2.12.10

CUANDO DIOS APRIETA

CUANDO DIOS APRIETA


— La metrorragia es habitual en la edad crítica. — La doctora, que es amiga de Iván tiene aspecto caballuno. Me observa con amable inteligencia, compenetrada en una fracción de segundo con lo lamentable de la situación. Como mujer y por oficio conoce los mecanismos del miedo; mi bochorno, que aprieta un muslo contra otro como virgen inviolada, rígida como trozo de hielo. Su leve gesto de cabeza señala la camilla:— ¡Faldas arriba! — Sonríe para tranquilizarme. (Dientes pequeños y parejos. Ninguna semejanza con cuadrúpedos). Mis manos están húmedas cuando estrujo mi camisa. Se vapulea mi cordura como gelatina y suelto a la loca de la casa por territorios embarrados. Examino el techo buscando huellas, rastros dejados por víctimas anteriores. La superficie es blanca y por más que investigo no hallo rinconcitos que refugien arañas ni telas exhibiendo su laboriosidad. Así, vagando por techos y ventanas voy soltando la terca tensión que atenaza mis hombros. El tambor batiente de mi corazón se desacelera y mi pulso se aquieta.
Como odontóloga juzgo la salud y la higiene de mis pacientes explorando sus fauces. La doctora es absuelta. Aprieto los párpados. Si investigan mis partes pudendas pretendo que mis ojos a oscuras me aíslen. ”Si no miro, no me ven”. La tocadora de entrañas introduce dos dedos delgados en mi centro; palpa zonas hostiles y se aparta sin dañarme. En ese instante advierto que mantuve las manos aferradas a la camilla como una náufraga al salvavidas. Las libero. ¡Cuántas veces compadecí a mis pacientes de sillón ateridos por el fragor del torno! Ahora la víctima soy yo. Mi cabeza y mi ombligo en corto circuito vibran a destiempo, desmadrados. No me pertenecen. Bloqueo la fracción de tiempo con la cautela perversa del que espera una sentencia letal. La tranquila voz de la doctora entra a mis oídos espantando nubarrones.
— Cuando regresen de sus vacaciones si es necesario, haré algún examen…Por ahora las pastillas que indico detendrán la hemorragia. Escribe la receta que deposita en manos de Iván agregando una recomendación para pacientes cobardes: — Las precauciones son absolutamente necesarias. Pero el miedo no sirve. Es un aliado de la enfermedad no de la salud. Palmea mi hombro. Tan segura del diagnóstico como de llamarse Ingrid.
Iván me observa socarronamente. Conoce los aciertos de su amiga y se relame complacido.
Iván. El desgarbado señor que ambiciono convertir en el último hombre de mi vida. La horma perfecta de mi pié. Mi pié que tropezó con infinitas piedras para acabar enyesado, con ojos adicionales para avistar al enemigo, ahora estira confiado los dedos. Serpentinas que comulgan con la esperanza.
Este flacuchento es un mago. Un ilusionista que desentierra del páramo las plumas del pájaro alocado que dormía dentro de mis vísceras, para ordenar: “Levántate y anda, mujer. Soy la razón de tu momento”.
Provocada por sus estímulos visuales mi esqueleto, mi sangre, mis entrañas se desperezan del letargo. Mi gato de lomo arqueado maúlla idioteces. Quiero saber quién es. Como piensa. No acierto con la idea adecuada. Si sobrevive un restito de mi inteligencia, la sagacidad de su mirada la manda a dormir. Acabo hablando del tiempo, o del último asalto donde murieron tres personas. Quiero mover las manos despreocupadamente y termino derramando el té. El tipo me saca de caja con su sola presencia. No me reconozco. Por dentro, corretean los ratones. Las ondas del lago se mueven, alteradas. Brillante, salta el pez de mi otro yo. Ese otro yo que relampaguea y estalla en luces abiertas a sucesos imperdibles. El territorio privado mentiroso se relame gozando anticipadamente la gracia de ser descubierta a tiempo por su Cristóbal Colón.
La confitería donde bebo mi té fue el escenario del principio de esta historia. Esperaba a una amiga, a la que debo citar media hora antes. Su reloj padece de atrasos sin excusas. Entretanto, reviso la papelería que trae una propuesta para un congreso interesante nada menos que en Praga. Indignada, pego mis ojos a la puerta del local. De pronto el mozo, que me conoce hace mucho, carraspea llamando mi atención. Doblo mis hojas y lo miro. El hombre está francamente perturbado.
—Señora…Disculpe…— Otro titubeo. — Yo…bueno, nosotros no acostumbramos ocuparnos de estas cosas…Pero el señor es conocido…Es el arquitecto que tiene la oficina al fondo…Sí. — Arranca mas animado… Al fondo de su pasillo…
Alarga una tarjeta. Estoy pésima de humor. Tengo ganas de estrangular al mensajero. Miro el rectángulo blanco, donde leo: “Si los dos tomamos té, aburridamente, cada tarde a la misma hora, ¿No sería bueno conocernos? Me llamo Iván y me gustan sus manos”.
Abandono un dinero sobre la mesa y huyo sin mirar para ningún costado. Con la cabeza alta. Tomo el ascensor y me escabullo hacia mi refugio. Engreído de mierda. Debe creer que soy una vieja desesperada. Un espécimen abandonado a la buena de Dios…Una solterona ácida, buscadora de citas en un bar.
—Doctora. — Mi asistente abre la puerta. En una mano, agita la lista de pacientes de la mañana. En la otra sostiene un frasco con un ramo de rosas rojas.
— ¿Son para mí?— Murmuro señalando el ramo. Reconozco la tarjeta.
Mi ayudante se divierte a mi costilla. Aletea angélicamente, haciéndose cómplice de mi agitación.
— No sé quien las trajo… Abro la puerta y estaban ahí, paraditas dentro de este florero…Parecen el obsequio de un admirador ¿verdad?
No se atreve a más. Mi ceño está ásperamente fruncido, señal de retirada. Me abandona frente el mensaje: “Ayer salí antes que usted de la confitería. Parecía disgustada. ¿Hace mucho nadie le dice que hasta el enojo la vuelve interesante”? Iván, EL OBRADOR DE MILAGROS.
Mi doce de octubre no empezó en El Puerto de Palos. Sucedió en mi vecindario. El conquistador y el trofeo, lado a lado en un pasillo de color naranja. Diferentes desde la textura de la piel hasta la raza y la religión. Con un nexo: los respectivos desastres amorosos.
