1.12.10

ÁGATA EN EL ESPEJO

ÁGATA EN EL ESPEJO

El caserón de Ágata tiene un atractivo especial para los vecinos. No para los jóvenes, que lo miran de pasada, como a un viejo barco semihundido, cuyo mar es una vereda de ladrillos rotos, con hondonadas y filos peligrosos, o chorros de agua sucia cuando llueve. Sí lo es para los ancianos, que acostumbran sentarse a tomar fresco debajo de los árboles de paraíso después de la siesta del verano. Entre mate y mate, no sobrevive títere con cabeza. Escarban laboriosamente vida y milagros de la víctima de turno, erigidos en salvadores barriales de hábitos de antaño, muertos y enterrados tiempo ha, mientras el sol se regodea en pleno siglo veintiuno. Usan esa minuciosidad que logra tejer y destejer la vida ajena mientras el cutis del que habla se marchita, las ilusiones se volatilizan sin metas y las manos no cierran del todo, por la artritis. Si no están muy seguros de lo que tienen en la punta de la lengua, carraspean mirando a lo lejos y sueltan su versión sin mirar de frente al interlocutor. Otro recurso es bajar el tono de voz. Se dan el gusto de largar la historia, complacidos con su talento, a sabiendas que la mayoría oye las palabras por la mitad, o dormita, esperando que suceda algo de valía.

Ágata es una señora muy mayor. Es viuda de un holgazán, que partió hacia potreros solitarios como consecuencia de una gripe mal curada, hace mucho tiempo. Dicen que era medio vago, (si se lo miraba con un solo ojo), resultando que la única herencia de la esposa es esa casona grande, antigua, con paredes húmedas y descascaradas y un fondo enorme plantado con frutales que le hacen pito catalán a la vejez y persisten de pie dando buenos frutos.
Cuando Martina, la única hija estudiaba, vivían de las costuras de la madre y de la venta de frutas. En esos tiempos empezaron las fábulas sobre ruidos extraños o vientos ululantes que parecían brotar de los mismísimos muros habitados por las dos mujeres. Algunos aficionados a la superchería, atribuían los fenómenos a un entierro en metálico, que se removía chocando una moneda con otra, escandalizando en las noches de cuarto creciente con el fin de ser descubierto.
La casa estaba construída como a diez metros de la línea donde empezaba la vereda. Para acceder hasta la puerta de entrada, había que lidiar con plantas desmadradas, matorrales de yuyos y escasa luz, que alejaban a los que pretendían comprar fruta al atardecer.
— Cuando golpeé las manos — contó doña Eufrasia, la dueña de la mercería — sentí un tirón del ruedo del saco verde...— y mirando al grupo, — sí, ese saco verde que uso siempre...— Desde esa tarde...no vuelvo cuando oscurece. Aunque sea verano, siempre sopla en el lugar un vientito que te enfría la nuca...como si de repente tuvieras fiebre…algo inexplicable…

Toda vez que caen en boca de los chismosos las dos habitantes de la casa, alguien cuchichea lo que le pasó a Eufrasia la parlanchina, que es mujer religiosa de misa diaria. (Eso, si uno es generoso y olvida las trampas que el hijo mayor hace a los incautos en los juegos de naipes.
Pobre Eufrasia, cuando está ausente, sacuden el polvo de su alfombra).
Con el correr de los años, Ágata abandonó el oficio de costurera. El asma que no pudo remediar a tiempo y los accesos de tos eran cada vez mas y mas frecuentes. La dejaban exhausta. Agradecía a Dios que Martina aprendió a coser tan prolijamente como le enseñara y que la clientela continuaba fiel. Lástima que las hojas del almanaque caían inexorables. La hija ya no lucía grácil ni lozana. Los que fueran graciosos rizos, hoy se apelmazaban sobre la cabeza, con la nuca rígida por las largas horas agachada sobre la máquina que les daba de comer.
— “Virgencita, tienes que ayudarnos” — rogaba la anciana encendiendo una velita blanca — “Martina debe encontrar un hombre para casarse...Un día de éstos, yo desaparezco... ¿Y cuál será su vida, en esta casa que se viene abajo?”. Con la angustia del pedido y la urgencia del tiempo, se le olvidaba agregar en la rogativa: “Recuerda también: Que sea trabajador y que no tenga vicios.”
Un día fue escuchada. Martina trajo a Ismael. Lo presentó muy seriamente. La madre se dió cuenta que la hija se había enamorado. De un sujeto que hablaba por demás, que tenía mal la dentadura y que desviaba con soberana astucia el interrogatorio maternal sobre sus recursos para ganarse el sustento. De mala gana reconoció que a Martina le brillaban de nuevo los ojos, como si una llamita se le hubiera encendido entre las ropas. Bajó los brazos, guardó el estoque, dibujó una sonrisa desganada y se fijó la fecha de la boda.
Martina era virgen. Ismael, un farsante .Tropezar, a esas alturas con una virgen legítima, le inflamó el machismo. La llamarada tuvo escasa combustión. Ismael no servía para esposo y menos para padre y Martina tuvo la peregrina idea de parir dos hijos con un año de diferencia. Para colmo, hembras.
— A mí, que no me hagan responsable de prepo — rezongó en el boliche. — Con lo caro que está todo... ¿A quién se le ocurre traer dos hijas al mundo...? Solo a una tarada, como mi mujer.

