3.9.11

LA OTRA GABRIELA


He pasado la noche en la penumbra de la habitación donde descansa Gabriela. Acechante, el futuro implícito desde que nacemos se está llevando a Gabriela, que agoniza. Los doctores mueven la cabeza, dudando. Piensan que no amanecerá con vida. La estoy cuidando con una ternura inesperada, de la que no me creía capaz. Sentimiento que fue asilándose dentro de mis vísceras, desplazando otros que fueron mi tortura durante largos años. Este retazo humano se aleja dignamente. Solitaria, ausente, despojada de energía pero todavía tibia, suelta la vida sin quejarse. Repaso su frente y humedezco sus labios resquebrajados suavemente, usando un cuadrilátero de gasa. Me detengo en ese rostro de mejillas hundidas y piel morena con la pretensión de buscar porqués, sabiendo que los porqués, en muchas situaciones de nuestra vida son inexplicables o no existen. Como el senderito que trazan las hormigas sobre el suelo, parece que nuestras conductas obedecen a un mandato ancestral, para el que generalmente no estamos preparados.

Los párpados están cerrados con hermetismo y enormes ojeras maquillan de violeta el contorno. Impiden el paso de mis inquisitorias bajando la cortina de resguardo. Pienso que hasta en el último estertor conservamos la orden de protegernos de asedios que produzcan dolor. La veo tan joven, tan tremendamente frágil, que abandono por un segundo la inspección y me inclino para escuchar si todavía respira. Sigue viva. Vuelvo a mi silla con el oído atento. Trato de aflojar las molestas tensiones que acumula mi cuello. Si lo muevo, los cristalitos que almacena mi tristeza entrechocan y duelen. Respiro hondo y ordeno a mi mente que vacíe los recuerdos añejos y me permita continuar con el pedido de Bertrand:

— Por favor, Gaby…atiéndela hasta que consiga pasaje.

Bertrand ruega con la voz rota y yo bajo las defensas porque aunque mi mundo esté de cabeza, Bertrand siempre halla el tono exacto para rasgar mis corazas.

— No te inquietes…Está tranquila y respira bien.

La enfermera de la noche entra con tanto cuidado que la descubro recién cuando escribe sobre el cartón donde llevan sus anotaciones. Me sonríe con blandura de veterana y ante la consulta de mis ojos, responde:

— Hay que estar preparados…Pero los milagros existen.

Me contacté con Gabriela hacen dos días, cuando un avión la depositó en el aeropuerto de París. Venía desde su país tropical, a consultar un especialista famoso para el mal que la aquejaba. La bajaron dentro de una camilla envuelta en sábanas y cubierta por una manta liviana; el cuerpito apenas insinuado, la cabeza pequeña desnuda por la quimio; las manos extendidas eran un conjunto de huesos delicados recubiertos de piel ajada, anciana por la enfermedad. No abrió los ojos cuando la golpeó la luz y su único signo vital fue una ligera tos, seguida de una laxitud de miedo.

Nunca antes tuve a cargo un enfermo de tal gravedad, así que tropecé como una cegatona con el papeleo, hasta que la pude depositar en la cama de cuidados intensivos. De ahí en más y ya pasaron dos días con sus noches, no me alejo de su cama. Enfrentarme con Gabriela me produjo un cataclismo de sentimientos contradictorios. Sangré por el pasado y a regañadientes fueron apareciendo la compasión y enseguida la solicitud que su estado exigía. En el primer momento me acercaba a su frente esperando que abriera los ojos para enfrentarla, calar su alma y llegar a la borra de su corazón. Mi actitud hostil fue cediendo ante su indefensión. Como gritarle a ese bulto exánime: — ¡Abrí los ojos! ¡Quiero que me mires! ¡Que me conozcas, que te enteres del daño que le hiciste a mi familia!

En lugar de soltar el rencor, controlé por enésima vez si el suero y el calmante llegaban a sus venas. Las heridas que esta joven me hizo diez años atrás se diluían milagrosamente por la cercanía de la muerte; la temida señora que percibo flotando amenazante sobre esta cama de hospital.

La visita de mi hija Francine no resultó un consuelo. Se detuvo en la puerta, buscando mi atención:

— Creo que eres una verdadera idiota. Si Bertrand quería una enfermera, debió pagar a una…Jamás entenderé como puedes humillarte así, cuidando a esta perra. ¿Paso a buscarte dentro de una hora?...A lo mejor tienes la suerte de que ya esté muerta.

Quiero detener su odio sin lograrlo. Suelto unas lágrimas que acrecientan su indignación. Cierra la puerta sin decirme adiós.

Mi disgusto con Francine cede con el pasar del día, involucrada en el traqueteo de enfermeros que trasladan a Gabriela a nuevos estudios. Rearmo la cama, camino de un extremo al otro del cuarto y recojo del piso la revista que no alcanzo a leer. A cada rato miro hacia la entrada, esperando ver la figura de Bertrand. La primera noche tuve el veredicto del especialista. Era demasiado tarde.