Iván es suizo. Alto y delgado. La cabeza remata en un mechón de cabellos grises que ralean, recubriendo un cráneo donde la materia gris es ágil, saltarina. Habla un castellano sin tropiezos, mientras yo equivoco los tiempos del verbo. No pretende dejarme con la boca abierta (como hago con mis pacientes) ni evidencia mi desventaja cultural. Escucha callado mis sandeces, sonriendo para sosegarme.
— La nuestra parece una historia inventada. — Dice dos tardes después, depositando en mi mano un ramito de violetas. — Dos dinosaurios huraños, oteando el horizonte para encontrar una pareja coincidente…— Suelta una risa y agrega: Tengo un nieto de doce años. Una tarde, veíamos una película con animales prehistóricos. Se voltea y pregunta:”Abu…Tú… ¿Eras amigo de los dinosaurios”?.. Imagínate: Para él soy un fósil acartonado, un personaje de cine de ciencia ficción.
Me encanta este hombre. Las manos con la palma ancha, el perfil y el porte, que lo hacen parecido a Jacques Cousteau. Con respetables diferencias: a mi galán no le gusta el agua. (En verdad, creo que lo asusta). Su pasión por la naturaleza está depositada en la montaña; el celeste desvaído de sus ojos, es copia de cielos enrarecidos por el fulgor del hielo, en las cumbres altas. Su humor es variable como el clima. Conversamos y de pronto, deja la caparazón frente a la taza de te y huye. El viaje dentro de sí mismo lo cambia. Trocitos del pasado aparecen flotando sobre lejanías. Paisajes que desconozco. Sufrimientos que me son ajenos. Aislada, sé que no me necesita. La enredadera de sus recuerdos lo secuestra de mi contacto y pierdo estabilidad.
Cuando reacciona hurguetea con visión desenfadada los altos y bajos de mi esqueleto. La recorrida es energizante. Rejuvenece mis estructuras. Recupero el vigoroso batir de mi sangre. Si toma mi mano, la electricidad actúa sobre mis dientes, que se aprietan. Mis pezones se insinúen maliciosos debajo de mi blusa. Hace siglos no me siento tan viva. Este señor no aprendió a cortejar por correspondencia. Me desnuda un hombre que roza mi piel tenuemente a través de una mesa de café bajo la mirada socarrona de un mozo gordezuelo, sin alitas ni flechas a la vista.
Pasé tantos años cavando mis trincheras, explorando el vaivén del mundo con mi periscopio, que disfrutar de lo real es una proeza. “Estoy bárbara”, leían mis amigos en mi batería de email. Mi realidad era frustrante. Esconder mis urgencias físicas y emocionales, escudarme en lo convencional, pensar sin atreverme en proyectar aventuras que resultaran en fiascos de tamaño mayúsculo, eran compañeros conocidos.
Cuando terminamos el te soy otra: una remozada ansiosa, entusiasta como una colegiala. Súbitamente capacitada para saltar vallas, trepar muros o volar con una escoba. Sin pasado y con un futuro con un enorme signo de interrogación. De común acuerdo, hacemos el pacto de la independencia y subrayamos la ausencia de promesas.
A veces — en mis escasos instantes de cordura — siento que está enamorado de la energía que brota de mi cuerpo, que tembloroso y tibio, lo anima, lo contiene y lo contagia. Para entender su lenguaje — más culto que el mío — compro libros que narran la historia de las montañas del planeta. Paso largas horas en la computadora, leyendo sobre su país. Anoto recetas de comidas que incluyan el rábano picante que le encanta y aprendo a preparar pepinos con crema de leche. Compro una colección de música tirolesa, alquilo la película de aquél viudo buen mozo, padre de unos niños increíblemente educados. Ese que enamora a la institutriz, que canta mientras suben la montaña. Cuando huyen bordeándola lloro como si la viera por primera vez.
— Sabes, querida, — Iván me alcanza un pañuelito de papel. — Tal vez el próximo año, cambiemos Bariloche por un viaje recorriendo estos lugares. Te van a encantar. Nací en al Cantón de Graubünden…Desde mi casa, en lo alto, veíamos Maienfeld, donde nació la famosa y querida Heidi. En ese lugar el Rin es apenas un hilo delgado de agua, que debe recorrer mucho camino para convertirse en la potencia que resulta al llegar a Alemania. Las laderas para ascender a Maienfeld son suaves…El aire es de una pureza increíble…A veces me parece escuchar el repique de las campanitas que cuelgan de los cuellos de las vacas…El corretear alocado de las cabras…La tersura del pasto, en primavera, salpicado por miles de florcitas cuyas raíces resisten bajo tierra, esperando el deshielo. Creo que uno ama mientras vive, esas sensaciones primarias, que llegan a través de los sentidos y se instalan para siempre en nuestra sangre… Hilachas viscerales que te siguen. Vayas donde vayas. Cuando me habla siento que me pertenece. Soy su confidente. ¡Qué tremenda mi lucha por pertenecer a este hombre!
Una vez — despectivamente — expresó que los criollos tomábamos mate para trabajar menos. Amar es renunciar o ceder. Escondí mi mate y mi bombilla.
No entiendo la velocidad con la que pasa el tiempo. Mi mente desborda sueños. Juguetea, baila, trepa hasta una rama, hace sonar la flauta de Pan y desciende al llano leve como pluma. Tobogán que no conjuga para nada con nuestros calendarios. Abrazados debajo de uno de los árboles del parque de su casa quinta, una tarde, mientras preparamos las vacaciones, se quejó: — ¿No te parece que la vida es injusta? Pasé gran parte de ella buscándote…Nos encontramos casi al final…con el tiempo escaso.
Lo abrazo tan, pero tan fuerte que consigo apretar el aire entre nuestras ropas.
Iván desarrolló — no obstante sus fracasos — ese desvarío llamado sensualidad que muchos hombres mueren sin haberlo aprendido. Y es con ella y su hilado de araña con la que me atrapa.
Conversaciones interminables que no sacian los interrogantes. Silencios preciosos, donde cada uno recrea en los ojos del otro las fantasías que vendrán acompañando el anochecer. “La hora de la ternura”, la llama él.
El fantasma de mi enfermedad no existe. Promesas tácitas, sin palabras expresas. Encuentros desde el que ambos salemos sorprendidos y gozosos. La ternura del ocio compartido. Mantener unidos los pies, luego del sexo, como continuidad física de un acto donde nos habíamos aproximado a la excelsitud de un clímax vigoroso y paralelamente, espiritual en grado sumo. Cuando los sentidos dejan de ser físicos para elevarnos hasta entrever el cielo.