Luego de dormir la siesta a pata suelta, se acicalaba desde el delgado bigotito de chulo, hasta el abrillantado del zapato, sin olvidar unos efluvios baratos, remojando el pañuelo. Irrespetuoso y de mal gusto, los rebuscados piropos en la calle, los repartía sin fijarse a quien le caía el San Benito. De repente, atrapaba alguna incauta o desesperada que caía en su red de badulaque con labia. Por un tiempo la transformaba en la musa inspiradora de su canto. Ismael era maestro de haraganes, pero se defendía tocando la guitarra y cantando, metiendo un desafine por aquí y otro por allá. Pero el vino le caía gratis al garguero. Lo llamaban de todas las bailantas y tugurios que finalizaban las madrugadas con algún herido de arma blanca. El cantor era arrojado a la calle, borracho hasta los zapatos. Algún misericordioso lo arrastraba detrás de las plantas, donde amanecía, vomitado y hediondo.
— Martina está muy delgada. Los años se le vinieron encima de golpe. Razona el turco Julián. — Se sacó una flor de lotería con el tal Ismael. Más atorrante que el padre y de remate, curda.
Cuando las nietas se casaron, Ágata ya no abandonó la cama. Desde el fondo de las cobijas, conocía cada movimiento de la casa. El traqueteo incesante de la máquina de coser, las discusiones de Martina con el caradura, que alegaba que la mala suerte lo perseguía. Algún trabajo había, cierto. Pero ninguno de la categoría de los que el merecía. Martina optó por dormir en la habitación de las hijas. De ese modo no lo escuchaba llegar. Casi siempre borracho, o dando portazos que desvelaban a la madre y le producían, por el enojo, severos ataques de tos.
Una mañana, el barrio se conmocionó. Agata amaneció muerta en la cama.
— Le dio un ataque al corazón. Simplificó Martina a los que vinieron al velorio.
Por alguna razón, a Eufrasia la explicación le olió a gato encerrado. Pero mantuvo la boca cerrada. Bastante dolor escondía el corazón de Martina, como para agregar la duda en el momento en que enterraba a su madre. — Con semejante yerno. — Murmuraron las viejas. — A cualquiera le da un infarto... Demasiado soportó Agata....y el Vía Crucis de la hija va a terminar recién cuando a este rufiancito alguien le dé su merecido.

