18.12.09

ABUELA ATA.

Nuestra Ata nació en un pueblo de los que rodean a Orense, Capital Provincial española. Poseía un arrogante orgullo de raza y de raíces, que se evidenciaban en los cuentos que con paciencia benedictina desgranaba en los oídos de mis hijos—sus nietos. Algunos, de fuerte contexto realista. Otros, que inventaba y soltaba con natural gracejo. El Puente de los Romanos y la Plaza Principal se convertían en escenarios vivos para su pequeño público, que la escuchaba con la misma atención que ella colocaba en el instante. Lo imperdible en la narración venía cuando, encendidas las mejillas por el recuerdo de la travesura, raptaba la atención infantil hasta los fondos de su casa familiar. El aire se cargaba de suspenso:”En esos fondos — decía— había un pedregal. Con mis hermanos, arrojábamos piedras medianas por un hueco. Esperábamos con el Jesús en la boca. Ni medio segundo pasaba y ya oíamos el chocar de la piedra contra el metal. Monedas de oro, que ocultaron los gitanos cuando la gente del pueblo los echó”. Esto de las monedas era el toque mágico. Causaba estupor y por supuesto instalaba la idea de crecer rápido, viajar a España, hacerse ricos y llevarla a visitar su tierra, extrañada en silencio.
En esa época empecé a darme cuenta del dolor incurable que significa el desarraigo. El coraje que debió tener, para atreverse a la hazaña hacia lo desconocido, siendo apenas una niña de diez y siete años.
Una tarde de invierno, les contó — entre rubores — como se enamoró de un extranjero. ” Lo conocí en las kermeses de la plaza. Era alto, moreno y de mirar altanero. Algo que no combinaba con lo pobre de su vestimenta, haciéndolo doblemente atractivo. Para el domingo siguiente ya lo tuve todo arreglado con mis amigas: Sentarnos en los últimos bancos de la iglesia y escaparnos hacia el Puente mientras nuestras madres bostezaban envueltas en sus pañolones oscuros. Los sermones del cura mataban de puro aburrimiento, por más piedad que se tuviera por todos los males de la tierra.
Allí esperaban nuestros candidatos. Parcos en el hablar. Mas tímidos que nosotras...Pero el machismo heredado se hacía presente dentro de los burdos pantalones cosidos a mano por las madres. Más tímidas unas, más atrevidas otras, a todas nos corrían sudores y salivas tibias corriendo al galope, humedeciendo trapos.
Yo tenía de guardiana a mi hermana mayor, Maria. Éramos diferentes en todo. El agua y el aceite, nos definía nuestra progenitora. María era alta rubia y huesuda. Heredera legítima de los celtas que fueron nuestros antepasados. Y yo...ya me ven. Soy oscura de tez, mi cabello es demasiado rizado. Mi padre le hacía burlas a mi madre, entroncando mis ojos verdes y mi temperamento con el tropezón de quien sabe que abuela contra un moro, que también ellos supieron deambular por mis tierras gallegas.
Esa fue la inolvidable tarde de domingo que me abrazó por primera vez un hombre...Me aferré a él, dejé que me desarmara el cabello sujeto con peinetas, y cuando me besó suavecito, lo supe. Niños, de verdad, lo supe: Ése sería mi marido. No me importaron las críticas de mi hermana, que me censuraba los apurones por escapar de nuestra casa con un desconocido. Un Portuga —, esto despectivamente— que cruzó el Río Miño casi sin ropas, perseguido por la policía, o tal vez peor: Un patán escapado de un hospicio.
Dos meses mas tarde nos casamos y tomamos el barco que nos traería para la Argentina. Las primeras náuseas del embarazo hicieron interminable aquél viaje. Me calmaba en las noches cuando con voz bajita, mi enamorado me cantaba al oído un viejo fado aprendido cuando pequeño, allá, en el Algarves natal...Me abrazaba fuerte, con ternura y desarmaba con besos mi añoranza de madre, hogar y hermanos…
¿Saben niños una cosa? Me dan un poco de pena los jóvenes de hoy en día...Desconocen el romanticismo...Los suspiros no se usan. Las tiernas palabras sentidas por Bécquer en sus hermosas Rimas, no desarman sus corazones, como nos pasaba a los de nuestra generación...Mucha televisión y escaso sentimiento...Algo para tener en cuenta ¿No creen? El sentimiento es como una hermosa planta. Para verlo crecer lozano es menester abonarlo con paciencia. A veces, para que sobreviva, debemos renunciar a cosas que hasta ese momento, parecían irreemplazables”.
La voz se le quebraba en el suspiro. En ese momento, sus nietos eran niños. La inteligencia natural le adelantaba que sembraba buena semilla en tierra fértil. Cuando estos pequeños crecieran, serían buena gente.
Sus hacendosas manos artríticas, continuaban activas, remendando fondillos de pantalones, o en la cocina, friendo cantidades de papas que no alcanzaban a llegar a la mesa. Se dejaba robar por las manos de los nietos, con sonrisa cómplice. Algunas tardes, los hacía cargar un canasto de mimbre donde guardaba una torta casera, una gaseosa y un paquete con piolín y pequeños alfileres. Les enseñaba a armar, con palitos juntados de los árboles los anzuelos de pesca. La cuneta elegida casi no tenía agua y jamás nadó en ese sitio pececillo alguno. Pero la alegría que compartía con sus nietos, la manera de entretenerlos con naderías y ternura, la fueron transformando en la madre supletoria que mis huérfanos precisaban. Yo debía trabajar duramente para intentar mantener en pie aquél hogar, donde cinco pares de ojos niños esperaban el milagro creciendo desde mi trabajo.
A nuestra Ata el tiempo le quedó corto, igual que a mí. Ambas pasamos la rudeza de un golpe certero en medio del corazón. El hachazo que arriba sin preaviso. El que todos los humanos tenemos seguridad que llegará algún día... pero al que le negamos el permiso de entrada. La responsabilidad que se asoma, esconde en su interior al miedo. Miedo a defraudar. Temor de nosotros mismos, puesto que somos ignorantes de la fortaleza que tendremos para enfrentar el desastre. Si seremos lo bastante inteligentes para sobrevivirlo. Qué alcance tendrá nuestro valor para defender el nido y los polluelos en un mundo agresivo, oscuro, defendido por las espaldas amuralladas de nuestros maridos hasta el día de ayer.
Cuando alguien enferma y se lo cuida, y se va y se viene de médico en médico buscando solución a la pérdida de la salud, el grupo familiar, integrado encuentra consuelo en la certeza de estar haciendo hasta lo imposible por la persona querida. El desgarro que sufre el corazón cuando uno se entera de la pérdida a través de un cable telefónico, o por un uniformado que toca a nuestra puerta, es un corte mortal en las arterias. Vagamos con el pensamiento, nos culpamos por palabras no dichas. Por caricias escatimadas, por horas desperdiciadas. El tremendo minuto de dar la mala noticia a nuestros hijos. Los hijos que deseamos juntos. Los herederos de nuestras horas de entrega, cuando el angelito del amor, como un diminuto bailarín con tules y carcaj, festejaba al niño ovillado en el vientre.
¡Cuántos paralelismos en la vida de ambas! En el momento señalado con las palabras que pudimos, tuvimos que explicar que el hombre — árbol— el padre protector jamás regresaría.

