivos de las buenas pastas de este barco italiano. Te llamo apenas pise tierra. Abraza a todos en un solo, fuerte, abrazo lleno de amor. Tu César.


DIOS MÍO. NO SABÍA CUÁNTO IBA A EXTRAÑARTE.


CARMEN ROSA BARRERE.






9.9.11

LA FALSA LOCURA DE CAMILLE.




Diciembre de 1864. En el seno de la familia Claudel, mojigato y miedoso del que dirán, irrumpe una niña bellísima que a medida crece expone genialidades y atrevimientos que escandalizan al núcleo familiar por sus diferencias. La mirada azul es altanera, la boca generosa en exceso y la mata de pelo caoba, indomable. La gracia festoneada de sensualidad — todavía inocente — escapa de sus manos, de los pollerones con volados con los que la madre intenta disimular lo inocultable. Verla moverse es exhibir delante de esa cerrada sociedad, los pecados ancestrales que toda familia de respeto esconde debajo de la cama.


La madre es una señora estructurada en acero. A medida tropieza con la fortaleza de Camille, busca refugio en su hijito menor, Paul, que vino a este mundo para sonreír si la madre lo solicita, estudiar como es de rigor y mientras hila uno que otro verso, mantiene en alto la hipocresía con la que consigue favores y estima. Es la antítesis del caos que provoca la hermana. Está predestinado desde la cuna para aportar brillo y gloria a este clan, que debe resistir de pie la sombra que provoca Camille, rompedora de modales victorianos, moñotes de organdí y zapatitos Guillermina.


Mal vista dentro de la casa, la chicuela huye al bosque cercano; se coloca con la pancita sobre el suelo y amasa figuras de barro; enanitos con barba, flores en forma de corazón y una figura regordeta y ventruda, bastante parecida a su tío, el cura del pueblo. Ríe con el viento y baila al compás de una música que inventa copiando el sonido de los pájaros que la espían absortos. La vida la penetra en oleadas tibias, calientes en la entrepierna. Rodea su cintura con sus brazos flacos, acaricia los senos que ya brotan. ¿Tendrán dueño algún día? ¿Cómo será el hombre que aparecerá en su camino? La gloria del instante se esfuma. Regresa al hogar imitando los gestitos mentirosos de Paul. No logra ocultar a los ojos maternos el barro de los zuecos, las uñas negras de artesana y los faldones sucios. Súbitamente cambia la imitación degradante por el volcán que ruge, desafiante: ¡Cuando sea grande voy a ser escultora! Y escapa escaleras arriba antes que le endilguen el sermón de costumbre.



Desacatada y mayor aprende de la mano de Augusto Rodin. Furiosa, apasionadamente, trabaja junto al gran maestro…del que se enamora a su manera, volcánicamente. ¿En qué momento de esa relación es ella la que enseña? ¿Cuan grande es el tamaño de su magia, que este hombre condecorado dos veces por La Legión de Honor, a cuyos pies baila Isadora Duncan, adivina que ella puede competir con él? ¿Podrá esta joven oscurecer el talento que lo hizo famoso en el mundo entero? Cambian los vientos en la relación. Envidioso, critica con ferocidad la obra de Camille. Se aman y se pelean con una intensidad tal, que los amores, que eran secretos, empiezan a ser la comidilla del mundillo artístico, para rodar como bola de nieve a reuniones de señoras que tienen ganas pero no se animan. Él amenaza con abandonarla. Ella, desbocada, irrumpe en el atelier de trabajo y destroza sus esculturas, descalabra los bronces y pisotea yesos. Si Augusto deja de amarla, ella es una mujer rota y rota debe morir su creación.


Él no acusa recibo del incendio…Debe cuidar su fama y su matrimonio no debe correr riesgos. Tampoco su bolsillo. En plena metamorfosis del amor al desinterés, pide ayuda al hermanito Paul, transformado en embajador y dulce poeta al mismo tiempo. Conspiran vergonzosamente para quitarla del medio. Ni el genio ni el bardo serán, a futuro, comidilla de la sociedad pacata a la que pertenecen.


La internan con sigilo y astucia en un hospital para dementes, lejos de París. Treinta años encerrada permaneció la artista. Treinta años lúcidos, sin amor y sin ternura. Treinta años sin el perdón de la madre, sin arcilla, sin yesos y sin bronces cerca de las manos. Jamás la visitaron ni Paul ni Rodin.


Tenía 79 años aquél amanecer en el Hospicio de Montdevergues, cuando la tristeza pudo más que ella y se dejó morir.


Carmen Rosa Barrere.

