2.12.10

TOROS EN EL BUENOS AIRES COLONIAL

TOROS EN EL BUENOS AIRES COLONIAL


Me llamo Benita. Alrededor de 1857, mis raíces llegaron hacinadas dentro de las bodegas de los barcos que los traficantes de carne negra desembarcaban en las costas del puerto de Buenos Aires. Encadenados como bestias, hambrientos y aterrados, no tenían ni la menor idea del lugar donde se encontraban. No respondían a las órdenes de sus secuestradores porque desconocían el lenguaje; ignorancia fatal, que descargaba una lluvia de trompadas y latigazos sobre sus pieles oscuras, laceradas durante las peripecias horrorosas de la travesía. Los traficantes tenían contactos en tierra. El desembarco se hacía de noche y la entrega de mercadería a los sabuesos regateadores, sus futuros amos se efectuaba entre puteadas, patadas y empujones.

Mis ancestros aportaron a Buenos Aires, ciudad que empezaba la metamorfosis de abandonar el estado larval para transformarse — conforme a los designios de la naturaleza — en liviana y bella mariposa, lista para echarse a volar, no solamente la fuerza de la juventud, que se desgajaba en los trabajos más rudos. Inauguraron, enfrentándose al ceño fruncido de los españoles, la risa abierta que enseñaba fauces moradas y grandes dientes blancos; el repiqueteo del candombe, la esbeltez arrogante de los hombres, el ondulado caminar de las mujeres y agregaron al lenguaje que se gestaba, voces como milonga, mandinga, o tango. Pienso que mis antepasados soportaron la esclavitud, porque el espíritu de la música tribal, que atesoraban en el corazón, los mantenía con la ilusión en vilo: algún día retornarían a su tierra, con los suyos. Algún día volverían a salir de cacería para arribar orgullosos con la presa muerta sobre el hombro. Algún atardecer los encontraría sumergidos dentro de los pastizales, revolcando una hembra. Un “algún día”, que ninguno de ellos alcanzó.

Los pigmentos retintos casi han desaparecido de mi piel. Lenta evolución producida por las cruzas con criollos atrevidos, primero. Mas adelante mis torneadas antepasadas fueron elegidas por los gringos. Esos que desembarcaban de a miles en el puerto. Aparecieron mulatas de ojos claros y el cutis se fue destiñendo. Poco a poco.
Resisten en mi herencia, obstinadamente, tres características: mi cabello, que no se enrula en motas, pero es duro y abundante, difícil de someter. Insuflada por algún hechicero emplumado siento la imperiosa necesidad de curar enfermos...y la última, algo que duerme en mis oídos y espera en mis cuerdas vocales: escuchar música y cantar. Y si no puedo cantar, tarareo. En la soledad de mi escritorio tamborileo sobre la madera, o mentalizo el tango Cambalache. El poeta que lo escribió, el que le puso música, no fue un artista más. Fue un adelantado. Un visionario de las perennes enfermedades que padecemos los habitantes del planeta en los momentos de ruindad, cuando retrocedemos a los tiempos bestiales.