Como mis hemorragias persisten, decido hacer otra consulta. Esta vez, en un hospital. Dentro del consultorio acomodo mi ropa y simulo una calma inexistente. Me enredo en palabrejas terminadas en rragia. Cada una asociada a enfermedades vergonzosas o graves: blenorragia, hemorragia. De golpe, esta desconocida: Metrorragia. Debe querer decir sangre por metro. En realidad es:”Hemorragia Uterina producida por un mecanismo distinto al de la menstruación”. Bendigo mi Diccionario Quillet. El alivio es momentáneo, pero devuelve el aire a los pulmones. No menciona al cáncer ni a otras maldades al acecho. Abro las ventanas del balcón y abrazo al aire. Ni siquiera regar mis plantas, o mirar el ocaso, logra quitar de mi panza esa rara sensación de hecatombe. Las mujeres somos intuitivas. Soy mujer y desde que conozco a Iván estoy plantada en la vida, con deseos de salud y permanencia.
Al día siguiente floto como un barrilete colgada de su brazo. Compramos camperas de dos grosores. Echarpes y botas de montaña. Nací en una bella zona boscosa. Las vacaciones con mi familia de niños traviesos, fueron junto al mar. No tengo equipo montañés. Acepté encantada la propuesta de visitar el sur donde él pasa tres meses cada año. La cordillera es dueña y señora del paisaje. Mi caballero otoñal es alto, delgado, con un par de piernas que parecen tener su raíz cerca del cuello. Sus largas zancadas, si intento seguirlo, me ridiculizan. Parezco una damita de kimono, enredada en mis pies para seguir su trote. El verano se aproxima. El invierno pasado a su lado, me transformó en un abeto azucarado por nieves prematuras. Enamórate de uno diferente, para entender y conocer lo que yo sentía.
Descubrir la montaña con este conocedor centrado, es una tentación con ribetes de aventura. Máxime cuando el guía es este seductor sigiloso, manipulador de caricias detenidas, expertas. Mi amante. ¡Cuánto me enerva la palabrita esta! Es dura. Siniestra. Pecaminosa para una burguesa doméstica, buena madre y ejemplo parroquial.
— Recorrer la montaña es como descubrir el cuerpo de una mujer hermosa. — Iván guía mi dedo sobre un mapa: Hondonadas prometedoras, húmedas, expectantes...Cimas que puedes acariciar con la mirada o rozar con el pié... Suavidad en cada curva del camino. Recodos que aparecen de súbito. Escondites ideales para descansar…Besarnos dentro de un remolino hecho de viento, como partes indivisibles con el todo que conforma el universo. Cuando habla, vibra. Si él vibra yo me diluyo sin mirar atrás.
La voz se le hace recuerdo. Sus sensaciones — que fueran compartidas antes con otras mujeres — me revelan una parte ínfima de sus momentos mágicos. Deambulares por las orillas de los arroyos, observando el alto vuelo del águila…la caprichosa entrega de las nubes a la brisa…O deteniéndose en la boca de otra mujer. En la mano o la boca de muchas otras, que tuvo antes que apareciera yo. Creo que me conoce mejor que lo que supongo. Me sustrae de la caída como quien pesca un pez en aguas claras, acariciando mi mano.
Neutraliza su interior, para seguir: — La montaña es una belleza desafiante…A cada instante, te enfrenta con tu mísera realidad. Un mortal pequeñito, al que puede extraviar, hundir en un pantano que no figura en los mapas, o sonreír si te quiebras una pierna y no tienes a ningún socorrista cerca. Iván endereza la curva de la espalda y besa mis dedos: — La montaña espera a los amantes intrépidos, preparados para verla y escalarla con respeto, degustando el sabor de su maravillosa oferta.
. El hechicero concluye de susurrar en mi oído. Sigue aprisionando mi cuerpo contra el suyo. Embobada, miro el cielo. Me conmociona vivir este milagro. Ya no sé dónde encontrar a la de antaño, infectada de emociones pálidas, de consuelos pobres.
Antes de continuar necesito aclarar algunas cosas. Tengo cuarenta y ocho años. Soy viuda, con hijos grandes. Hasta el día que tropecé casualmente con este Houdini, era una señora común, caserita y sin misterios. Irrumpe en mi vida como un huracán. Convierte mis huesos en agua. Mi sangre en fuego. Mi metódica y rutinaria mente se dispara como una bengala al aire. Instalado en mi corazón, es el comandante al mando de una nave obediente. Cambia los puntos cardinales que me orientaron desde la infancia, como quien derriba el castillo de arena de un niño jugueteando en la playa.
Mis momentos de cordura escasean. En ellos, caigo en la cuenta que enamorarme de este modo no condice con nada de lo ya vivido. Desmenuzo que la experiencia es el almacén de los fracasos. Por lo tanto, debo soltar mis velas.
Cuando el hombre inventó el almanaque, robó parte del futuro glorioso a la salvadora de ancianos pretenciosos: La esperanza. Que no tiene precio y que no se vuelve inalcanzable aún cuando los agiotistas violan las leyes de comercio. A veces no la vemos o desconfiamos, pero está.
— Eres miedosa, como buena criolla observa críticamente. Revuelve su té distraído. No cae en la cuenta que me estoy ofendiendo.
— Soy criolla...es cierto...pero conozco muchos de pura raza, como la tuya, famosos por sus actos de cobardía.
Di en el blanco. Un empate verbal. Me acaricia con su mirada azul. Cubre mi mano con la suya, me sonríe con mimo de payaso con bandera blanca. El clarín del aquí no pasó nada resuena. Corremos apretados hacia los muros, en festejo pluvial. Mojados y felices, disfrutamos la lluvia rumbo a casa.
Eso de que soy criolla es un puro eufemismo. Soy hija de vascos. Y los que me conocen bien, murmuran que soy terca.
Mis hemorragias reaparecen. Sin alertar a nadie, hago una cola solitaria en un hospital público. La mañana que paso a retirar los análisis, los que fueran mis miedos se transforman en certezas.
— ¿Tiene hijos? — El médico rellena una planilla con una seriedad que asusta.
— Sí. Cinco. —De pronto este fulano me disgusta. Es hostil.
— Imagino que son suficientes. — Afirmación categórica, sin levantar la vista del papel.
— Siiiiiii — me alargo en la mentira. Como explicar que sí. Que en estos tiempos desearía un niño flaco con manos huesudas y pelo algodonoso.
— Señora — me llama al orden. — Señora… Le haremos una histerectomía total. Tiene severamente dañados los ovarios...el útero... y la matriz comprometidos.
En mi hogar, la noticia cae como un bombazo. Mis hijos me piden disculpas. Cuando saqué a la luz mi relación con Iván, me convertí en un segundo en una vulgar transgresora. Hoy esta enfermedad los toma por sorpresa. Soy una veterana enferma. El perdón se instala como perentorio.
Cenamos en un silencio que se puede cortar con un cuchillo. Mis dos nueras son jóvenes, inexpertas como mis amados hijos. Al salir me acarician la cara. Ninguno tiene una brújula mágica que los aproxime a mi pánico.
Al otro día las chicas me regalan un silbato y una cantimplora.
— Por si te perdés entre esos vericuetos cerriles. — Se burlan para disimular mi crisis.
Esa noche de insomnio, escalofríos y dolor no se termina nunca.
El Iván que me escucha, el que recibe la noticia de mi amputación es un desconocido. Un hombre tallado en piedra. Endurecido. Resuelto a viajar solo ya que me empecino en una operación innecesaria, que tiene fecha ya fijada. Fecha que desgraciadamente coincide con sus planeadas vacaciones.
— Eres muy porfiada, querida, Viajaré después de tu operación. —Y con un tono más acorde al instante, asegura: —Te pondrás bien enseguida...Estaré esperando...
No reconozco la voz. No reconozco al hombre. Me habla tranquilamente, sin sobresaltos. Distante. (Fantasma dentro de paisajes que añora.) Sin ternura. Y sin rastros de compasión. El miedo tiene un olor definido. Ese olor emana de su piel, proclama a gritos que no se hace cargo. Que abandona la barca que se hunde como una vieja rata astuta.
El confortable sentimiento de pertenencia mutua se esfuma, No me atrevo a la gran pregunta... ¿Me habrá querido de verdad en algún momento de nuestra relación? ¿O me fui conformando porque apareció justo cuando creí que ser abuelita era mi último rol?
Al fin llega el día. Me castran en nombre de la bendita salud.
La Dama Rosada de la Beneficencia me asiste. Cachetea con dulzura mi cara. Intenta sacarme del efecto de la anestesia.
— Señora...ya la operaron...salió todo bien...
Retorno a una conciencia que desaparece en nubes y globos de color.
— Señora...si abre los ojos la llevo a la habitación...
La Dama Rosada pasa su mano entre mis cabellos. Me da un beso en la frente. No puedo agradecer. Agonizo. ! Qué tremenda mi soledad de mujer hueca! De mujer que jamás calentará otro huevo. De hembra entrenada en una sensualidad perturbadora y fugaz...conducida por un delicioso actor de amoríos casuales.
La habitación donde me depositan tiene cuatro camas. El edificio es antiguo, de estilo afrancesado. Desde lo alto del techo, un angelote de yeso envuelto en gasas, pide a gritos una mano de pintura. Divago para no pensar.
— Señora...estoy en la cama junto a la suya...si precisa algo, llámeme.
Me hago la sorda. Aprieto los ojos. No preciso nada. Lo que me falta no tiene supletorios. Mi único contenedor se borró de mi mapa. Yace cautivo del pasado en la montaña.
Antes entreví sombras de las mujeres de mi familia espiando detrás de los vidrios de la puerta. Una enfermera rigurosa no permite el acceso a las visitas.
Aparece la bendición del sueño. Con él arrastro el olor a mertiolate, el peso sobre mi abdomen, un amasijo de gasas sanguinolentas y el sentimiento de invalidez.
El médico que me atendió es cirujano, no psiquiatra. No me explicó que el clítoris es la zona erógena por excelencia. Si yo lo hubiera sabido de antemano, hubiera llorado menos. ¿Habrá muchas analfabetas sobre las funciones vitales del cuerpo en nuestra tierra? ¿Cuántas de ellas ignoran la sensación de plenitud que deja un orgasmo?
Cuando despierto, una larga cola de mujeres a las que permiten salir de la cama, conversan en voz baja con mi vecina. Solidarias. Caritativas con lo poco que poseen. Arrastran problemones enormes; abandonos; traiciones; incertidumbres. Con su carga en la mochila del alma, se asoman para alentarme. La vergüenza me sonroja la cara.
— Estos son mis nenes...
Mi vecina sostiene en una mano las fotos. En la otra, el rosario del que no se separa.
Los chiquilines son pequeños. La niña sonríe, adornada con dos trenzas tiesas, rematadas en moños. El varón serio, con rasgos araucanos.
— En marzo empiezan las clases...antes de internarme les compré la ropita...no sé si me darán el alta...me tienen que hacer rayos...Se extravía la voz con la tristeza.
La historia de esta mujer con hijos chicos y marido nuevo me conmueve. Me retorna al mundo real.
En las fotografías de su casa sureña las cortinas de la cocina eran de cuadros azules y blancos. Casi pude oler la miel impregnando el ambiente en las tardes de repostería casera. Mi historia personal se minimiza .Mis hijos son adultos. Eso creo. Mi enamoramiento cicatrizará algún día. Algún remoto día despertaré como nueva.
— ¿Vio? — Dice mi compañera — Dios nos aprieta sin ahogarnos.
— Cierto, — corroboro yo. — Cierto. Dios aprieta pero jamás ahoga.