3.9.11

LA OTRA GABRIELA


He pasado la noche en la penumbra de la habitación donde descansa Gabriela. Acechante, el futuro implícito desde que nacemos se está llevando a Gabriela, que agoniza. Los doctores mueven la cabeza, dudando. Piensan que no amanecerá con vida. La estoy cuidando con una ternura inesperada, de la que no me creía capaz. Sentimiento que fue asilándose dentro de mis vísceras, desplazando otros que fueron mi tortura durante largos años. Este retazo humano se aleja dignamente. Solitaria, ausente, despojada de energía pero todavía tibia, suelta la vida sin quejarse. Repaso su frente y humedezco sus labios resquebrajados suavemente, usando un cuadrilátero de gasa. Me detengo en ese rostro de mejillas hundidas y piel morena con la pretensión de buscar porqués, sabiendo que los porqués, en muchas situaciones de nuestra vida son inexplicables o no existen. Como el senderito que trazan las hormigas sobre el suelo, parece que nuestras conductas obedecen a un mandato ancestral, para el que generalmente no estamos preparados.

Los párpados están cerrados con hermetismo y enormes ojeras maquillan de violeta el contorno. Impiden el paso de mis inquisitorias bajando la cortina de resguardo. Pienso que hasta en el último estertor conservamos la orden de protegernos de asedios que produzcan dolor. La veo tan joven, tan tremendamente frágil, que abandono por un segundo la inspección y me inclino para escuchar si todavía respira. Sigue viva. Vuelvo a mi silla con el oído atento. Trato de aflojar las molestas tensiones que acumula mi cuello. Si lo muevo, los cristalitos que almacena mi tristeza entrechocan y duelen. Respiro hondo y ordeno a mi mente que vacíe los recuerdos añejos y me permita continuar con el pedido de Bertrand:

— Por favor, Gaby…atiéndela hasta que consiga pasaje.

Bertrand ruega con la voz rota y yo bajo las defensas porque aunque mi mundo esté de cabeza, Bertrand siempre halla el tono exacto para rasgar mis corazas.

— No te inquietes…Está tranquila y respira bien.

La enfermera de la noche entra con tanto cuidado que la descubro recién cuando escribe sobre el cartón donde llevan sus anotaciones. Me sonríe con blandura de veterana y ante la consulta de mis ojos, responde:

— Hay que estar preparados…Pero los milagros existen.

Me contacté con Gabriela hacen dos días, cuando un avión la depositó en el aeropuerto de París. Venía desde su país tropical, a consultar un especialista famoso para el mal que la aquejaba. La bajaron dentro de una camilla envuelta en sábanas y cubierta por una manta liviana; el cuerpito apenas insinuado, la cabeza pequeña desnuda por la quimio; las manos extendidas eran un conjunto de huesos delicados recubiertos de piel ajada, anciana por la enfermedad. No abrió los ojos cuando la golpeó la luz y su único signo vital fue una ligera tos, seguida de una laxitud de miedo.

Nunca antes tuve a cargo un enfermo de tal gravedad, así que tropecé como una cegatona con el papeleo, hasta que la pude depositar en la cama de cuidados intensivos. De ahí en más y ya pasaron dos días con sus noches, no me alejo de su cama. Enfrentarme con Gabriela me produjo un cataclismo de sentimientos contradictorios. Sangré por el pasado y a regañadientes fueron apareciendo la compasión y enseguida la solicitud que su estado exigía. En el primer momento me acercaba a su frente esperando que abriera los ojos para enfrentarla, calar su alma y llegar a la borra de su corazón. Mi actitud hostil fue cediendo ante su indefensión. Como gritarle a ese bulto exánime: — ¡Abrí los ojos! ¡Quiero que me mires! ¡Que me conozcas, que te enteres del daño que le hiciste a mi familia!

En lugar de soltar el rencor, controlé por enésima vez si el suero y el calmante llegaban a sus venas. Las heridas que esta joven me hizo diez años atrás se diluían milagrosamente por la cercanía de la muerte; la temida señora que percibo flotando amenazante sobre esta cama de hospital.

La visita de mi hija Francine no resultó un consuelo. Se detuvo en la puerta, buscando mi atención:

— Creo que eres una verdadera idiota. Si Bertrand quería una enfermera, debió pagar a una…Jamás entenderé como puedes humillarte así, cuidando a esta perra. ¿Paso a buscarte dentro de una hora?...A lo mejor tienes la suerte de que ya esté muerta.

Quiero detener su odio sin lograrlo. Suelto unas lágrimas que acrecientan su indignación. Cierra la puerta sin decirme adiós.

Mi disgusto con Francine cede con el pasar del día, involucrada en el traqueteo de enfermeros que trasladan a Gabriela a nuevos estudios. Rearmo la cama, camino de un extremo al otro del cuarto y recojo del piso la revista que no alcanzo a leer. A cada rato miro hacia la entrada, esperando ver la figura de Bertrand. La primera noche tuve el veredicto del especialista. Era demasiado tarde.