Seis meses después, Martina vendió la casa.
— A una familia grande, que viene del interior, — explicó. Nosotros encontramos un lugar mas pequeño...con ventanas que dejan entrar la luz...— y sonrojándose un poco — veo mucho menos que antes...y como vivimos de la costura ...
La tarde que los nuevos propietarios irrumpieron en el barrio, fue memorable. Se comenta hasta el día de hoy. El polvo de la calle se arremolinó, con el rodar de tres enormes camiones cargados de muebles y enseres hasta el tope. De un auto bajó una señora todavía joven y un señor de aspecto distinguido, seguido por cuatro niñas de distintas edades. Acompañando a los conductores, un tropel retozón de varones, que apenas puso la planta del pie en el suelo, se trenzó en una gresca que acabó cuando la madre de la patota les propinó semejantes tirones de pelo. La mudanza adquirió ribetes sorprendentes: de uno de los camiones, con una rampa inventada en el apuro, bajaron una vaca con un ternero. Un gran cajón alambrado con montones de gallinas espantadas, otro pequeño con dos avestruces de cogote largo y un mono con trajecito colorado, al que uno de los varones cargaba sobre la cintura. Exhibicionista escandaloso. Enseñó a los mirones que era bien macho y que con él nadie se metería.
— Jesús — murmuró doña Eufrasia — estos no parecen gente. — Parecen del circo
— Son gente del interior. — Aclaró el turco Julián, que era dueño de la panadería, agregada al almacén de ramos generales. El bar era su último negocio. El más rendidor de los tres, además de divertido.
— Esta mañana vino el hijo mayor a comprar vituallas... le pregunté en que trabajaba el padre....tengo que estar seguro, por si me piden fiado.. Dijo que el padre era vendedor de ganado. Que se mudaron acá para tener mejores colegios cerca.... Josefina, que ustedes saben, vive a la vuelta, me chimentó que anoche nadie pudo pegar un ojo...los varones amanecieron trepados a los árboles, comiendo fruta...el mono tiene una pandereta, que no paraba de sonar...y parece que el avestruz se tragó el reloj de tres tapas del padre. Esta madrugada, la pandilla perseguía el trasero del bicho, a ver si lo largaba. El discurso, rematado con una gran carcajada, obtiene el acompañamiento de los oyentes.

Al poco tiempo, la familia se fue haciendo de amigos. Las mujeres eran compañeras de colegio de las hijas de los vecinos de respeto. Los varones, aparte de las grescas propias de la edad, saludaban como bien enseñados. Se hartaron de comer fruta. Las gallinas encontraron el palo para dormir de noche y le quitaron la pandereta al monito, que ahora hace sus morisquetas obscenas desde lo alto de los árboles. Contrataron albañiles, plomeros y carpinteros que tiraron abajo los revoques, cambiaron las ruidosas cañerías, agregaron baños y en uno de ellos, el de las mujeres, colocaron un espejo grande, con vidrio biselado, que Silvia, la mayor de las hijas encontró — cubierto de polvo,— en el fondo de un ropero.
Cuando las cuadrillas terminaron las obras, empezaron los sucesos extraños. Las puertas de los armarios de la cocina aparecían abiertas en la mañana. Un sillón de hamaca que la señora usaba para descansar de a ratos, se movía como si se meciera un fantasma. En la habitación de los varones mayores, se escuchaba un respirar de jadeo, suspiros y algunas noches, alguien que lloraba.
La madre, madrugadora, limpiaba el azúcar derramada, alineaba las tazas que rodaron inexplicablemente detrás de los muebles y se persignaba, conjurando de manera sencilla, estos hechos que inquietaban a los hijos y que el vecindario comentaba a lengua suelta.
— No creo más que en Dios. — Afirmó la matrona cuando la vecina de enfrente quiso interpelarla. — A mi las sombras que se menean no me asustan...En última instancia, le pediré al cura que pase por acá y eche un poco de agua bendita...
El sacerdote pasó una mañana y no quedó un solo rincón del caserón sin su salpicadura ahuyentadora de fantasmas....Pero a la mañana siguiente, como en desafío, desaparecieron los platos donde se comía y tres vasos rotos dentro del tacho de residuos, eran como una burla desafiante del espectro malicioso.
—Vamos a hacerle una novena a la Virgen Desatanudos. — Porfió la dueña de casa. — Y me acompañarán todos ustedes. — Intimó a la prole con el ceño adusto. Rezaron. Se persignaron. Todos un poco apurados por hacer lo suyo. En especial Silvia, que se encontraba al atardecer con Santiago, el hijo menor del turco. A las escondidas, por supuesto.