CARMEN ROSA BARRERE

TOROS EN EL BUENOS AIRES COLONIAL

TOROS EN EL BUENOS AIRES COLONIAL


Me llamo Benita. Alrededor de 1857, mis raíces llegaron hacinadas dentro de las bodegas de los barcos que los traficantes de carne negra desembarcaban en las costas del puerto de Buenos Aires. Encadenados como bestias, hambrientos y aterrados, no tenían ni la menor idea del lugar donde se encontraban. No respondían a las órdenes de sus secuestradores porque desconocían el lenguaje; ignorancia fatal, que descargaba una lluvia de trompadas y latigazos sobre sus pieles oscuras, laceradas durante las peripecias horrorosas de la travesía. Los traficantes tenían contactos en tierra. El desembarco se hacía de noche y la entrega de mercadería a los sabuesos regateadores, sus futuros amos se efectuaba entre puteadas, patadas y empujones.

Mis ancestros aportaron a Buenos Aires, ciudad que empezaba la metamorfosis de abandonar el estado larval para transformarse — conforme a los designios de la naturaleza — en liviana y bella mariposa, lista para echarse a volar, no solamente la fuerza de la juventud, que se desgajaba en los trabajos más rudos. Inauguraron, enfrentándose al ceño fruncido de los españoles, la risa abierta que enseñaba fauces moradas y grandes dientes blancos; el repiqueteo del candombe, la esbeltez arrogante de los hombres, el ondulado caminar de las mujeres y agregaron al lenguaje que se gestaba, voces como milonga, mandinga, o tango. Pienso que mis antepasados soportaron la esclavitud, porque el espíritu de la música tribal, que atesoraban en el corazón, los mantenía con la ilusión en vilo: algún día retornarían a su tierra, con los suyos. Algún día volverían a salir de cacería para arribar orgullosos con la presa muerta sobre el hombro. Algún atardecer los encontraría sumergidos dentro de los pastizales, revolcando una hembra. Un “algún día”, que ninguno de ellos alcanzó.

Los pigmentos retintos casi han desaparecido de mi piel. Lenta evolución producida por las cruzas con criollos atrevidos, primero. Mas adelante mis torneadas antepasadas fueron elegidas por los gringos. Esos que desembarcaban de a miles en el puerto. Aparecieron mulatas de ojos claros y el cutis se fue destiñendo. Poco a poco.
Resisten en mi herencia, obstinadamente, tres características: mi cabello, que no se enrula en motas, pero es duro y abundante, difícil de someter. Insuflada por algún hechicero emplumado siento la imperiosa necesidad de curar enfermos...y la última, algo que duerme en mis oídos y espera en mis cuerdas vocales: escuchar música y cantar. Y si no puedo cantar, tarareo. En la soledad de mi escritorio tamborileo sobre la madera, o mentalizo el tango Cambalache. El poeta que lo escribió, el que le puso música, no fue un artista más. Fue un adelantado. Un visionario de las perennes enfermedades que padecemos los habitantes del planeta en los momentos de ruindad, cuando retrocedemos a los tiempos bestiales.

Esta brillante mañana del 2011, hago una pausa en mi quehacer. Quiero desembarazarme del rutinario presente del consultorio donde atiendo enfermos. Deseo soltar amarras, salir a la ventura, callejear sin rumbo. Desplazarme con los sentidos abiertos para ver, oler, sentir esta ciudad desde otra óptica. Observar los alrededores de la Plaza de Mayo, las veredas de La Rosada, vallada como una cárcel. Avisto la imponente Catedral y cruzando la calle, El Cabildo. Un Cabildo remozado, gallardo por fuera. Presiento que adentro, en la lobreguez de las habitaciones, se deslizan fantasmas en fuga. Hombres que pensando a futuro, nos liberaron, nos soltaron la mano para que creciéramos como seres libres. Censores mudos, que agitan las manos reclamando justicia y lealtad a nosotros, herederos sumidos en la amnesia y carcomidos por la angurria.
Los muebles y las aberturas sueltan crujidos misteriosos; los documentos escritos con esa letra antigua, llena de arabescos, oxidados por el aire, mantienen las huellas digitales de los próceres ya que nada se pierde y todo se transforma; la preciosa herrería forjada con seguridad extraña a las damas vestidas de raso, cubiertas las cabezas con mantillas de encaje que agitan desde los balcones sus preciosos abanicos españoles. Las imagino: Sentadas en primera fila, junto al Virrey y los Gobernadores, nerviosas, atildadas, prestas a mirar desde arriba, a resguardo, la primera lidia de toros en la Ciudad de los Buenos Aires.
A un costado de la plaza, avergonzada y desdibujada porque ya no existe, se insinúa la picota que el precavido Don Juan de Garay levantó para azotar o matar en ejecuciones públicas ejemplificadoras, a malhechores o traidores de causas nobles. Gentuza que crece como perejil, retobados ante todo orden establecido.
Busco un banco en la plaza y me abandono. La nostalgia se instala sin pedir permiso. Mis ojos se entrecierran. Percibo el coqueteo rumoroso del arrullar de las palomas, eternamente enamoradas del maíz y del sol. Un hombre sencillo ofrece chupetines y globos. Una mujer con dos niños de mirada triste, aprieta con celo una bolsa con carreteles de hilo y agujas que debe vender para que sus hijos recuperen la luz. Todo es real. Como lo es el roce de las ruedas de los vehículos sobre el asfalto, o el sonar lastimero de una ambulancia urgiendo el paso.
Me dejo llevar. Me desconecto. Empiezan mis visiones. Se abren paso desde mis genes poderosos. Me catapulto, como a través de un túnel, al contacto con el tiempo que fue. El paisaje entero cambia. Los olores y los ruidos son otros. Mi cuerpo y mi mente retroceden y mutan. En el desorden del tiempo, abandono el banco. Es el año de Gracia de 1609. La plaza no es la de Mayo. Se llama La Mayor.