— Esta enfermedad maldita es muy veloz cuando el paciente es joven…Y a esta niña no la podremos rescatar…Me niego a una intervención quirúrgica, que sería inútil… Mantendremos sus signos vitales el mayor tiempo posible… ¿Es su hija?

Niego con la cabeza. ¿Entenderá este hombre sabio en curar cuerpos los desastres del alma? ¿Cabrá dentro de su entendimiento mi rol paciente de enfermera si se entera de la clase de relación que me une a esta joven?

Gabriela es la mujer que mi ex marido encontró como especial y absolutamente diferente de mí, cuando teníamos dos hijos y yo creía que éramos felices. Él se encandiló con su risa, con su forma infantil de mirarlo y de admirarlo. Ella era su alumna en la facultad de arquitectura. Bertrand, un tremendo buen mozo y un profesor fascinante. La joven tenía dificultad con una materia. Se juntaban en un barcito, donde él explicaba y ella asentía. No sé en que momento Bertrand se envolvió entre sus vestidos largos, los rulos de su pelo y se maravilló de esa inocencia capaz de sorprenderse con sus conocimientos y el fluir impresionante de sus ideas de cambios dentro de su materia. Si Bertrand se explayaba en el tema, una sentía que el mundo conocido podía modificarse y embellecerse más, ayudado por la creación de los hombres. Yo me enamoré de él siendo su discípula. ¿Cómo no entender a Gabriela? La mitología cuenta que Eros, el travieso dios encargado de usar la flecha para enlazar humanos no es tan gentil como algunos piensan. Su carcaj guarda dos flechas. Si la pareja le cae bien, los une para siempre. La otra está destinada con malignidad a seres que ilusoriamente, se unen creyendo que el amor será imperecedero y borrará diferencias notables entre la pareja. Bertrand y yo fuimos atravesados por su veneno. Ambos sentíamos, a través de la convivencia, que a nuestra relación le faltaba fuerza. Que lo imponderable del amor, se evaporaba. Resistíamos de pie porque éramos buenos padres. Nuestros largos silencios y la ausencia de calor en el contacto, cavaron una fisura peligrosa, capaz de internalizar el interés por otros seres, con otros pensamientos, menos austeros que el mío. Cambios radicales dentro del tedio de lo cotidiano.

Desde que concluyó la separación, mis hijos empezaron a llamarme por mi nombre: Gabrielle y su padre pasó a ser Bertrand a secas.

Son muy jóvenes. No nos perdonan que les hayamos fallado, que de golpe, pasamos a ser una familia rota, al igual que muchas otras.

Bertrand fue el primero en advertir que la población del nuevo país le calzaba como un guante. Idealistas, orgullosos de su estirpe y alegres por naturaleza, se metieron de inmediato bajo su piel y lo asimilaron. Mientras yo protestaba por el calor y cuidaba con celo que mis rubios niños no sufrieran una insolación o se contagiaran de alguna roncha pestosa, él apreciaba las construcciones coloniales, acariciaba la perfección de la herrería o visitaba iglesias donde se profesaban simultáneamente religiones tradicionales y se veneraban santones cargados de collares en un aire saturado a tabaco negro. Para mí, toda una afrenta. Para mi marido, la alabanza por esa convivencia entre credos y razas diferentes. Un mundo pintoresco, con carnavales de mujeres desnudas y hombres que exhiben su virilidad con orgullo. Creo que no quise darme cuenta que en ese momento, empezó a hacer agua la canoa donde yo me sentía segura y a resguardo.

Sobre las arenas de su mar, dos muchachos descalzos, vestidos con remeras viejas se miran y al rato el golpeteo de las maracas, el rasguido de una guitarra y una voz dulzona anima a los que se levantaron deprimidos. Nadie suspira por los trajecitos Chanel, ni echan de menos la imponente Catedral ni los susurros amorosos de la corriente del Sena. Aman y viven a su país con renovada esperanza. Antes dije que entendía a mi rival. También entiendo y perdono a mi amado de ayer. Tengo que aceptar que no tuve capacidad para acompañar sus sueños y él nunca se adaptó del todo a mi mediocre modo de contabilizar hasta las sonrisas. Cupido no nos seleccionó porque adivinó que ni Bertrand ni yo podríamos cambiar nuestras naturalezas.

Cuando al fin aparece, se aproxima a la cama y llora como un niño. Mi congoja lo acompaña y mi fortaleza le sirve. Mi dolor es real. Tan real como el pensamiento que sostenerlo es mi obligación de humana evolucionada y transformada por el sufrimiento. Mientras sigamos vivos, aún viviendo lejos, estas lágrimas vertidas al unísono por el mismo ser, serán un ejemplo para nuestros hijos, que algún día nos comprenderán y podrán perdonarnos.