El Portuga ignoraba la historia de Alejandro, El Conquistador. Pero al descender del barco, el pecho se le expandió con fuerza. La misma fuerza que traía en los brazos, que le desbordaba del espíritu, que lo hacía presentir que si trabajaba duro, la tierra sería generosa. Podría ofrecer a su mujer y a los hijos que llegaran el techo merecido. Darles educación. Una ley generosa ordenaba que la instrucción primaria fuera gratuita y obligatoria. ¡Tanto escuchó de las posibilidades de prosperar en el Nuevo Continente! Un pariente lejano de otro pariente, le escribió diciendo:”Aquí plantas un palo en la tierra y brota una escoba con sus cinco hilos”. Miró hacia el Río de la Plata, encrespado y marrón y pensó que mas que río, esa corriente se parecía al mar. Abrió los brazos y apretó entre ellos a la mujer deseada y al hijo en gestación, ése que algún día yo encontraría por puro azar en mi camino.
—Todo está aquí, mujer — dijo con voz emocionada —. El trabajo y la felicidad.
Enérgicamente espantó a los que ofrecían empleos:”No vine a América para ser sirviente de nadie. Tenemos buenas manos...Somos inteligentes. No precisamos limosnas.”
Se instalaron en el sur de Buenos Aires. Portuga salía muy temprano, empujando una carretilla de madera hecha con sus manos, a vender tijeras, hilos, cortecitos de tela, puntillas y agujas para tejer a las vecinas, que lo empezaron a llamar afectuosamente,”marchante”.
Cambió un cerdito pequeño por una vieja máquina de coser a lanzadera. Nuestra Ata preparó con ella el ajuar del primer hijo, ingeniándose para cortar y coser pantalones, camisas y fajas de colores, que colocaba cada amanecer dentro de la chirriante carretilla. Cuando nació el segundo niño, eran dueños de un camión destartalado y la tierra era pagada puntualmente. Portuga no exigía recibos, porque era honrado y creía que la palabra era suficiente garantía.
Los sueños se cumplían...sobre una tierra resbaladiza, que nos acecha para hacernos caer. Tentaciones que pendían de los árboles, como las bíblicas manzanas que evidenciaron la debilidad del carácter del hombre.
Portuga se presentó un atardecer con la camisa desgarrada.
— “Me enganché con un clavo del camión—“, explicó bajando los ojos con vergüenza.
Y otra noche de llegar tardío:
—“Me entretuve un rato con un paisano”...Y otra: —”Le pegué unas trompadas a uno que se quiso propasar...”
Pretendió arrancar una sonrisa de la esposa. Ella lo apartó, erizada la piel, cruzados por relámpagos los ojos.
— Los niños te esperan al atardecer, como antes...Cuando dabas vuelta en la esquina y tocabas la corneta...Los dos paraditos en el portón esperándote como pequeños soldados...Algo está cambiando dentro de ti marido...y ese algo no me gusta.
Cenaron en silencio. Los hijos dormían. El torbellino rebullía dentro de la mente de nuestra Ata. El repiqueteo de las advertencias de la hermana:”Mira que dicen que es un camorrero...un vulgar buscador de pleitos.”
Se acomodaron en la cama como para descansar. Portuga se durmió enseguida. Nuestra Ata, desvelada esperó el primer canto del gallo. Lo despidió con un mate, esquivando el beso.
“Esta noche hablaré formalmente con él...Si no se enmienda...pues me tomo a mis hijos y regreso a mi casa con el primer barco que zarpe”.
No hubo enfrentamiento, ni siquiera discusión. El policía que golpeó las manos en el portoncito de entrada era duro en el oficio. Al enfrentarse con esta joven mujer, con dos pequeños aferrados a su falda, titubeó. Pasó un pañuelo secando el sudor, nervioso. Quiso expresarse sin causar dolor. Un imposible.
—Señora...su marido... su marido quiso defenderse con la sevillana… pero el matón tenía un revólver...
Veinte son muy pocos años para enfrentar una situación de esta magnitud sin equivocarse. Los timadores, siempre alertas, se quedaron con la casa, el camión y la tierra. A tientas, como se mueve un ciego, mudó sus pertenencias al centro de Buenos Aires. Los conventillos que rodeaban las inmediaciones de la Plaza de Mayo, estaban repletos de inmigrantes con los sueños rotos. Los varones perseguían porterías de edificios, las mujeres, colocarse de domésticas en las casas de los ricos.
Nuestra Ata se atrevió con la costura y guiada por un anciano sastre bondadoso, se especializó en la confección de pantalones y chalecos sobre medida.
La vida parecía enderezarse. Para aparentar más edad, peinaba su cabello con una severa trenza y salía de la casa solamente para trabajar.
El hijo menor crecía como un artista en potencia: –“Algún día tendré un violín de concierto...Tocaré en los mejores teatros del mundo...” —. Lo decía tan convencido, que seducía y enorgullecía a la madre y al hermano mayor.
Repentinamente, el chiquillo un día enfermó de gravedad. Esa clase de males, que obliga a los doctores a la humillación de reconocer sus límites. No alcanzaron a diagnosticarlo antes de la súbita partida.
Cuando despedimos un ser querido, sentimos vacío en el centro del abdomen. Espacio que llenamos con trabajo o tratando de no pensar. Pero cuando el que nos deja es un hijo, las madres flotamos en un agujero negro como son negros los agujeros del espacio. El español, idiomáticamente es millonario en voces. No posee una sola palabra que identifique la sangre que derrama una madre al perder un hijo.
Cuando me casé con el mayor, nuestra Ata se incorporó a nuestra vida con la suavidad de los buenos sucesos de un hogar. Mi familia creció más rápido de lo que yo esperaba. En la misma medida, ella agrandaba el regazo para la ternura. Jamás discutimos. Nos regíamos con un código de miradas, no necesitábamos palabras para comunicarnos. Esta sociedad de amigas se hizo presente el siniestro día en el que perdí a mi marido. Fumigaba unos campos de algodón en Guatemala. El motor del avión dijo no va más, cayó pesadamente al suelo y para nosotros, el mundo entero se detuvo.
Nuestra Ata se hizo cargo de la desolación de la familia, desestimando su propio dolor. Sus brazos nos rodearon. Se multiplicaba para prestar un pañuelo, o dialogar con los chicos, susurrando sobre la esperanza y el coraje. Hablaba del destino como una pitonisa: Destino que debíamos aceptar, puesto que al nacer, traíamos puesta la consigna ineludible del morir.
Desde mi cuarto, encerrada y hostil, los adivinaba rodeándola, sentados sobre sus piernas, o arrollados y llorosos contra el piso. Y su voz, calmada, contando:”Una vez, cuando pequeña, tuve una fuerte discusión con vuestro bisabuelo…que era un hombre muy alto. Tan alto, que justificaba ante mi madre su haraganería diciendo que no trabajaba la tierra porque le quedaba muy lejos. Insistía, muy seguro, que las mujeres no debían aprender a leer o escribir. Que la lectura abría la cabeza solamente para meternos ideas raras. Cuando viajó a Cuba, contratado para las obras del Canal de Panamá, mis hermanas y yo corríamos con el viento gallego a la escuelita. Aprendimos lo que pudimos. Ustedes, que tienen el conocimiento y las posibilidades del aprender, no deben dejar que el tiempo corra...y el único título que consigan sea el de burros.”
—Y ahora...!a la cocina!...Entre todos haremos algo rico y dulce, que levante el ánimo de vuestra madre.
Desarmada por dentro y por fuera, yo me removía dentro de las sábanas. Señor…!Que insoportable esta soledad preñada de recuerdos! La almohada vacía...Mi bostezo matinal que era reflejado en el espejo de sus ojos, perdido para siempre. La envidia saludable con la que contemplábamos a un par de ancianos, caminando tomados de la mano. “Así nos verán nuestros hijos algún día”. Exclamaba, coqueteando con el futuro…Sus mimos para despertarme, las noches en las que se desvelaba:—“Pequeña marmota — se burlaba — mientras nosotros dormimos, alguien descubrió que el carbono 14 nos contará la edad de cientos, tal vez de miles de materiales del planeta...” Dios mío...Cuanto extraño a este hombretón de ojazos verdes y ternura inacabable.
Me entran ganas de tapar los espejos. Estoy segura que sufre porque me oye llorar. O tal vez, en la nueva dimensión en la que navega su alma, la misericordia divina lo proteja y no nos vea ni oiga. Puede ser que cuando estamos ahí, el olvido se instala para darnos paz. Esta incógnita me será revelada cuando estemos juntos. Esta vez para siempre...
Mi mandato, escrito en letras que no sé leer, pero que adivino, es otro. Debo reaprender a vivir. Con otros códigos. Con otros recursos. Deponer mi egoísmo. Acordarme, todo el tiempo, que nuestra Ata ya pasó por esta arena movediza y pudo salir airosa. En ese territorio están enterrados su marido y ahora sus dos hijos. Es imperioso abandonar la cama. Bañar mi cuerpo. Vestirme con la ropa y los zapatos que él prefería y abrir mis brazos al movimiento incansable de lo cotidiano. Mis hijos esperan mi retorno. Debo dejar de discutir con el destino.
Por más de cincuenta años, nuestra Ata estuvo con nosotros. Pudo cerrar los ojos cuando el último de los nietos la visitó en la sala de terapia intensiva, tomada por sus brazos. Es duro para un joven constatar que nada ni nadie escapa a su destino.