Terminada la ceremonia, la joven se bañó velozmente y se plantó delante del espejo biselado para darle un levísimo colorete a sus mejillas. Sintió un aliento frío en el cuello. Un resoplar de pulmones enfermos... y una voz de ultratumba que la llamaba: Silviaaaa ...y la imagen, encima de la suya, de una anciana con ojos legañosos y tristísimos, que juntaba las manos como pidiendo ayuda. A Silvia las piernas le quedaron cortas para escapar corriendo. Enredada en los calzones, a grito pelado, entre estertores de susto, contó lo de la mujer en el espejo .La madre quiso cerciorarse. El espejo famoso, solamente la reflejaba a ella. No existía tal anciana, ni se escuchaban toses.
— Lo que sucede, — dijo – es que mirás mucha basura en televisión. Dejá de imaginarte cosas...y en lugar de andar perdiendo el tiempo detrás de los muros ajenos, dedicáte más tiempo a estudiar. Hacía la vista gorda a la relación juvenil de la hija, porque los vecinos se encargaban mejor que Mercurio de mantenerla informada. Hasta ahora, no hacían mas que charlar, tomados de la mano, con algún besito inocente de tanto en tanto, para despedirse.
Y entre sustos y otras disparadas, el verano desalojó a las últimas hojas amarillas y colocó paños fríos al jadeo incesante de las lenguas vecinales.

Hasta que un anochecer apareció en el bar del turco el desaparecido Ismael. Venía cargado de copas, un poco avejentado, con la ropa sucia, pero decidor como antes. Pidió una copa y se despatarró en una silla del fondo. El turco había colocado en un sitio alto un televisor de pantalla grande, donde los parroquianos miraban los partidos de fútbol, o el boxeo del viernes a la noche. En ese momento, estaba el noticioso de las veinte.
—“La policía de la ciudad ha desbaratado una banda de asaltantes" — se leía dentro de un cartelito — "Los seguían de cerca desde hace mas o menos un mes. Una denuncia anónima permitió a las fuerzas sorprenderlos en un barrio de emergencia. Los ciudadanos ya pueden dormir tranquilos”.
— Que policía ni que policía. — Ismael soltó un eructo y vagó con la mirada por mesas y sillas – La policía no sirve ni para espiar...no descubre un carajo...yo maté a una vieja hacen dos años...y acá estoy. Sanito... con mi copa en la mano. Nadie se enteró de nada...
El dueño lo escuchó y ató cabos con velocidad de relámpago. Además de los tragos que les daba a los milicos, una alcahuetería importante como ésta, serviría para el ascenso de alguno de sus amigotes.
En la declaración, Ismael no negó nada. Entró a la casa con unas copas, como siempre. Esa tarde, un desgraciado lo desplumó con los naipes. Estaba furioso. Quiso dormir, pero la vieja tosía y se quejaba tanto, que para que se callara y solo por un ratito, le tapó la cara con la almohada...Se fue a dormir tranquilo...pero la vieja amaneció muerta. “ Desde ese día mi vida es un infierno. Estoy viviendo solo, mi mujer me tiró a la calle. Me harté de la miseria...en la cárcel, por lo menos tengo la comida segura.”
Desde el momento que Ismael purga sus culpas en la cárcel, la familia del caserón vive sin sobresaltos. Silvia se mira sin miedo en el famoso espejo y la madre no pide que la asista el cura.

Yo vivo enfrente. Soy muy religiosa, aseguro no creer en fantasmas de la boca para afuera. En realidad, creo que los hay. Debo creer. De repente, sin que sople ninguna brisa, el vello de la nuca se me enfría. Por favor, no se lo cuenten a nadie. No quiero dar explicaciones sobre hechos ocurridos en mi propia familia. Secretos resguardados. Susurrados en el oído, cuando el silencio cae sobre los techos. Cuando todas las puertas están cerradas. Pasaron mucho antes que yo naciera, hace mucho, mucho tiempo. Parece que la memoria de los hechos sangrientos no se borra. Nos persiguen hasta que alguien se arrepiente, o cuando un enorme dolor nos auto exorciza.
Me siento en la vereda por las tardes, me hamaco, tomo mate y aguardo. Nadie muere el día antes. Sé que Caronte, con su barca, me espera para pasear lo que quede de mí por la Laguna Estigia. En algún momento, todos tenemos que pagar.

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