CARMEN ROSA BARRERE

1.9.11

Cuando llora el siku


Enormes dinosaurios mastican hierbas donde las últimas olas del océano lamen la arena que permanece húmeda para que los duros pastizales emerjan. Inclinadas las pequeñas cabezas, las bestias mastican y aguzan el oído, temerosas. Los cerros próximos protegen a la manada de sus congéneres carnívoros, que pacientemente aguardan el momento de la pereza de la digestión para atacar. Son los colosos de la especie. Se apoyan sobre dos patas traseras, robustas columnas con alma de acero y usan las delanteras más cortas como tenazas para asir a sus víctimas. Se valen del olfato — como único sentido — para ubicar la presencia de la carne o el rastro de la sangre. Cuando arremeten los ejemplares jóvenes, más rápidos, huyen a esconderse dentro de cuevas en mitad del cerro o se arrinconan en hendiduras de difícil acceso para los hambrientos y brutales agresores. Los mayores exudan adrenalina y presas del terror, se defienden débilmente. Setecientos dientes furibundos perforarán sus cueros y masticarán sus huesos. La supervivencia es ley. Los débiles deben morir.


Sangre vertida por nuestros antepasados prehistóricos enfrentados en un segundo fugaz del tiempo, que fluye desinteresado de esa caótica lucha por sobrevivir. Sobreviven los rastros, las señales tomadas como puntos de referencia para investigadores versados en ciencias, mutaciones y cálculos sobre la evolución de los seres vivos sobre nuestro planeta; personajes que hollarán los mismos suelos y detendrán la atención en escenarios enterrados por capas de tierra, piedras y arena que cambiaron de sitio deslizándose para celebrar nuevos relieves, dividiendo territorios que inventaron la nieve en lo alto de las cumbres. A este pasado sin retorno la ciencia le atribuye alrededor de quinientos millones de antigüedad. El mar que inundaba el norte argentino y chileno abandonó esa cuenca al emerger los Andes Centrales alrededor de la era terciaria. Esta fenomenal estructura modificó el clima, el suelo, la vida animal y la vegetación y dividió a los indígenas que antes convivían. Nada detiene al tiempo. Los cambios se bifurcan. La diversidad apabulla. La mutación se hace cargo de las transformaciones. La bestia agranda la caja craneana, se amplía la frente y el cerebro aloja una segunda corteza, que culmina en una tercera que desborda información. Éstas últimas apartan a la bestia, dando nacimiento al hombre bípedo, inteligente, orgulloso e intuitivo: nosotros.


A mil doscientos metros sobre el nivel del antiguo mar, en la ladera Argentina y a la sombra del Cerro San Bernardo, indígenas salvajes transitan más tarde por esas latitudes. En el Portal de Belén no llora El Niño y ningún futurólogo vislumbra la presencia de estos territorios cuyos pobladores son nómades desnudos. Algunas son tribus haraganas, pobres y menos agresivas. Feroces son las tribus calchaquíes. Se valen de la noche para caer por sorpresa sobre durmientes incautos. Intimidan con el estrépito de los talones descalzos apretados sobre la tierra, al mismo tiempo que aúllan como fieras, soltando espumarajos de odio y gritos de pelea. Trepida la tierra, se esconde la luna y un viento malsano arremete contra los cuerpos desnudos de los abatidos, mordiendo sus pieles y erizando los pelos de sus nucas. Los niños lloran prendidos a los pezones de sus madres presintiendo el desastre. Finalizado el ataque se apoderan de lo comestible y arrastran a las hembras asiéndolas por el cabello. Los wichis, los chorotas, los coyas y los guaraníes son víctimas fáciles para agresores tan violentos, dueños de la fuerza. Ambos responden a decretos heredados: Si eres fuerte verás como crecen tus hijos. Igual que antes.


Sabia, la naturaleza y su energía en movimiento, continúan el correlato de senderos trazados en el formidable holograma universal. Los ancianos mueren. Los jóvenes envejecen y huevecillos diminutos se alojan en las panzas de las hembras. Un acontecer sigue a otro. Nadie tiene capacidad de discusión. Todo es como debe ser.


Lo que intima a mansos y feroces es la cúpula celeste. Es el gran fetiche. Lo incógnito. Algo o alguien que los espía entre el titilar de las estrellas escondido entre nubes. Un caminante de senderos de leche que no deja rastros. Se sienten observados por un enorme ojo que desaprueba la matanza o acompaña las manos de los que pescan o matan animales para comer. Incierto es su nombre o su tribu. Pero que está y no se distrae lo tienen bien seguro.