Cuando oigo a Los Beatles en alguna radio, me acuerdo de la primera vez que ella los escuchó cantar. Dejó el tejido a un lado, y anunció:”Estos jóvenes cambiarán la música del mundo”. Abuelita profética, la nuestra.

Pasa un largo tiempo hasta que vivo este momento especial. Estoy en España. Mi Ata me ha dejado en herencia las hijuelas de su tierra gallega. No puedo contener la emoción y el nerviosismo. El Fiat de mi hijo Rubén trepa el caminito de cabras que nos dejará en el pueblo que conocemos a través de sus anécdotas. A la izquierda, en el recodo, dejamos atrás a Orense con su plaza, su puente y su iglesia. A la derecha, caprichosamente, las zarzamoras se entremezclan con los rosales silvestres, enredados en alambres oxidados. Antes, hemos visitado la Iglesia. Caminando por el largo pasillo, hacia la salida, mi oído afinado con la edad en la percepción, captura las voces conspiradoras de nuestra Ata y sus amigas: Silabean en gallego. Combinan el momento justo para la escapada riesgosa hasta el Puente Romano.
Me llevo la mano al pecho, que pega pequeños saltitos peligrosos. Tengo que respirar profundo, buscando la distensión de este músculo llamado corazón, que parece un tambor.
Este encuentro con el pasado de alguien tan querido me emociona. Son gruesos los lagrimones que mojan mi blusa.
Mi hijo me observa con atención.
—No llores, Vieja...Nuestra Ata fue feliz con nosotros..., a su manera...
Como si su mano fuera un salvavidas, me aferro a ella para mentir:
—Tienes razón, hijo...Alguna vez, la abuela fue feliz.
Mi pensamiento no coincide con el de mi hijo. El recuerda a la anciana que se desplazaba por los cuartos, dejando una estela de perfume a canela. A la que cuidaba el jardín con hierbas que curaban casi todo. A la que escondía trapisondas y olvidaba reclamar el vuelto si hacían algún mandado.
Yo la veo en el Puente. Jovencita, el pelo enmarañado, las peinetas de carey, abandonadas. El manoseo torpe pero caliente de Portuga. La oferta del corpiño entreabierto, como en un descuido. El beso eternizado en las brasas del peligroso incendio. Una cápsula mágica los separa de la realidad. Hasta sus oídos sordos, no llegan los alertas de María, ni los regaños maternos. El cielo y la tierra son de su exclusiva pertenencia.
MORUNA
.

16.12.09

PASAJEROS DEL TREN BLANCO

—Córrase pibe—. Me empuja un flaco de bigotes y camisa ajada. Me arrincono sin enfrentar sus ojos, enrojecidos de cansancio pero amenazantes. El vagón está repleto de hombres y mujeres de piel curtida, mirada cautelosa y cabellos grasientos. Mi ropa que despide olor a basura y mis uñas, ribeteadas de hollín y mugre no son suficiente credencial para el de bigotes. De perfil, se parece al dibujo de Don Quijote de la tapa del libro de lengua de mi inolvidable profe. Parece mentira, como vuela el tiempo. Se esfuma llevándose sueños, proyectos, e inocencias. Mi compañero que quería ser médico, se transformó en electricista. La chica que me gustaba iba a ser bailarina. Se mudaron al interior y me enteré que tiene un hijito. Yo quería ser comentarista deportivo, y me convertí en cartonero. ¡Que épocas, Dios mío! A los jóvenes habría que avivarlos más. Incrustarles en la cabeza que las horas del secundario son de puro oro. Un abanico abierto con grandes oportunidades en oferta que se evaporan cuando nos distraemos.