— Esta enfermedad maldita es muy veloz cuando el paciente es joven…Y a esta niña no la podremos rescatar…Me niego a una intervención quirúrgica, que sería inútil… Mantendremos sus signos vitales el mayor tiempo posible… ¿Es su hija?

Niego con la cabeza. ¿Entenderá este hombre sabio en curar cuerpos los desastres del alma? ¿Cabrá dentro de su entendimiento mi rol paciente de enfermera si se entera de la clase de relación que me une a esta joven?

Gabriela es la mujer que mi ex marido encontró como especial y absolutamente diferente de mí, cuando teníamos dos hijos y yo creía que éramos felices. Él se encandiló con su risa, con su forma infantil de mirarlo y de admirarlo. Ella era su alumna en la facultad de arquitectura. Bertrand, un tremendo buen mozo y un profesor fascinante. La joven tenía dificultad con una materia. Se juntaban en un barcito, donde él explicaba y ella asentía. No sé en que momento Bertrand se envolvió entre sus vestidos largos, los rulos de su pelo y se maravilló de esa inocencia capaz de sorprenderse con sus conocimientos y el fluir impresionante de sus ideas de cambios dentro de su materia. Si Bertrand se explayaba en el tema, una sentía que el mundo conocido podía modificarse y embellecerse más, ayudado por la creación de los hombres. Yo me enamoré de él siendo su discípula. ¿Cómo no entender a Gabriela? La mitología cuenta que Eros, el travieso dios encargado de usar la flecha para enlazar humanos no es tan gentil como algunos piensan. Su carcaj guarda dos flechas. Si la pareja le cae bien, los une para siempre. La otra está destinada con malignidad a seres que ilusoriamente, se unen creyendo que el amor será imperecedero y borrará diferencias notables entre la pareja. Bertrand y yo fuimos atravesados por su veneno. Ambos sentíamos, a través de la convivencia, que a nuestra relación le faltaba fuerza. Que lo imponderable del amor, se evaporaba. Resistíamos de pie porque éramos buenos padres. Nuestros largos silencios y la ausencia de calor en el contacto, cavaron una fisura peligrosa, capaz de internalizar el interés por otros seres, con otros pensamientos, menos austeros que el mío. Cambios radicales dentro del tedio de lo cotidiano.

Desde que concluyó la separación, mis hijos empezaron a llamarme por mi nombre: Gabrielle y su padre pasó a ser Bertrand a secas.

Son muy jóvenes. No nos perdonan que les hayamos fallado, que de golpe, pasamos a ser una familia rota, al igual que muchas otras.

Bertrand fue el primero en advertir que la población del nuevo país le calzaba como un guante. Idealistas, orgullosos de su estirpe y alegres por naturaleza, se metieron de inmediato bajo su piel y lo asimilaron. Mientras yo protestaba por el calor y cuidaba con celo que mis rubios niños no sufrieran una insolación o se contagiaran de alguna roncha pestosa, él apreciaba las construcciones coloniales, acariciaba la perfección de la herrería o visitaba iglesias donde se profesaban simultáneamente religiones tradicionales y se veneraban santones cargados de collares en un aire saturado a tabaco negro. Para mí, toda una afrenta. Para mi marido, la alabanza por esa convivencia entre credos y razas diferentes. Un mundo pintoresco, con carnavales de mujeres desnudas y hombres que exhiben su virilidad con orgullo. Creo que no quise darme cuenta que en ese momento, empezó a hacer agua la canoa donde yo me sentía segura y a resguardo.

Sobre las arenas de su mar, dos muchachos descalzos, vestidos con remeras viejas se miran y al rato el golpeteo de las maracas, el rasguido de una guitarra y una voz dulzona anima a los que se levantaron deprimidos. Nadie suspira por los trajecitos Chanel, ni echan de menos la imponente Catedral ni los susurros amorosos de la corriente del Sena. Aman y viven a su país con renovada esperanza. Antes dije que entendía a mi rival. También entiendo y perdono a mi amado de ayer. Tengo que aceptar que no tuve capacidad para acompañar sus sueños y él nunca se adaptó del todo a mi mediocre modo de contabilizar hasta las sonrisas. Cupido no nos seleccionó porque adivinó que ni Bertrand ni yo podríamos cambiar nuestras naturalezas.

Cuando al fin aparece, se aproxima a la cama y llora como un niño. Mi congoja lo acompaña y mi fortaleza le sirve. Mi dolor es real. Tan real como el pensamiento que sostenerlo es mi obligación de humana evolucionada y transformada por el sufrimiento. Mientras sigamos vivos, aún viviendo lejos, estas lágrimas vertidas al unísono por el mismo ser, serán un ejemplo para nuestros hijos, que algún día nos comprenderán y podrán perdonarnos.

CARMEN ROSA BARRERE

1 comentario:

  1. Carmen:ha sido un placer leerte. No te imaginás cuán de cerca me toca tu historia conmovedora. Gracias. Mi blog es: www.lilianareinoso.blogspot.com

    Abrazo

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