Si lo disgustan se desgaja la nieve de las cumbres ante el estampido de su enojo. Las hondonadas sueltan saetas zigzagueantes que perforan las nubes. Encogidos esperan el perdón en la lluvia, que ya llega. Cae en goterones sobre una superficie sedienta, que los atrapa ansiosa; si es invierno, el agua nieve empapa las pieles curtidas y cala los huesos. Esa temporada es aterradora. Cuando finaliza, muchos mueren para partir con ella.


Una mañana, desde el norte, aparecen gentes diferentes. Usan taparrabos y adornan sus frentes con vinchas. Avanzan armados con mazas, hondas, palos aguzados y espadas de madera con la punta quemada. Los de adelante están protegidos por escudos de madera; la intimidatoria macana entre los dedos, por si acaso. Los nativos se ocultan detrás de los matorrales. Espían y murmuran, aterrados. Muchas lunas se suceden hasta entender que estos visitantes no son peleadores. Como al descuido les dejan entre la arboleda comidas raras pero sabrosas y tinajas con un rico líquido ambarino. Despacio, los indígenas más osados se arriman a la fogata de los extraños cuando anochece. Amables, éstos los invitan a comer; entregan adornos a las hembras y sonríen a las guaguas. Se entienden por señas: Son incas, vienen de un Imperio rico, lejano. Su lengua – extrañísima – es el quechua. Amistosos, conquistan la confianza de los nativos. Uno de ellos, muy joven, señala la vincha de colores, que lo tiene muy interesado.


—Llautu…Llautu de nuestro Inca…Lejos…Llautu del Hijo de los Dioses en su frente…— El hombre se ha puesto de pié con la vista hacia el norte. Respetuoso como si su jefe lo estuviera viendo.


Comparten generosamente charque y zapallos, enterados que el hambre y la pereza son los problemas de sus invadidos. Los convencen con el ejemplo. Mueven la tierra, colocan la semilla, riegan y tubérculos, porotos, lentejas y quinoa asoman a ras de tierra. Las mazorcas rubias del maíz bailan con el viento provocando entusiasmo y estupor entre los inditos. Las mujeres preparan tamales y guisos y los hombres se entonan con la chicha, alegremente.




Lentos, enseñan lo que saben. Números, con los tientos de cuero y lanas de colores; instalar en medio de los sembrados canales para humedecer la tierra. Otros para desagües. Descubren el interior de las bolsas que cuelgan de sus cinturas, que tienen adentro coca de honrar los dioses; estatuillas de oro con sus Incas venerados; piedras labradas; plumas de aves jamás vistas y trozos verde oscuro de obsidiana. Los visitantes giran la cabeza de sus nuevos amigos hacia el conocimiento, la buena comida, el cobijo con ramas y pieles y la risa.


Tiempo adelante llegan nuevos personajes de mayor respeto. Visten lujoso ropaje bordado y usan orejeras y narigueras de oro. Hablan otro idioma, muy difícil: el runasimi. Traen artefactos para medir terrenos y la altura de los cerros. Sogas resistentes. Objetos jamás vistos por ojos inocentes. Remedios para las heridas, tablas para empalmar huesos rotos, ropa de algodón y preciosos cuencos para comer, pintados a mano con colores. El Curaca severo representa al Inca e imparte la ley. Los médicos curan. Los astrónomos atontan con el aparato de espiar el cielo. Los matemáticos borran el miedo a la suma y la resta y los impedidos y los chicuelos acompañan al sacerdote que asiste a los enfermos, los escucha y reparte comida y ropa.


La visita — es injusto llamarla invasión — de los incas a mis tierras norteñas mejoró la vida física y mental de mis paisanos. De ellos copiaron el orden y la alegría de trabajar, premiada con comida y resguardos para el frío. Codo a codo, sin pereza, construyeron juntos los veintitrés mil kilómetros de camino de seis metros de ancho, con suelo de piedra alisada, por donde corrían los chasquis portando noticias desde y hacia Cuzco, ombligo del mundo, capital del Imperio. Doce dinastías heredadas para implantar ley y justicia. También para ofrecer vidas humanas homenajeando a los dioses. El Inca y sus hijos están seguros de descender de seres celestiales. El trono, los bienes y las gentes les pertenecen. Un Inca se casa con su hermana y tiene un harén con segundas esposas destinadas a servir de vientres para descendientes de hijos de la nobleza. Las cosechas y el ganado se reparten estrictamente entre El Inca, El Estado y los productores. El resto es dividido equitativamente entre los ancianos, los niños sin familia y los minusválidos.


La expedición al sur de los primeros incas obedeció a razones sin precedentes: Dormido junto a su hermana — primera esposa — cierta noche el Inca despertó horrorizado. La pesadilla era tan real, las imágenes tan nítidas, que se apartó del lecho sigiloso, temblando. Tuvo urgencia por invocar a sus consejeros. Llamar a Viracocha, mojar los pies en el lago, descansar el disturbio de la mente para pensar y actuar en consecuencia.