Como espectadora invisible me regodeo entre un gentío pintoresco, que empuja el aire. (Nadie tropieza con fantasmas). Se arremolinan cerca de las postas tres hombres rudos, de rostro curtido y expresión cansada que amarran a los postes los carretones cargados que vienen del interior. Amasijan dentro de la boca trozos de tabaco negro que al rato escupen sin mirar sobre quien caen los restos.
Una larga fila de mulas se detiene. Trasladan canastos pesados, con las vides de Cuyo para el vino de las casas ricas. El murmullo de la multitud de pobres que recogen las sobras, se acrecienta con el arribo de una carreta con pasajeros de la clase alta que viajan desde tierra adentro expresamente para participar del evento taurino. Descienden apurados, rodeados de pilletes y mendigos, que pelean por cargar los baúles y valijas de cuero duro, rústico. Ha llovido. El barro dificulta el caminar de las señoras, que recogen con pudor los ruedos de los trajes, deseosas de higienizarse y sorber algo fresco. Con la expectativa, olvidan el dolor de nalgas y de huesos producido por el traqueteo penoso de la carreta y el miedo a la tropelía de la indiada.
Deben correr hasta el precario cercado donde por primera vez en las Colonias del Río de la Plata, abre sus portalones la plaza de toros. Orgullosamente, pretenden que nada tienen que envidiar a Lima. Allá las lidias son festejos de fuste. Sirven para celebrar cumpleaños de Reyes o aniversarios ilustres, con el agregado de una semana en la que nadie trabaja y que propicia la rienda suelta a los sentidos. Regocijados encuentros sociales, señalados en los relatos de historia por su importancia. Topetazos y revolcones de pobretones jóvenes y enamorados, que contemplan las estrellas cuando finaliza el coito, entre el pasto.

La plaza que inauguran los porteños no reúne los requisitos mínimos. El ruedo tiene un diámetro de apenas veinte metros. La arena fue mezclada con aserrín, por la lluvia. Hay un solo corral, donde enchiqueraron dos astados jóvenes, traídos de los pagos de Chascomús. Apretujados, entrechocan furiosamente los cuernos. Nadie entiende de castas, conformaciones del cuerpo o actitudes para defenderse de los animales, que no son ni la sombra de sus ancestros, los uros que poblaban, en manadas, las praderas de lejanos territorios. Los novilleros y los picadores son corajudos, pero inexpertos. No hay enfermería para asistir al torero y el burlador es tan estrecho, que si el torero necesita resguardo, debe entrar casi de perfil. La banda de música que anima el espectáculo es lamentable. Con el entusiasmo, cada uno ejecuta para su lado, equivocando notas. No hay Juez con banderita blanca, ni se hizo el sorteo previo, cuando se pesa a los toros presentes que deberán, en un rato, defenderse desde lo atávico del provocador. Faltan un montón de detalles...que no interesan a nadie. Cada corazón de allende los mares palpita. Presenciar la lidia es como volver al terruño. El de Madrid se hermana en la alegría con el valenciano y con el andaluz que no para de contar que su familia entera entiende más de toros que toda esta manga de palurdos, porque sin lugar a dudas, de las castas de Andalucía vienen los novillos más mandones y dominantes de Europa.
La única cosa que han revisado en los bóvidos es si tienen o no la colgadura entre las patas, que atestigüe que no está castrado para hacerlo manso. Escondidos, a los picadores que usan puyas con cruceta, les sudan los sobacos y les bullen las entrepiernas, porque el miedo no es zonzo. No es una changa cualquiera la de estos hombres. Sentirse seguros sobre el caballo que montan. Estimar con buen ojo el trapío de la bestia. Calcular la actitud que tendrá el animal en la arremetida y tener la certeza de poder amansarla, cuando culminan la tarea clavándole tres pares de banderillas en el morro, sin errarle. Cientos de ojos no los pierden de vista. Los gritos de la muchedumbre, los aullidos de los más audaces, los silbidos. Un desaforo auditivo, que se junta al miedo y a la pestilencia para acobardar a los de a caballo.

Aparece el torero. Metido dentro de un traje pobretón, sin el relumbrante atractivo de los que lidian en otros ruedos, donde la tauromaquia se ejerce a pleno. Toros de bravura innegable. Instintivamente agresivos, ennoblecidos por la inocencia del encontronazo violento contra el hombre. Añojos o cinqueños que mantendrán al torero en alerta rojo. En España los espectáculos tienen una carga de alucinante esplendor, digno de reyes o personajes eclesiásticos de alcurnia.
Este provocador es un hombre joven. Se mueve con gracia de bailarín. Inclina cabeza y cuerpo, quitándose el sombrero hacia el palco de las autoridades, trepadas a buen recaudo en los balcones del cabildo y saluda al público que estalla en el primer aplauso.
Todo esto, observando de reojo al contrincante que ya sangra, dolorido y furioso ante el poder que adquiere un humano mediante un “ablande previo” de maltrato físico. No lo puede pensar, pero lo intuye, lo presiente: la muerte está a punto de alcanzarlo.
Jadea la bestia, que atropella. Blande el estoque con pulso seguro el bailarín que ya no baila. Se desplaza. Ataca. Esquiva. Un maravilloso ballet, donde la capa, el sombrero y los botines embarrados sirven de marco a este fulano desconocido, de destreza inesperada. Dos estocadas a fondo. El toro ha perdido la vista. Ciego, arremete en una carga que el torero elude. Levanta el sombrero hacia el balcón. Permiso concedido. Puede ultimar a su víctima. Con el furor ancestral de la supervivencia, los enemigos se enfrentan. Empuña el estoque el matador para hundirlo entre borbollones de sangre, hasta el mango, en la cerviz del toro.
La gente que ha contenido la respiración, larga un aullido de victorioso triunfo. La inteligencia se impuso una vez más a la fuerza del bruto.
Los del balcón disponen las honras a la bestia. “Murió luchando bravamente” sostienen las autoridades. Traen al ruedo un par de asnos. Atan el toro muerto a los burrillos vivos, que guiados por un mozo, lo arrastran en círculo, dejando detrás un gran rastro de sangre. La gente enloquecida, aplaude. Un rejoneador con la rodilla lastimada, levanta el rejón, como homenaje y despedida a la voluntariosa mole derrotada.
El toro sin vida no está solo. Fuera del ruedo, entre el barro, lo acompaña un mosquerío verdoso, que también tiene un mandato: alimentarse de la carroña y depositar los huevos en un sitio todavía tibio, resguardando las futuras larvas. El populacho hambriento se encargará de la carne, del cuero y de los huesos, donde ya rebullen los gusanos.