Mis padres tenían mucho espíritu pero escasa instrucción… y si la hubieran tenido, tal vez no hubieran encontrado el momento, la palabra justa para guiarme. El libro que enseñe a los padres a ser padres, no existe. Porque cada alma viviente es un mundo y ese mundo gira todo el tiempo imprevisible como la vida misma.

Mi vieja me hacía rasurar por Don Cosme, el peluquero. La máquina cero meplaba con un corte militar, para que durara. Ella ganaba poco, cuidando los niños de una familia, pero ingeniosamente, estiraba la plata con la misma tenacidad que golpeaba las milanesas para agrandarlas,como un graduado en economía.La comida subía de precio, como una mano negra enemiga de los pobres y mi ropa siempre limpia, tenía zurcidos, o me quedaba chica.

—Así no venimos de seguido—. Disculpa reiterada cada dos meses por mamá, cuando visitábamos a nuestro vecino. Depositaba en la palma de la mano del peluquero lo que podía. Nunca lo justo. Siempre menos. No tengo memoria para recordar, después de la muerte de mi padre, un solo momento “que llegáramos a lo justo”. En nada. Lo fulminante pasó después. Al esposo de la patrona lo despidieron del trabajo. La señora seguía precisando a mi mamá. Con una diferencia, ya no podía pagar. Aunque mamá protestó al principio, la convencí y largué el colegio. Salí a la calle a “rebuscarme”, creyendo que era fácil.

Primero troté, ofreciéndome para trabajitos de emergencia. Sin el secundario terminado, era un N.N. Me miraban desconfiados. Hasta los sucesos de una noche diferente.

Regresaba de mis búsquedas bien cansado. Por corazonada, cambié de calle. Vi un depósito de lata, enorme, y una multitud de hombres y mujeres, cargados con bolsas, carritos, y bultos repletos. El contenido era inspeccionado por un mastodonte masculino de cara avinagrada. Con gestos bruscos y brazos de gladiador fuera de las arenas del Circo Romano. Masticaba tabaco negro, y los escupitajos caían sobre el mugroso suelo, o en la ropa de algún distraído, ansioso por el peso de lo recogido, y por la paga.

Era el recepcionista. Entretanto, los que habían entregado, hacían cola para cobrar. En orden y silencio. El vecindario era modesto. Convictos como nosotros de la misma cárcel del desempleo, les desagradaba nuestra presencia de menesterosos, moviéndonos en la oscuridad, como las ratas. Cartoneros. Pobres, de solemnidad. Pero orgullosos del pan llevado a los hogares sin necesidad de robar, o comprados por el vergonzoso subsidio. Sin poner a los hijos en la calle a mendigar, o convertirlos en mulitas para repartir droga. Para ser cartonero, se necesita rudeza. Ojos de águila para encontrar mercadería que sirve. Y si se es mujer, tener la guardia alta todo el tiempo. Nada de sonrisitas ni de aflojar un milímetro al pugilista o a los compañeros desconocidos.

Este grupo es de veteranos. Ya tienen lugares fijos y redituables. Los defienden de mocosos intrusos poniendo cara de perro bulldog. Me cuesta infiltrarme. Hasta que consigo, por las mías, un rincón que nadie había descubierto. Como rueda una pelota por una calle en pendiente, me convierto en uno de ellos. Vuelvo a casa con la ropa sucia, pero no me importa; observo la cara de mi madre, que cuenta los pesitos, acaricia mi pelo y me alienta: No se aflija, hijo. Con esto nos arreglamos.

Cuando el Señor de la Mancha me empuja, me corro sin chistar. Este flaco tiene mala fama. No de fantasioso soñador, como el caballero que montaba a Rocinante. Es prepotente y brutazo. Junta cartones con la mujer. Una gorda flatulenta. Cada vez que se larga uno de sus gases, mira fijo al que está enfrente. Para que culpen del mal olor a otro.

A nuestros trenes los llaman Trenes Blancos. Son trenes diferentes. Servicio exclusivo para gente especial, que trabaja entre los desperdicios. Los vagones, sin ventanas. No hay asientos. Todo se lo han llevado a sus hormigueros mis oscuros compañeros de tarea. Indigentes con un oficio inventado por la pobreza. Hoy, soy uno más del montón. Huelo igual. Mis uñas tienen un borde negro que se resiste al jabón. Cepillo no tengo. Mis manos son mi credencial: “Soy igual a ustedes. No escaparé fácilmente”. Una red que si te atrapa, no te suelta. Pasa algo extraño: primero, la natural resistencia a revolver basura. Después, robotizarse para el acostumbramiento, con el asco lejos.

De regreso, metidos como sardinas en el reducto que nos asignan, montamos sobre nuestras posesiones como si transportáramos oro. El que se descuida o se duerme, pierde. Con los ojos entrecerrados, pero atento, me dejo llevar por los sueños. Soñar no cuesta nada. Rebusco en mi interior. Si tengo algún don, éste aparecerá para cambiar mi suerte. No pretendo ser rico. Quiero un trabajo mejor. Compartir con mi madre esos gustos chiquitos que nos dábamos cuando ella trabajaba y papá vivía. El helado del verano. Un chocolate con avellanas. La torta con crema, postre del domingo. Un glosario de naderías para el que desconoce la pobreza a fondo. El de cartonero —lo tengo previsto— será mi último trabajo de desvalido. Es humilde, ya lo sé. Por eso mismo, quiero trasladarle la dignidad que aprendí en mi casa. (Estas ideas pertenecen a mi madre). Cuando papá vivía, la llamaba socialista, para hacerla enojar.

En julio, en medio del azote del invierno, mi diminuto universo cambió para siempre. Mamá —que me espera en casa todas las madrugadas con algo caliente— no está a la vista cuando entro a casa. La pava fría, sobre un fuego apagado. El hule rojo y blanco de la mesa y la latita con el malvón florecido, son lo único vivo en la cocina.

—Las vecinas la llevaron a la salita—. Don Cosme me informa con la vista baja. Me abraza fuerte y me empuja suavemente para que reaccione. Corro como el viento. En lo íntimo, intuyo que igualmente llegaré tarde.

Mi vieja parte cuando yo no miraba con atención para su lado. En silencio. Se escabulle como una sombra. Golpeo mi cabeza contra la pared. No puedo perdonar mi distracción. Y ella, siempre mintiendo una sonrisa para no afligirme.

—¿No sabías que tenía el corazón agrandado?—. El doctor de la salita habla sin mirarme mientras rellena el certificado de defunción. No le contesto. No puedo. ¡Tengo tanta rabia, y tanto por llorar!