Los pájaros del patio chillaron y revolotearon ansiosos. Señal funesta para el gobernante, que inclina la cara sobre el sosiego de las aguas del lago. La superficie se revuelve, inquieta. Sus facciones desaparecen, borradas por la aparición de hombres gigantescos, con armas desconocidas, armando tumulto, enmarañados, sucios y perversos. Ve a sus hijos: Yacen destripados, colgando sus entrañas de los árboles; el alarido de las esposas e hijas violadas cambia el amanecer por noche y su ejército está lleno de muertos y de cobardes que huyen. Con odio han sido rotas las paredes de sus palacios, robadas las estatuas de los dioses. El aire satura sus orificios nasales con un nauseabundo mensaje a sangre seca y carne humana chamuscada. Entre telones negros adivina a su amado Imperio destruido. Por primera vez, el Inca poderoso se arrodilla y llora. Los augurios encajan dentro de su memoria supersticiosa, herencia ancestral, acreditada esa noche con la superposición de imágenes funestas. Cambia su ropa, tranquiliza su mente y llama a Consejo para juntar cabezas cautelosas e inteligentes. En medio del conciliábulo, surge una posibilidad: buscar lugares seguros en el sur.


Invasores de las tierras bajas, sus destrezas obran milagros. Los incas construyen puentes colgantes donde el terreno los exige. A la vera del camino, inclinan las rodillas en las apachetas. Rinden culto a sus antepasados y ruegan por la seguridad. Homenajean al Sol y a Viracocha, llenos de humildad y muchos nativos aprenden a orar junto a ellos. Tal vez el Gran Ojo se llame Viracocha y viéndolos trabajar y rezar, disculpe sus borracheras o el deseo por la hembra ajena.


Hasta que una mañana en la que todos trabajan, un inca viejo eleva la cabeza. Atento, observa en derredor. Unas guaguas chorotes juegan sobre el puente. Las mujeres lavan ropa en el río golpeando las prendas con una piedra, jaraneando y chismoseando. Todo parece normal. No obstante, con la porfía saludable de la vejez, se acuesta en la tierra y pega la oreja contra el suelo, estremecido por pasos y corridas de seres pesados. A gritos, avisa del peligro. Deben correr a la ciudad. Alertar a los agricultores y a los que cuidan rebaños, todos mojados por la lluvia que cae como un llanto desde un cielo con vestido negro. Espantados recuerdan el presagio del Inca. Los visitantes son gentes harapientas encima de las bestias. Pieles blancas salpicadas de barro sobre mugre vieja. Vienen armados, listos para pelear. Vociferan y gritan en una lengua extraña. El que viene al frente bambolea un palo con un trapo en hilachas a la que llaman bandera. Son los nuevos amos. Los Conquistadores dispuestos a civilizar a esta legión de indios insurrectos. Sostienen en la mano la Cruz de un Dios al que no obedecen y los complace que España, los Reyes Católicos y los brazos de los Inquisidores resulten cortos para atravesar tanto mar para castigarlos. Corre el año 1582.


Desmontan como brutos. Los incas presienten el manejo despótico de estos personajes malolientes y atrevidos. Intuyen que los nativos conquistados con paciencia si son privados de su libertad, pegarán un violento brinco hacia atrás. Volverá la rebeldía, correrá la sangre. El Gran Ojo montará en cólera. Mandará enfermedades; la memoria olvidará la belleza de la puesta del sol, el regocijo del pez coleando dentro de las aguas claras. El indómito peleará hasta morir. La libertad, para el indio es su sangre adicional. Corre junto a la de color rojo, empujándolos a luchar para rescatar el aire. El que puede, huye. Los incas corren al norte por su carretera. Los nativos escapan a los montes o trepan a la montaña. Los quietos obedecen o amanecen muertos.


Los invasores tienen hambre y sed. Hambre de comida y mujeres nativas. Sed de poder atrapados por el fulgor del oro. Arrasan la ciudad, cavan la montaña y pelean a muerte entre ellos disputando tesoros. Los indios son esclavos. Los cóndores, celosos del huevo, se asilan en las cumbres. La tierra, el agua, el amanecer y la noche participan del duelo. La sabiduría retrocede a la edad en la que el dinosaurio pastaba a la vera del mar.


A los Conquistadores los domina el pecado de la angurria y el ansia de poder. Orgullosos, potencian la idea de transformarse de ladrones en terratenientes. Envalentonados elevan el ego sobre estos sometidos, que huelen la tragedia y lloran la destrucción.