Mi antepasada, otra Benita, es cocinera de una casa rica. Junto a su marido, se encarga de acarrear desde la cocina, limonadas, pastelitos de dulce y empanadas. Trozos de cerdo asado y rebanadas de pan recién horneado. El traslado lo hacen en bandejas de plata del Perú, que los amos apoyan sobre las rodillas, comiendo con las manos. Con la boca llena, discuten cada movimiento del toro y del torero. Alguien avisa que entrarán dos nuevos animales. Dos novilleros guapos los vienen empujando desde las soledades desconocidas de las pampas.
El ambiente se ha enrarecido por la conmoción de la lidia. El airecito que llega del río es insuficiente para disipar la atmósfera, cargada por este cruce caliente de emociones. Los de tierras adentro, más ingenuos, ignoraban la fama del torero y ahora lloran los dineros perdidos en apuestas. Los oportunistas de siempre hunden las manos en los pantalones y buscan otros incautos para engrosar sus bolsillos angurrientos.
Estas primitivas instalaciones se levantaban justo en la mitad de las 24 manzanas que conformaban la ciudad y le daban la cara al puerto de madera y a las
barrancas embarradas, peligrosas, que terminaban en la costa del río.

Llegado año 1791, a pedido del vecindario progresista, asqueado de la pestilencia y miedosos de la población de malandrines, atrincherados en el maderamen medio derruido del antiguo ruedo, éste fue levantado de la Plaza Mayor para radicarlo en el Hueco de Monserrat. En un febrero húmedo y pegajoso, los toros y sus cuidadores, escoltados por el bicherío y un tropel de haraganes, se aposentaron dentro de una construcción más recia. Mejor diseñada que la anterior, con graderías más sólidas, y sobre todo, en un barrio alejado, dentro de un rancherío de mala muerte, habitado por negros. Negros que festejaron la llegada de los nuevos vecinos atronando el aire con tambores y murgas inventadas al paso.
Los pingües ingresos que se colectaban endulzaron la avidez del Virrey Arredondo. Con la diligencia que requería el asunto, encomendó al Regidor Don Martín de Alzaga la fiscalización de tan suculenta recaudación. Que sería destinada — según voceros oficiales — al empedrado de las calles del barrio llamado de Monserrat. La ganga venía de los dos mil espectadores que cabían holgados dentro de la nueva plaza.
La tercera Benita ensució los bordes de su enagua carmesí en el mismo barro que sus antepasadas. El mismísimo barro de antes. Inexplicablemente, el dinero aquél jamás llegó a comprar adoquines ni piedras callejeras. Nadie se enteró, tampoco, a qué bolso español o criollo de alcurnia o falsa alcurnia fueron a parar tales dineros.
En 1799, los que antaño recibieran alegremente la inserción del ruedo de lidia en medio de su barrio, fueron azotados por la peste. La mugre y la convivencia con los animales – hubieron varias escapadas que pusieron en riesgo la vida de personas — agilizaron la medida del Marqués de Avilés, quien decretó su demolición.
Grupos adinerados habían inaugurado en La Plaza del Retiro, uno mayor, que permitía la entrada a diez mil personas.
Hacia fines de 1871, la Sociedad Protectora de animales prohibió todo evento donde participaran animales. Subrepticiamente, en el campo se siguió con las riñas de gallos, las peleas entre mastines furibundos, o las cinchadas de caballos, azotadas las ancas por el rebenque en las manos de un gaucho.
Las pulperías y postas de recambio de bestias de tiro, atraían transeúntes con dinero a estos espectáculos, mientras se asaba la carne. Los urgidos, no existiendo sanitarios, se metían entre los matorrales para hacer las necesidades al aire libre, con los yuyos arañando los traseros. No faltaba el artista en potencia, rasgueando la viola en un cielito, o soltando los últimos chismes sociales con descaro, entre copa y copa.
Me desembarazo con pena de este asalto de mi memoria al corazón del pasado. Camino por el Monserrat actual. Alguna casona conserva la vejez en los muros descascarados. Antes fueron solares con patios y traspatios; el aljibe adornado con azulejos de la Madre Patria; las techumbres de tejas donde anidaban pájaros; el rumor de las cadenas del balde cayendo estrepitoso buceando el fondo para cargar el agua; la risa pícara de la negrita encargada de proveer baños y cocinas con el líquido. Se mueve con suavidad un visillo de encaje: es la novia joven atisbando el paso del enamorado que la familia menosprecia. Mi oído sintoniza la chismería de los sirvientes cocinando mazamorra, o revolviendo el suculento puchero, que antes era comida para pobres. La Iglesia mantiene el campanario mudo. No llama como antaño, a la misa de once, ni se oye el lastimero tañido del bronce en un entierro. Debo averigüar porqué se silenciaron los campanarios de mi barrio.
Gracias a la generosidad de los que abrieron las puertas de las universidades gratuitas, soy médico. Me contoneo más civilizadamente que mis antepasadas por estas calles, que conservan, memoriosas, los rastros de sus huellas. Me saluda el pobrerio con un: “Chau, Dotora”, con respeto.
Solamente mis hijas — una totalmente enrulada — conocen mis divagues por plazas, zaguanes o callejones del recuerdo. Infantilmente, pretendo rescatar el entusiasmo de la muchedumbre enardecida por la pasión del ruedo, el sabor de las empanadas de carne, o el perfume de las glicinas antiguas, desvaídas, atrapadas en la maraña de las madreselvas.

CARMEN ROSA BARRERE

1.12.10

ÁGATA EN EL ESPEJO

ÁGATA EN EL ESPEJO

El caserón de Ágata tiene un atractivo especial para los vecinos. No para los jóvenes, que lo miran de pasada, como a un viejo barco semihundido, cuyo mar es una vereda de ladrillos rotos, con hondonadas y filos peligrosos, o chorros de agua sucia cuando llueve. Sí lo es para los ancianos, que acostumbran sentarse a tomar fresco debajo de los árboles de paraíso después de la siesta del verano. Entre mate y mate, no sobrevive títere con cabeza. Escarban laboriosamente vida y milagros de la víctima de turno, erigidos en salvadores barriales de hábitos de antaño, muertos y enterrados tiempo ha, mientras el sol se regodea en pleno siglo veintiuno. Usan esa minuciosidad que logra tejer y destejer la vida ajena mientras el cutis del que habla se marchita, las ilusiones se volatilizan sin metas y las manos no cierran del todo, por la artritis. Si no están muy seguros de lo que tienen en la punta de la lengua, carraspean mirando a lo lejos y sueltan su versión sin mirar de frente al interlocutor. Otro recurso es bajar el tono de voz. Se dan el gusto de largar la historia, complacidos con su talento, a sabiendas que la mayoría oye las palabras por la mitad, o dormita, esperando que suceda algo de valía.