La acompaño con Don Cosme y tres vecinas del barrio a lo que llaman la última morada. La pena moviliza una tormenta en mi interior. Me rebelo. No con el sistema —como parlotean los que esperan todo del gobierno— sino contra mí mismo. No entiendo porqué me permití esta modorra de conformismo que me inmovilizó. No medí la fuerza de mis brazos. No advertí que era joven. Que si me atrevía, otras opciones eran alcanzables. Hacer jardines. Acompañar ancianos. Leo con buena entonación y soy paciente. Juntar pelotitas que pierden los golfistas en el campo los fines de semana. Vienen muchos gringos, que dan buenas propinas. Ayudar al del barcito en los ratos libres. Me empantané solo. Lo peor: Permití que mi vieja, la mejor vieja del mundo, parta sin saber que puedo.

Don Cosme me consuela. Sospecha que este golpazo me parte en dos. El chiquilín de antes, y el hombre que sangra de pié, como un soldado. Una incógnita revolotea de mi cabeza: ¿Es necesario que se muera la persona mas querida, para que los telones del teatro del autoengaño se desplacen, dejándonos libres para ver el mundo tal y como es? Si esto es cierto, la vida es una caca.

Avanzamos en silencio por avenidas desiertas. Tumbas abandonadas de los que ya no sufren. Ni desengaños de familiares amnésicos, ni traiciones, ni dolor alguno.

Los huesos y el polvo retornados al origen. La sustancia que permanece, la que no alcanzamos a ver, navega feliz por rutas que idealizaron estando vivos. Cuando la carcaza era bestialmente pesada. ¡Qué costoso es el aprendizaje de intentar vivir!

Esa es la noche más larga y productiva de mi existencia. Me levanto al alba. Compro el diario. A seis cuadras de casa, el farmacéutico me examina. Se detiene un rato en mis ojos. Finalmente, me admite para trabajar detrás del mostrador. Salgo a la calle silbando. Presiento que algo magnífico está sucediendo. Un cambio radical. Termino el secundario en la escuela nocturna. Y yo, que jamás supe cantar, suelto los compases de una milonga antigua, que reduce el frío del agua que pasa por unas cañerías que piden a gritos por un fontanero.

Mi patrón me apoya para que me reciba de idóneo. Atiendo al público, me alquilo un departamentito cerca del trabajo. De noche, tomo clases de inglés y con un libro de yoga, estiro mis músculos perezosos en el piso, sobre un montón de diarios viejos. (Un recordatorio del pasado).

Una mañana, hojeo el periódico. Me entero que mis antiguos compañeros del Tren Blanco, se integraron a una o varias Asociaciones Barriales. Las que aparecieron pululando por las calles, golpeando cacerolas, haciendo sonar sus voces pidiendo trabajo, justicia para todos, seguridad. Oportunidades de estudio para los hijos: “Somos los mayores exportadores de cerebros del mundo”, pregonaban. “Nuestras familias se diezman hacia la mejor oferta, en países donde juntan dinero, pero añoran la gauchada, la familia, los asaditos domingueros”.

Consiguen artistas gratis, para ofrecer un recital a beneficio para que los cartoneros sean vacunados contra el tétanos. Una enfermedad que los amenaza, difícil de mejorar sin una buena asistencia. El Decano de la Facultad de Ciencias Exactas de la UBA., abre los brazos al proyecto. De inmediato se incorporan los científicos y los docentes. El alumnado, súbitamente se despierta del ensueño de la tontería, para solidarizarse. Se colectan cientos de kilos de mercadería, y es ese humilde pobrerio, el que traslada hasta un comedor infantil, en la provincia de Tucumán, comida, ropa, remedios, cuadernos, para compatriotas carenciados. Han fundado —con sus medios— una guardería donde cada anochecer, depositan a sus hijos para colocarlos a resguardo.

Una foto del diario muestra, bien clarita, la imagen del flaco del tren y de su mujer. Ambos sonrientes. Distintos. Con los brazos abiertos, como queriendo abarcar al mundo y a sus congéneres. Otra vez golpeo mi dura cabeza contra la pared. Tengo que aprender a valorar la ambivalencia genial que cada ser humano conserva en su interior. Los de la foto, son los mismos que yo miraba con miedo y algo de desdén. A mi formación como hombre de bien, le quedan muchos huecos. En un Foro Social Mundial, un escritor llamado Galeano, emocionado, explica el fenómeno de la solidaridad con esta frase: “Son Valores que no tienen precio”.

Mientras suelto amarras hacia el crecimiento, me enamoro de la hija menor de este padre supletorio que me regaló la vida. Alguna que otra noche, siento oprimido el pecho. Como si una plancha de hierro lo aplastara. Tengo miedo de estar viviendo un sueño. Despertar, y descubrirme ignorante y egoísta, como antes. A pesar de mis logros, la sensación de vacío en la boca del estómago de aquél lejano y terrible mes de julio, reaparece dentro de mis pesadillas. Se instala por un rato. Se esfuma cuando suspiro. La sonrisa alentadora de mi madre se desvanece en el entresueño.

15.12.09

NAZARENO, FUISTE.

Rocío lloriquea, limpia el goterón que cuelga de su nariz, ata el cordón de su zapatilla y se frota los ojos. Una noche entera de desvelo, con la cara del Nazareno del flechazo, pinchada con un alfiler en pleno centro del desvarío nocturno. Sigue frotando hasta que le duelen los párpados, sin conseguir la mágica desaparición del impávido y mentiroso infiel. Muy por el contrario; se vuelve hacia ella burlándose con un: — Pero nena, no te pongas así…acordáte que nunca te prometí nada…
Este imposible cotidiano es una verdad irrefutable. Cuando una mujer se enamora, da por sentado que si el amado no promete es porque es tímido. O está inseguro de poder mantener una familia. O está comprometido colaborando con la madre a criar los hermanos menores…O…O…Y la atontada momentánea le sigue la corriente un poco por ingenuidad y otro tanto por lo que grita su centro femenino, en un alarido de pura calentura brotando desde la intensidad sin murallas de su primer, gran desborde amoroso.
Rocío se detiene fugazmente frente al espejo, viéndose distinta y fea. Su cara aparece quebrada, desdoblada, asimétrica. Como si el cristal estuviera partido en dos mitades, una más alta que la otra. La derecha, lanza una mirada perversa. El ojo entrecerrado bizquea. La comisura de los labios cae como en la horrenda caricatura de la bruja come niños de Hansel y Gretel. Este fugaz examen aumenta su desánimo. Toda mujer abandonada cree que la otra es más linda, mejor amante o más inteligente. La mañana es un desastre. El peine cae detrás del inodoro. Paciencia. Otro lo juntará. Alguien de la casa que se conserve a salvo de extravíos amorosos.
Un día leyó por ahí que el tiempo tal como lo medimos los humanos no existe. Que del ayer se aconseja conservar lo que nos hizo bien. Rocío sabe que lo bueno, empujado por el masoquismo de la desventura, desaparece dando manotazos de ahogado. Que lo que fue alegría, goce del contacto, sonido de la risa a dúo, insinuación festiva del “otro”, no se disipa de la memoria sencillamente. De acuerdo a la sensibilidad de cada uno, lo que fuera mágico, sigue prendido y reaparece escuchando una música o repasando el ayer que pretendíamos eternizar. El presente tiene una fugacidad tal, que termina, inexorablemente, cayendo de cabeza en el doloroso pasado. De lo porvenir, mejor no hablar. Una burbuja. Una ilusión. Un castillo de naipes que se derrumba cuando aparece en escena con rol de primera actriz, la otra. Que si somos rubias, puede ser pelirroja. Y si somos morenas, ésta será negra como el ébano, con cuerpo de guitarra y sonido de violín en concierto de oboe. La arpía se filtra porque en la pareja que creíamos ideal…hay una hendidura por la cual colarse.