Los ancianos incas que no huyeron miran hacia el norte, morada de Viracocha. Lo interrogan: ¿Podrá el Inca vencer esta feroz arremetida? ¿Hasta cuando en el hombre que se apoda civilizado permanecerá la bestia? ¿Existe El Malo que pudre corazones y anula las conciencias?


Sobre la tierra que antaño alojara al mar, bordeando el Río Arenales, Don Hernando de Lerna levanta los cimientos de la que llama: “Ciudad de Lerna en el Salta”. Finaliza el año 1582. En el lenguaje quechua, Salta significa: “Lugar lindo para asentarse”. Otros historiadores sostienen que el nombre viene de la antigua tribu shata, que perteneció a la nación chaqueña.


Lo indiscutible de esta provincia del norte argentino, es la belleza. En toda su extensión le calza de medida el apodo de: “ La Linda “.


Del indígena indómito, de las mezclas étnicas, de la superposición de dioses y de leyes, de la credulidad en la magia y la leyenda nace y crece un nuevo hombre: el gaucho. Monta en pelo los caballos rebeldes, maneja con destreza las boleadoras, el arco y la flecha y el cuchillo afilado en la cintura vibra, atento. Casi nómade, usa la vista heredada del águila para enlazar cimarrones huraños y descubrir el sinuoso movimiento de una víbora de picadura mortal. Viven agrupados en la zona rural de “La Linda”. Cultivan lo que comen y encierran su ganado de pobres en corrales de palos atados con tiras de cuero viejo. Disfrutan la bondad de los largos silencios, heredados del inca y en los fogones comparten bebida, comida y tradiciones, que sienten que deben preservar. El mito es el corazón del pueblo, con la tradición sobrevive el orgullo.


El tiempo avanza con zancos de patas largas. Usan canales para regar, trafican caballos y mulas, ruegan a su Pacha Mama en las apachetas antiguas y celebran con música y bailes carnavales, bodas o bautizos. El de la Cruz se convirtió en amigo y la Navidad se incorpora a los festejos. Ya saben que los llaman indios por una confusión remota y que los terrenos donde viven les pertenecen, aunque los amos afirmen lo contrario. El gaucho desdeña los papeles y desconfía de lo escrito. Así es Juan, indio maduro, hijo de un wichi; respetuoso y bueno para contar. Trabaja de puestero en la hacienda de un rico, dueño de tierras enormes, buena hacienda y cultivos cuidados. El dueño les da buena comida, sin maltrato. Su mujer viene mezclada con blancos y su único hijo se llama Juan Segundo. Lo mezquinan como si fuera un trozo del oro de la vergüenza. Lo apodan Segu. La madre le enseña las primeras letras, e intenta seguirlo en la música; rasguea las cuerdas de una guitarra pequeña, que trajeron los blancos. El sonido de la flauta de Segu la calla. El muchacho sopla las cañas y algo mágico y envolvente se une al viento para sollozar a dúo. La caña exuda memoria del pasado. Lo que rescata y expande la dolorosa música pentatónica, viene grabada a fuego en la genética del joven.


Cuando Colón presentó en la corte los primeros indígenas y los religiosos los vieron sonreír, admitieron que los bárbaros tenían alma. Los gauchos heredaron el alma y le agregaron música. Son machos de piel curtida, acostumbrados a pelear solapadamente contra oponentes bravíos. A saltar agazapados si el enemigo duerme. Ese es el hombre que se apresta a enfrentar a los Realistas del Perú. Desconocen la táctica militar. La guerrilla es su fuerte. Sobreviven empujados por el valor y las estrategias aprendidas en la espesura, como montaraces.


Segu es ayudante en las cocinas de Doña Macacha, hermana de un militar, pero casada con un realista. Al indito lo trae de la nuca una criolla joven, de carnes duras, alta, con andares que despiden un íntimo olor a azúcar quemada que Segu tiene incrustado en el olfato. Se sabe inferior a Francisca, su enamorada que manda en la cocina, donde él pela papas sin dejar de mirarla. Un día inolvidable, asoma la fortuna.


—Te llama la Doña. — Francisca lo examina de arriba abajo. — ¿No tenés abichada la cabeza...Alguna catinga escondida, no?... Porque mirá que a mi Señora no le gusta la mugre. — Lo empuja hacia la puerta. El corazón de Segu late como tambor de lata mientras corre por las galerías. El instinto no falla. Seguro que cuando lo empujó, los dedos de la Francisca traían un mensaje. Un puente que debe atravesar, aunque se mate en el intento.