Ágata es una señora muy mayor. Es viuda de un holgazán, que partió hacia potreros solitarios como consecuencia de una gripe mal curada, hace mucho tiempo. Dicen que era medio vago, (si se lo miraba con un solo ojo), resultando que la única herencia de la esposa es esa casona grande, antigua, con paredes húmedas y descascaradas y un fondo enorme plantado con frutales que le hacen pito catalán a la vejez y persisten de pie dando buenos frutos.
Cuando Martina, la única hija estudiaba, vivían de las costuras de la madre y de la venta de frutas. En esos tiempos empezaron las fábulas sobre ruidos extraños o vientos ululantes que parecían brotar de los mismísimos muros habitados por las dos mujeres. Algunos aficionados a la superchería, atribuían los fenómenos a un entierro en metálico, que se removía chocando una moneda con otra, escandalizando en las noches de cuarto creciente con el fin de ser descubierto.
La casa estaba construída como a diez metros de la línea donde empezaba la vereda. Para acceder hasta la puerta de entrada, había que lidiar con plantas desmadradas, matorrales de yuyos y escasa luz, que alejaban a los que pretendían comprar fruta al atardecer.
— Cuando golpeé las manos — contó doña Eufrasia, la dueña de la mercería — sentí un tirón del ruedo del saco verde...— y mirando al grupo, — sí, ese saco verde que uso siempre...— Desde esa tarde...no vuelvo cuando oscurece. Aunque sea verano, siempre sopla en el lugar un vientito que te enfría la nuca...como si de repente tuvieras fiebre…algo inexplicable…

Toda vez que caen en boca de los chismosos las dos habitantes de la casa, alguien cuchichea lo que le pasó a Eufrasia la parlanchina, que es mujer religiosa de misa diaria. (Eso, si uno es generoso y olvida las trampas que el hijo mayor hace a los incautos en los juegos de naipes.
Pobre Eufrasia, cuando está ausente, sacuden el polvo de su alfombra).
Con el correr de los años, Ágata abandonó el oficio de costurera. El asma que no pudo remediar a tiempo y los accesos de tos eran cada vez mas y mas frecuentes. La dejaban exhausta. Agradecía a Dios que Martina aprendió a coser tan prolijamente como le enseñara y que la clientela continuaba fiel. Lástima que las hojas del almanaque caían inexorables. La hija ya no lucía grácil ni lozana. Los que fueran graciosos rizos, hoy se apelmazaban sobre la cabeza, con la nuca rígida por las largas horas agachada sobre la máquina que les daba de comer.
— “Virgencita, tienes que ayudarnos” — rogaba la anciana encendiendo una velita blanca — “Martina debe encontrar un hombre para casarse...Un día de éstos, yo desaparezco... ¿Y cuál será su vida, en esta casa que se viene abajo?”. Con la angustia del pedido y la urgencia del tiempo, se le olvidaba agregar en la rogativa: “Recuerda también: Que sea trabajador y que no tenga vicios.”
Un día fue escuchada. Martina trajo a Ismael. Lo presentó muy seriamente. La madre se dió cuenta que la hija se había enamorado. De un sujeto que hablaba por demás, que tenía mal la dentadura y que desviaba con soberana astucia el interrogatorio maternal sobre sus recursos para ganarse el sustento. De mala gana reconoció que a Martina le brillaban de nuevo los ojos, como si una llamita se le hubiera encendido entre las ropas. Bajó los brazos, guardó el estoque, dibujó una sonrisa desganada y se fijó la fecha de la boda.
Martina era virgen. Ismael, un farsante .Tropezar, a esas alturas con una virgen legítima, le inflamó el machismo. La llamarada tuvo escasa combustión. Ismael no servía para esposo y menos para padre y Martina tuvo la peregrina idea de parir dos hijos con un año de diferencia. Para colmo, hembras.
— A mí, que no me hagan responsable de prepo — rezongó en el boliche. — Con lo caro que está todo... ¿A quién se le ocurre traer dos hijas al mundo...? Solo a una tarada, como mi mujer.

Luego de dormir la siesta a pata suelta, se acicalaba desde el delgado bigotito de chulo, hasta el abrillantado del zapato, sin olvidar unos efluvios baratos, remojando el pañuelo. Irrespetuoso y de mal gusto, los rebuscados piropos en la calle, los repartía sin fijarse a quien le caía el San Benito. De repente, atrapaba alguna incauta o desesperada que caía en su red de badulaque con labia. Por un tiempo la transformaba en la musa inspiradora de su canto. Ismael era maestro de haraganes, pero se defendía tocando la guitarra y cantando, metiendo un desafine por aquí y otro por allá. Pero el vino le caía gratis al garguero. Lo llamaban de todas las bailantas y tugurios que finalizaban las madrugadas con algún herido de arma blanca. El cantor era arrojado a la calle, borracho hasta los zapatos. Algún misericordioso lo arrastraba detrás de las plantas, donde amanecía, vomitado y hediondo.
— Martina está muy delgada. Los años se le vinieron encima de golpe. Razona el turco Julián. — Se sacó una flor de lotería con el tal Ismael. Más atorrante que el padre y de remate, curda.
Cuando las nietas se casaron, Ágata ya no abandonó la cama. Desde el fondo de las cobijas, conocía cada movimiento de la casa. El traqueteo incesante de la máquina de coser, las discusiones de Martina con el caradura, que alegaba que la mala suerte lo perseguía. Algún trabajo había, cierto. Pero ninguno de la categoría de los que el merecía. Martina optó por dormir en la habitación de las hijas. De ese modo no lo escuchaba llegar. Casi siempre borracho, o dando portazos que desvelaban a la madre y le producían, por el enojo, severos ataques de tos.
Una mañana, el barrio se conmocionó. Agata amaneció muerta en la cama.
— Le dio un ataque al corazón. Simplificó Martina a los que vinieron al velorio.
Por alguna razón, a Eufrasia la explicación le olió a gato encerrado. Pero mantuvo la boca cerrada. Bastante dolor escondía el corazón de Martina, como para agregar la duda en el momento en que enterraba a su madre. — Con semejante yerno. — Murmuraron las viejas. — A cualquiera le da un infarto... Demasiado soportó Agata....y el Vía Crucis de la hija va a terminar recién cuando a este rufiancito alguien le dé su merecido.

Seis meses después, Martina vendió la casa.
— A una familia grande, que viene del interior, — explicó. Nosotros encontramos un lugar mas pequeño...con ventanas que dejan entrar la luz...— y sonrojándose un poco — veo mucho menos que antes...y como vivimos de la costura ...
La tarde que los nuevos propietarios irrumpieron en el barrio, fue memorable. Se comenta hasta el día de hoy. El polvo de la calle se arremolinó, con el rodar de tres enormes camiones cargados de muebles y enseres hasta el tope. De un auto bajó una señora todavía joven y un señor de aspecto distinguido, seguido por cuatro niñas de distintas edades. Acompañando a los conductores, un tropel retozón de varones, que apenas puso la planta del pie en el suelo, se trenzó en una gresca que acabó cuando la madre de la patota les propinó semejantes tirones de pelo. La mudanza adquirió ribetes sorprendentes: de uno de los camiones, con una rampa inventada en el apuro, bajaron una vaca con un ternero. Un gran cajón alambrado con montones de gallinas espantadas, otro pequeño con dos avestruces de cogote largo y un mono con trajecito colorado, al que uno de los varones cargaba sobre la cintura. Exhibicionista escandaloso. Enseñó a los mirones que era bien macho y que con él nadie se metería.
— Jesús — murmuró doña Eufrasia — estos no parecen gente. — Parecen del circo
— Son gente del interior. — Aclaró el turco Julián, que era dueño de la panadería, agregada al almacén de ramos generales. El bar era su último negocio. El más rendidor de los tres, además de divertido.
— Esta mañana vino el hijo mayor a comprar vituallas... le pregunté en que trabajaba el padre....tengo que estar seguro, por si me piden fiado.. Dijo que el padre era vendedor de ganado. Que se mudaron acá para tener mejores colegios cerca.... Josefina, que ustedes saben, vive a la vuelta, me chimentó que anoche nadie pudo pegar un ojo...los varones amanecieron trepados a los árboles, comiendo fruta...el mono tiene una pandereta, que no paraba de sonar...y parece que el avestruz se tragó el reloj de tres tapas del padre. Esta madrugada, la pandilla perseguía el trasero del bicho, a ver si lo largaba. El discurso, rematado con una gran carcajada, obtiene el acompañamiento de los oyentes.