Rocío camina rápido hacia la casa de su maestra de relajación. Distante a seis cuadras de la suya. Antes, las recorría volando. Feliz. Acariciaba al gato con moño de la ventana de Irene, canturreaba aunque lloviera. Esta mañana las piernas son de plomo. El tobillo refunfuña cuando el pie tropieza con un desnivel de la vereda. Ella votó al nuevo Intendente, que aseguró, entre otras promesas, que se ocuparía de obligar a los propietarios su inmediata reparación. Un cuentista de hadas, el enrulado y rubio candi-dato. La calle tiene los mismos baches. La acera conserva las añosas baldosas flojas, que sueltan risotadas cuando las pisan los desprevenidos. Salpican pantalones claros. Enlodan las suelas de los zapatos. Rocío no tiene ganas de reír, pero asocia el momento con la fisonomía del actor de la película” Mejor Imposible”. Dueño de un rostro multifacético que le permite lujos de actuación inimitables. Actúa como un maniaco impulsivo compulsivo, desfasado en algún rincón de la cabeza. Con absoluta precisión, Rocío lo entiende. Cualquiera se vuelve lunático y se harta en estos días.
Para qué ocuparse de los rastros que dejan los amorosos pichichos, que los amantes de las mascotas pasean apenas sale el sol. A las diez de la mañana, la fetidez los delata si se transita con el olfato en la plenitud de sus funciones. El barrio, que siempre le gustó, esta mañana le parece una verdadera caca.
Rocío sabe que se las toma con el Intendente para descargar de alguna manera, la cólera y el dolor que la carcomen. Porque los perros le gustan. Y el cielo está límpido, a pesar de su corazón, que la incita a velarlo con celajes amenazadores.
Por fin, el portón de la casa de su maestra. Hay dos bicicletas y el cochecito de Luciana, estacionado contra el cordón. Llega algo tarde. Entra en puntas de pié.
Marina — la Instructora — habla con esa vocecita entrenada para sosegar a sus discípulos. Sería una modelo estupenda para pintar el cuerpo de una persona en estado de total distensión. La cabeza canosa, que termina en un rodete pequeño, ajustado contra el cuero cabelludo. La postura de los hombros. Redondeados encantadoramente hacia abajo, como las Madonas Renacentistas. Recorriendo el cuerpo de Marina, los ángulos no existen. Ningún vestigio de tensión. Todo en su apariencia parece alargarse, deslizarse, con la misma naturalidad que corre el agua hacia niveles bajos.
Rocío busca la última silla. Sus compañeros ya están con los ojos cerrados. Inspiran hondo “sin permitir que una plumita imaginaria se sacuda al paso del oxigeno”. Hondo pero sin alardes. La exhalación — cuando ya se mantuvo hiper ventilada la zona abdominal — debe ser larga. “Lo mas larga posible”. Rocío intenta cerrar los ojos. Los párpados no responden. Están rígidos. Duros como dos huevos puestos a hervir dentro del agua. Reacomoda la cola. Hace diminutos giros con la cabeza. Las tensiones del cuello se quiebran como cristalitos afilados. Ahí aparece Nazareno. Sonriendo, con la barbilla erguida. Odia a Nazareno. Detesta haber venido a clase.

— "Dejemos a nuestros ojos buscar un punto imaginario en la punta de la nariz... Sin forzar... La relajación en la zona de la cabeza es real... Todo se distiende...Tómense un instante...Perciban el cambio..."

Rocío pretende aflojarse. Desafío inútil. Una estaca, de cabeza a pie. Logra soltar las manos. Las tenía apretadas, cerradas. Hundidas en la palma, como estrangulando mentalmente a Nazareno. Solo que Nazareno, en ese preciso momento, está lejos. En una playa caribeña, acariciando a una perra colorada. Toma sol con un traje de baño estimulante que no desdibuja para nada los encantos de las partes pudendas del galán recientemente extraviado.
La alumna busca reacomodar la zona baja del cuerpo. Algo tibio se mueve entre sus muslos. Un tacto imaginario y vergonzoso que la humedece sintiendo al ausente. Enrojece, se controla y manda a la mierda al de sus desvelos. En el desvarío, pierde el recorrido del ejercicio en más de medio cuerpo. La envolvente vocecita de Marina la conecta con la espalda.

" — Tomen contacto con la espalda...Imaginen dos manos amistosas... apoyadas en sus hombros...Las dos manos masajean los músculos hacia abajo...en dirección a la cintura...suavecito…Elongan la rigidez de la musculatura de la espalda... Tómense un instante...Perciban los cambios..."