El sótano de Macacha Güemes es un hervidero. Muchas mujeres, inclinadas sobra las máquinas de coser o las mesas de corte, trabajan deprisa, a escondidas del dueño de casa. Las criollas cosen ropa roja para “los gauchitos”. Segu escucha detrás de las puertas. El hermano de la Dueña estudió en el Colegio Militar. Está en Salta como Gobernador y confía en los gauchos para acompañarlo, para cubrir sus espaldas si los Realistas — sus enemigos — bajan por el norte. Que la señora es hermosa, con voluntad de hierro y que “arriesga en esta colaboración patriota hasta la vida”. Cree en la causa y se juega entera a espaldas de su marido, realista enamorado y confiado.


Baqueanos y rastreadores colocan marcas y señales en árboles y quebradas, saboreando el sentido de la palabra patria. Otros grupos ensayan en la espesura el movimiento de las fieras hambrientas Se adiestran en zarpazos sobre matorrales disfrazados de realistas y los atraviesan furiosos con su lanza. Someten animales chúcaros amansándolos para ser montados. Espantan bestias con el golpe rudo del rebenque contra los guardamontes, aúllan ferozmente, silban como pájaros o sisean como víboras de ponzoña mortal. Hombres de leyenda, sin miedo, fueron los que lucharon al lado del caudillo. Ganar con gloria, o morir por la patria. Los realistas que avanzan han ganado guerras que conoce la Historia Universal. Los Centauros del General Don Juan Martín de Güemes, tienen solo coraje. Derecho insobornable, pertenencia monumental, atavío de los seres libres. Una multitud de hombres y mujeres corajudas y de linaje y sin él, vitorean los triunfos futuros en silencio.


Segu se coló entre la guardia del Caudillo dentro de la casa de la Señora Macacha. Vierte agua en el mate de su ídolo. Le alcanza la navaja para que se afeite, o escupe el cuero de la bota para sacarle brillo. Ningún mandado es peligroso para Segu. Güemes es el Viracocha de su abuelo. Un ídolo. Por las escuchas sabe, como lo supo el Inca, que el territorio peligra. El enemigo viene al mando del llamado Barbarucho, que se pavonea como ganador.


Un anochecer el General se refugia en el hogar de Macacha. Un frío junio mantiene las chimeneas a leña encendidas. Hombres y mujeres hablan en voz baja, arracimados al calor del fuego. De repente afuera se escuchan corridas y tiros. El General abraza a la hermana y a los amigos.


— Mejor voy para el cuartel. — Anuncia con voz sin quebraduras. Se arreboza el poncho y agrega: — Tu casa debe ser respetada, hermana.


Segu llega de entregar un mensaje. Una bala destinada a una puerta, lo golpea en medio del pecho. Francisca y los de la cocina lo arrastran adentro. Segu sonríe a su compañera. Parte con la boca entreabierta, como alegre.


Güemes elude la balacera que al final lo hiere. Lo bajan lastimado en el Campamento del Chamical, donde muere desangrado. El año es el 1821. El mes es junio, el día nefasto, el 17.


Se levantan los gauchos, en una arremetida furiosa. Sorprenden a Barbarucho y a la milicia, gente que no supo apoyar la oreja contra el piso. No imaginan que la Novena Defensa es una realidad comandada por criollos, con sangre gaucha y cólera de oprimidos. Hostigan de mil maneras a los uniformados españoles, que terminan con una huída vergonzosa. Salta es y será de Güemes para siempre.



Tal vez esto es otra leyenda. Cuando vino el sosiego y el peligro Realista desapareció, en la cocina de Doña Macacha Güemes los criados cuentan historias. Ciertas algunas, otras inventadas. Que al atardecer cuando el sol se escurre tras el cerro San Bernardo, oyen el sonar del sicu. Afirman haber visto a Segu. Otros creen que baila entre ellos el carnavalito, sonriendo con su bocaza llena de dientes blancos. Mezclan la leyenda Del Duende con la de La Mulánima y ponen un dedo sobre otro para afirmar que Las Almas en Pena se presentan a pedir comida.


Salta es la provincia del poncho rojo y negro. Su tierra ya era vieja cuando presenté al dinosaurio. Rejuvenece alborozada cada mes de junio. Los fortines se vacían. En cada pueblo, en la llanura, en la puna, en todo centímetro de tierra, los descendientes del orgullo gaucho se engalanan para rendir homenaje a su Jefe junto a la estatua de piedra que se erigió en su nombre. Se visten de lujo para presentarse. Caballos adornados. Monturas brillantes. Uniformes rojos. “Satánicos” los llamaron algunos. El canto patrio es fervoroso. Se eleva, se cuelga de las cumbres y se recuesta en los colchones de nubes, blancas como almas de guaguas.


La ciudad entera está de pie la mañana del 17 de junio. La “Guardia Bajo las Estrellas” se dispersará al anochecer, con sus diez mil gauchos. Marchan de regreso acompañados, desde la montaña, por el llanto del sicu que hace sonar el Segu.



CARMEN ROSA BARRERE