Al poco tiempo, la familia se fue haciendo de amigos. Las mujeres eran compañeras de colegio de las hijas de los vecinos de respeto. Los varones, aparte de las grescas propias de la edad, saludaban como bien enseñados. Se hartaron de comer fruta. Las gallinas encontraron el palo para dormir de noche y le quitaron la pandereta al monito, que ahora hace sus morisquetas obscenas desde lo alto de los árboles. Contrataron albañiles, plomeros y carpinteros que tiraron abajo los revoques, cambiaron las ruidosas cañerías, agregaron baños y en uno de ellos, el de las mujeres, colocaron un espejo grande, con vidrio biselado, que Silvia, la mayor de las hijas encontró — cubierto de polvo,— en el fondo de un ropero.
Cuando las cuadrillas terminaron las obras, empezaron los sucesos extraños. Las puertas de los armarios de la cocina aparecían abiertas en la mañana. Un sillón de hamaca que la señora usaba para descansar de a ratos, se movía como si se meciera un fantasma. En la habitación de los varones mayores, se escuchaba un respirar de jadeo, suspiros y algunas noches, alguien que lloraba.
La madre, madrugadora, limpiaba el azúcar derramada, alineaba las tazas que rodaron inexplicablemente detrás de los muebles y se persignaba, conjurando de manera sencilla, estos hechos que inquietaban a los hijos y que el vecindario comentaba a lengua suelta.
— No creo más que en Dios. — Afirmó la matrona cuando la vecina de enfrente quiso interpelarla. — A mi las sombras que se menean no me asustan...En última instancia, le pediré al cura que pase por acá y eche un poco de agua bendita...
El sacerdote pasó una mañana y no quedó un solo rincón del caserón sin su salpicadura ahuyentadora de fantasmas....Pero a la mañana siguiente, como en desafío, desaparecieron los platos donde se comía y tres vasos rotos dentro del tacho de residuos, eran como una burla desafiante del espectro malicioso.
—Vamos a hacerle una novena a la Virgen Desatanudos. — Porfió la dueña de casa. — Y me acompañarán todos ustedes. — Intimó a la prole con el ceño adusto. Rezaron. Se persignaron. Todos un poco apurados por hacer lo suyo. En especial Silvia, que se encontraba al atardecer con Santiago, el hijo menor del turco. A las escondidas, por supuesto.

Terminada la ceremonia, la joven se bañó velozmente y se plantó delante del espejo biselado para darle un levísimo colorete a sus mejillas. Sintió un aliento frío en el cuello. Un resoplar de pulmones enfermos... y una voz de ultratumba que la llamaba: Silviaaaa ...y la imagen, encima de la suya, de una anciana con ojos legañosos y tristísimos, que juntaba las manos como pidiendo ayuda. A Silvia las piernas le quedaron cortas para escapar corriendo. Enredada en los calzones, a grito pelado, entre estertores de susto, contó lo de la mujer en el espejo .La madre quiso cerciorarse. El espejo famoso, solamente la reflejaba a ella. No existía tal anciana, ni se escuchaban toses.
— Lo que sucede, — dijo – es que mirás mucha basura en televisión. Dejá de imaginarte cosas...y en lugar de andar perdiendo el tiempo detrás de los muros ajenos, dedicáte más tiempo a estudiar. Hacía la vista gorda a la relación juvenil de la hija, porque los vecinos se encargaban mejor que Mercurio de mantenerla informada. Hasta ahora, no hacían mas que charlar, tomados de la mano, con algún besito inocente de tanto en tanto, para despedirse.
Y entre sustos y otras disparadas, el verano desalojó a las últimas hojas amarillas y colocó paños fríos al jadeo incesante de las lenguas vecinales.

Hasta que un anochecer apareció en el bar del turco el desaparecido Ismael. Venía cargado de copas, un poco avejentado, con la ropa sucia, pero decidor como antes. Pidió una copa y se despatarró en una silla del fondo. El turco había colocado en un sitio alto un televisor de pantalla grande, donde los parroquianos miraban los partidos de fútbol, o el boxeo del viernes a la noche. En ese momento, estaba el noticioso de las veinte.
—“La policía de la ciudad ha desbaratado una banda de asaltantes" — se leía dentro de un cartelito — "Los seguían de cerca desde hace mas o menos un mes. Una denuncia anónima permitió a las fuerzas sorprenderlos en un barrio de emergencia. Los ciudadanos ya pueden dormir tranquilos”.
— Que policía ni que policía. — Ismael soltó un eructo y vagó con la mirada por mesas y sillas – La policía no sirve ni para espiar...no descubre un carajo...yo maté a una vieja hacen dos años...y acá estoy. Sanito... con mi copa en la mano. Nadie se enteró de nada...
El dueño lo escuchó y ató cabos con velocidad de relámpago. Además de los tragos que les daba a los milicos, una alcahuetería importante como ésta, serviría para el ascenso de alguno de sus amigotes.
En la declaración, Ismael no negó nada. Entró a la casa con unas copas, como siempre. Esa tarde, un desgraciado lo desplumó con los naipes. Estaba furioso. Quiso dormir, pero la vieja tosía y se quejaba tanto, que para que se callara y solo por un ratito, le tapó la cara con la almohada...Se fue a dormir tranquilo...pero la vieja amaneció muerta. “ Desde ese día mi vida es un infierno. Estoy viviendo solo, mi mujer me tiró a la calle. Me harté de la miseria...en la cárcel, por lo menos tengo la comida segura.”
Desde el momento que Ismael purga sus culpas en la cárcel, la familia del caserón vive sin sobresaltos. Silvia se mira sin miedo en el famoso espejo y la madre no pide que la asista el cura.

Yo vivo enfrente. Soy muy religiosa, aseguro no creer en fantasmas de la boca para afuera. En realidad, creo que los hay. Debo creer. De repente, sin que sople ninguna brisa, el vello de la nuca se me enfría. Por favor, no se lo cuenten a nadie. No quiero dar explicaciones sobre hechos ocurridos en mi propia familia. Secretos resguardados. Susurrados en el oído, cuando el silencio cae sobre los techos. Cuando todas las puertas están cerradas. Pasaron mucho antes que yo naciera, hace mucho, mucho tiempo. Parece que la memoria de los hechos sangrientos no se borra. Nos persiguen hasta que alguien se arrepiente, o cuando un enorme dolor nos auto exorciza.
Me siento en la vereda por las tardes, me hamaco, tomo mate y aguardo. Nadie muere el día antes. Sé que Caronte, con su barca, me espera para pasear lo que quede de mí por la Laguna Estigia. En algún momento, todos tenemos que pagar.