— ¿Se llama así...Nazareno?—. La hermana mayor de Rocío pregunta y frunce la nariz. La hermana de Rocío vive con la nariz fruncida. Es abogada, gana bien, se compra pilchas caras y pretende casarse con el jefe. Claro, cuando él consiga divorciarse, o los chicos sean más grandes, o la esposa aprenda a vivir sola. Sanata bien conocida y jamás aprendida por mujeres embelesadas, postradas de rodillas.
— Si. Así se llama, y me gusta—. Si se enfrentan, Rocío se cala la coraza. Es menor y menos avispada. A veces, se atraganta con lo que quiere replicar y no le sale. Si la agrede, como ahora, los dientes de la hermana que aparecen con la ironía, son cuchillitos dañinos dispuestos a masticarla.
Sin mirar a Rocío, pega un lengüetazo al helado de crema. Coloca el marcador en el libro que le regaló el jefe — amante con anillo de otra — dispuesta a ponerle la tapa a esta giluna.
— Se jugaron los viejos con ese nombrecito... Apostaron a un santo...y el pato les salió gallareta—. Mira el cono de helado como si contemplara una obra de arte, para seguir con el chupeteo del dulce, muy campante.
— Apenas lo viste tres veces y ya tenés un juicio formado... Increíble. Parece que nadie perdona a Nazareno por ser como es, buen mozo y para colmo, inteligente...
— Buen mozo es. Inteligente, no creo. ¿Empezó y dejó tres veces la universidad, no?... Y no hablemos de fidelidad. Se lleva tiradas, según se pavonea con sus amigos, a todas las que lo van tentando...Parece mentira que seas tan tonta…O ciega — La hermanita es capaz de apuñalarla manteniendo la mirada angélica y la voz congelada. No pestañea. La enfrenta con rigor de hermana mayor.
Rocío pega media vuelta. Prefiere seguir sorda y ciega, antes que perderlo. La hermana tiene razón. Solo que equivoca el tiempo. Todo el pasado de Nazareno yendo y viniendo de una chica a otra, es eso. Pasado. El encuentro de ellos en la cancha de tenis, marcó la nueva etapa. El solazo sobre sus cabezas. La sed. Y él, que aparece con una botella de soda y una pajita para compartir la bebida Se aproxima. Sonríe, y los ojos oscuros, encierran a cadena perpetua los de ella. El famoso “toque” los enlaza en un minúsculo instante. La elige a ella. Cuando las gradas desbordan de gatubelas lacias, provocativas, que lo quieren engullir entero, vivito y coleando. El, como si lloviera. Atento a su risa. Gritando juntos el logro del equipo de amigos. Ese es el presente. Para ambos. Lo de las carreras empezadas y abandonadas, también es cierto. Harto de los desencuentros del hijo con el aprendizaje académico, el padre decidió ponerlo al frente de un negocio de ropa de onda para teen agers, donde este Don Juan se sentirá a sus anchas y él podrá vivir tranquilo, a resguardo de las quejas de su mujer, que defiende a muerte a su primogénito.
Empiezan a verse en público, primero. Nazareno tiene sus recursos: un primo amigo que le presta el ambientito lejos del centro. Una cama enorme. Un baño con tohallas que alguien mantiene inmaculadas. Un equipo de música, que ya suena cuando Rocío, echando miradas hacia los costados, logra insertar la llave en la cerradura. La visión fugaz de su mano con la llave en la puerta, retuerce sus intestinos en plena relajación. La devuelve a la silla y al leve olor a sahumerio que flota dentro del aula…Con Nazareno en todo su esplendor.

"—Por favor…Ahora apoyen la mano derecha en el centro del pecho... Sientan el latido rítmico…Parejo…de su corazón…El corazón bombea rítmicamente... saludablemente ...Están conectados, escuchando a su corazón…Les pertenece...Un órgano vital...Lo alimentamos cuando nos convertimos en buenos respiradores…
Inspiren hondo por la nariz...Retengan en el abdomen el oxígeno el mayor tiempo posible...Sin forzar...Exhalen larga...largamente..."

Nazareno no la planta de un día para otro. La despacha con ausencias justificadas, sigiloso, mientras afianza la relación con la pelirroja. Rocío sabe — porque los siguió con un taxi un atardecer— que la lleva al mismo lugar donde la encontraba a ella. Que cambió velozmente la combinación de la cerradura, harta de reformas. Nueva ilusa enganchada, recambio de la combinación de la cerradura. Nazareno rechaza de plano las escenas patéticas que arman novias desplazadas.
El despecho lleva a la joven a tramar maldades: Regar con kerosén la puerta, para que mueran quemados. No puede comprar un revólver. El dueño de la única armería del pueblo es amigo del padre. Cuanto más la retuerce el odio, mas lejos se halla la manera de vengarse. Pero tampoco puede convivir con esta pena, que le pesa sobre el pecho como una plancha caliente, que vocifera irritada: Nazarenoooo…Nazarenooo. “El corazón que debe mantenerse oxigenado”, como susurra la profe, cuando ella quiere matarlo para dejar el sufrimiento lejos.

"— Con suavidad, aflojen la zona baja del abdomen...Recuerden que este es el centro de las emociones...Suelten tensiones…limpien el abdomen con una gran inspiración…Retengan el aire lo más posible…Cada uno en sus tiempos…Que esta exhalación sea muy larga…Derritan los hombros hacia abajo…
Pensemos en nosotros... En el respeto que nos debemos... Tenemos un cuerpo perfecto... Una mente limpia... Usemos nuestros dones para mejorar en lo personal...Un don inapreciable es el perdón...Piensen en algo o alguien que los haya herido… Vamos a finalizar la clase de hoy, colocando en nuestra mente la idea del perdón...La energía radiante que se abre paso para que podamos perdonar..."

Rocío está más que segura que este ejercicio le está destinado. Marina, además de ser una excelente maestra, intuye aflicciones, miedos, o sabotajes que perpetran sus discípulos contra sí mismos. Rocío es trasparente. Sus sentimientos, obvios para la Instructora. Rocío se visualiza con un hacha afilada. Abandona la idea. La sangre la aterra más que la venganza.
Su pensamiento la devuelve a la cama junto a Nazareno. Él duerme la siestita habitual que sigue – según sus palabras — a la mejor relación de sexo que jamás haya tenido. Recuerda que varias veces ella intentó referirse al tema del sexo.
— No me gusta que te conformes con el sexo—. Rocío se viste la camisa, y calza los pantalones –. Quiero casarme. Formar mi familia. Tener nuestros hijos—. Murmura mirándolo con el amor al galope, en la pretensión de llegar al fondo de esos ojos, renuentes a enfrentar realidades.
— Somos jóvenes—, responde el taimado zalamero, con maullidito de gato casero a la hora de comer. La empuja hacia la puerta, rodeando la curva del pequeño trasero de la chica con habilidad innata. Nazareno no aprendió a cortejar por correspondencia. Ningún hombre engancha a una mujer si no tiene con qué.
Rocío se aquieta. Se acurruca. La desborda la plenitud de pertenecer. De ser parte del proyecto de vida del hombre que ama. El sentido de pertenencia es un artilugio sólido, que Nazareno refuerza cotidianamente, como parte de sus estrategias en el arte de conseguir sexo de buena calidad.

La chica de la última silla en la clase de relajación se atraganta con los mocos y las lágrimas. Habrán muchas pelirrojas, castañas o pardas en la vida de Nazareno. En lo personal, nadie le podrá robar lo vivido y lo sentido. De alguna manera, la voz de su maestra le revela otras verdades: Si sostiene que lo ama tanto... ¿Porqué no se libera y lo suelta, así ambos pueden vivir libremente la vida que elijan? ¿Lo ama, realmente o el despecho es el que le planta la tristeza? ¿Cuál fue el contenido del pasado? ¿Existió en algún momento el futuro? Rocío vaga insomne dentro de una mente vacía de respuestas.
La madre se percata de la hecatombe emocional. Interviene, durante el té, con pensamientos guardados al rescoldo:
— Pero hija...Es mucho mejor conocerlo a tiempo, que soportar el peso de los cuernos el resto de la vida—. Un tiro por elevación.
El padre lee el diario. Súbitamente, tose, se lleva la mano a la garganta y se evapora hacia la cocina a tomar agua, sin mirar a nadie. La insidiosa alusión a los cuernos es de su incumbencia. Recuerda los hechos y recuerda muy bien a la divertida, estrafalaria, fuera de contexto, jovencita llamada Lily Marlene, que le provocó una estocada a fondo. Un relincho machista que viró la veleta de la cansina profesión de marido buenazo a ciento ochenta grados. El recuerda. Su mujer recuerda. ¿Qué habrá sido de la vida de Lily Marlene? Mejor se hace el idiota y sigue con el diario.

"— Este es el momento especial...Nuestro cuerpo, desde la cúspide de la cabeza hasta las plantas de los pies… Está libre de tensiones... La placidez está instalada en órganos... músculos... huesos... La respiración es tranquila y reposada...Los pulmones recambian en los alvéolos inferiores, la sangre venosa para convertirla en arterial...La sangre que nutre hasta la última célula de nuestro cuerpo...La energía generosa de nuestro corazón nos asiste para ejercitar el perdón...
…Visualicen a la persona a la que deseen perdonar...Mentalmente, aproxímense a ella…Busquen el fondo de sus ojos… Acaricien su cabello... Palpen amistosamente sus hombros... Tomen sus manos...Respiren hondo...Exhalen...Cada uno con sus palabras, exprese el perdón...La disculpa... Observen como cambia la situación... Ustedes pueden ser generosos... Han crecido...Están por encima, flotando sobre la persona o la situación que los perturbaba...Sigan respirando... limpien a fondo sus corazones...
Coloquen luz y esperanza donde hubo sombras y dolor...Respiren...exhalen hondo, por favor... Abran los brazos...Extiendan la energía del amor, que es perdón, hacia los confines del universo...A pesar de nuestros errores, el universo sigue al alcance de nuestras manos para nuevas experiencias..."

Rocío es la última en abrir los ojos. Los compañeros y la maestra aguardan, en silencioso respeto. Se despereza. Arquea la espalda. Una débil sonrisa moviliza sus labios. No sabe si el sentimiento de absoluta paz que vive significa que ha desarrollado capacidades para perdonar. Lo que sí sabe, es que está aliviada.

"— ¿Pudieron obtener la gracia de su hermosa energía positiva?"— Marina se refiere al perdón. Ignacio, el de la bicicleta, sacude la cabeza y pide que en la clase próxima, se repita el ejercicio. La novia lo plantó. Creyó que esa sería la madre de sus hijos, hasta que ella salió ganadora en un casting. Ahora aparece en revistas para hombres, chupándose un dedo, el pelo sobre la cara y mostrando un par de redondeces en el frente y la cola provocativa dentro de una tanga más chica que un dedal. No la puede perdonar de golpe. Y lo peor. El ejercicio la situó con tanta realidad dentro de su mente, que casi se levanta y se va.
Ignacio es el único hombre de la clase. Todas las féminas lo entienden. No hay varón, por mas fortachón que sea, que soporte el destete sin aviso previo.
Rocío vuelve al cordón de las zapatillas, tomándose su tiempo. La impresiona su cuerpo. Siente que las dos mitades, antes separadas, se rearmaron como un rompecabezas con sentido propio. El centro del equilibrio físico y mental le fue devuelto. Marina es genial con mayúscula.
Mira con detención el suéter de color blanco. Cuidadosamente, lo coloca contra la luz. Adherido al tejido, encuentra un cabello negro, perfumado a Nazareno. Lo toma por una punta. Le da un ligero beso y lo sopla al vacío. La profe ha recomendado hacer el duelo si persiste la herida. Sale a la calle dispuesta a festejar la agonía del metejón con Nazareno, al que su padre denomina en silencio “el pescado”, porque la cabeza sirve solamente para tirar. Nunca fueron el uno para el otro...Y todo es reemplazable mientras estamos vivos. Punzante hermanita, para defenderla, veía la paja dentro de su ojo, sin querer aceptar el leño que cargaba. Marina dice que el corazón tiene razones que la razón no entiende. Genial anciana, que resucita a las Rocíos del mundo enseñándoles que el mundo es bueno o malo según sean nuestras opciones personales. Que ellas, sus discípulas son criaturas diferentes. Que deben aprender que de todo lo malo, es rescatable la experiencia que debe ser usada para cambiar la óptica pesimista por la sabiduría de la aceptación.
Rocío se desliza sobre la vereda liberada, como antes de conocer a Nazareno. Los perritos defecadores, olvidados. Las baldosas no agudizan las puntas para hacerla tropezar. El Intendente enrulado la mira desde un cartel colocado en el poste de luz antes de las elecciones. Alguien arrancó pedazos de papel, en la parte baja. Lo único intacto, es la sonrisa, ensayada para que lo voten.
El panorama es otro. Bastaron dos horas, para que lo doloroso malévolo se desanude y comience a partir. Enfrentar el engaño le sirve para levantar la autoestima. En lo personal, la muchacha presiente que para ella, este será un saludable pasado. El sacudón a fondo que le permitió desdibujar a Nazareno como al único hombre sobre la faz de la tierra. Tropezón doloroso, que deja un aprendizaje: Si te enamorás de nuevo, empezá pidiéndole el A.D.N.

Rocío olfatea. Arruga la nariz. El delicioso aroma de los azahares de los cítricos del vecindario impregna el aire. Las flores níveas, perfectas, están asidas a la ramazón. Dentro de una semana, los pétalos envejecerán sin remedio. Rodarán por el piso, ajados, atraídos a un destino marcado. Retornar a la tierra. Alimentar a otros seres, cuya vida depende de su muerte. En las ramas, la gestación del fruto se apresura. Busca la luz. Ambiciona exhibirse. Ser deseado. No tardará en llegar el niño que ensucie su ropa con el jugo dulzón de la mandarina.
Rocío se conoce y no es tonta. Tendrá sus recaídas, sus mutismos y algo de mal humor. Caer de traste desde lo alto del palo enjabonado duele…pero no mata.
Mira el cielo. Tan lejano y tan próximo, si le permitimos integrarse con nosotros mediante una buena respiración. Un ejercicio cotidiano, guiado por una maestra profética, que descubre el momento justo para elegir el perdón como trabajo de un día de finales de octubre. Cuando afuera, florecen los azahares.


Carmen Rosa Barrere