Esta brillante mañana del 2011, hago una pausa en mi quehacer. Quiero desembarazarme del rutinario presente del consultorio donde atiendo enfermos. Deseo soltar amarras, salir a la ventura, callejear sin rumbo. Desplazarme con los sentidos abiertos para ver, oler, sentir esta ciudad desde otra óptica. Observar los alrededores de la Plaza de Mayo, las veredas de La Rosada, vallada como una cárcel. Avisto la imponente Catedral y cruzando la calle, El Cabildo. Un Cabildo remozado, gallardo por fuera. Presiento que adentro, en la lobreguez de las habitaciones, se deslizan fantasmas en fuga. Hombres que pensando a futuro, nos liberaron, nos soltaron la mano para que creciéramos como seres libres. Censores mudos, que agitan las manos reclamando justicia y lealtad a nosotros, herederos sumidos en la amnesia y carcomidos por la angurria.
Los muebles y las aberturas sueltan crujidos misteriosos; los documentos escritos con esa letra antigua, llena de arabescos, oxidados por el aire, mantienen las huellas digitales de los próceres ya que nada se pierde y todo se transforma; la preciosa herrería forjada con seguridad extraña a las damas vestidas de raso, cubiertas las cabezas con mantillas de encaje que agitan desde los balcones sus preciosos abanicos españoles. Las imagino: Sentadas en primera fila, junto al Virrey y los Gobernadores, nerviosas, atildadas, prestas a mirar desde arriba, a resguardo, la primera lidia de toros en la Ciudad de los Buenos Aires.
A un costado de la plaza, avergonzada y desdibujada porque ya no existe, se insinúa la picota que el precavido Don Juan de Garay levantó para azotar o matar en ejecuciones públicas ejemplificadoras, a malhechores o traidores de causas nobles. Gentuza que crece como perejil, retobados ante todo orden establecido.
Busco un banco en la plaza y me abandono. La nostalgia se instala sin pedir permiso. Mis ojos se entrecierran. Percibo el coqueteo rumoroso del arrullar de las palomas, eternamente enamoradas del maíz y del sol. Un hombre sencillo ofrece chupetines y globos. Una mujer con dos niños de mirada triste, aprieta con celo una bolsa con carreteles de hilo y agujas que debe vender para que sus hijos recuperen la luz. Todo es real. Como lo es el roce de las ruedas de los vehículos sobre el asfalto, o el sonar lastimero de una ambulancia urgiendo el paso.
Me dejo llevar. Me desconecto. Empiezan mis visiones. Se abren paso desde mis genes poderosos. Me catapulto, como a través de un túnel, al contacto con el tiempo que fue. El paisaje entero cambia. Los olores y los ruidos son otros. Mi cuerpo y mi mente retroceden y mutan. En el desorden del tiempo, abandono el banco. Es el año de Gracia de 1609. La plaza no es la de Mayo. Se llama La Mayor.

Como espectadora invisible me regodeo entre un gentío pintoresco, que empuja el aire. (Nadie tropieza con fantasmas). Se arremolinan cerca de las postas tres hombres rudos, de rostro curtido y expresión cansada que amarran a los postes los carretones cargados que vienen del interior. Amasijan dentro de la boca trozos de tabaco negro que al rato escupen sin mirar sobre quien caen los restos.
Una larga fila de mulas se detiene. Trasladan canastos pesados, con las vides de Cuyo para el vino de las casas ricas. El murmullo de la multitud de pobres que recogen las sobras, se acrecienta con el arribo de una carreta con pasajeros de la clase alta que viajan desde tierra adentro expresamente para participar del evento taurino. Descienden apurados, rodeados de pilletes y mendigos, que pelean por cargar los baúles y valijas de cuero duro, rústico. Ha llovido. El barro dificulta el caminar de las señoras, que recogen con pudor los ruedos de los trajes, deseosas de higienizarse y sorber algo fresco. Con la expectativa, olvidan el dolor de nalgas y de huesos producido por el traqueteo penoso de la carreta y el miedo a la tropelía de la indiada.
Deben correr hasta el precario cercado donde por primera vez en las Colonias del Río de la Plata, abre sus portalones la plaza de toros. Orgullosamente, pretenden que nada tienen que envidiar a Lima. Allá las lidias son festejos de fuste. Sirven para celebrar cumpleaños de Reyes o aniversarios ilustres, con el agregado de una semana en la que nadie trabaja y que propicia la rienda suelta a los sentidos. Regocijados encuentros sociales, señalados en los relatos de historia por su importancia. Topetazos y revolcones de pobretones jóvenes y enamorados, que contemplan las estrellas cuando finaliza el coito, entre el pasto.

La plaza que inauguran los porteños no reúne los requisitos mínimos. El ruedo tiene un diámetro de apenas veinte metros. La arena fue mezclada con aserrín, por la lluvia. Hay un solo corral, donde enchiqueraron dos astados jóvenes, traídos de los pagos de Chascomús. Apretujados, entrechocan furiosamente los cuernos. Nadie entiende de castas, conformaciones del cuerpo o actitudes para defenderse de los animales, que no son ni la sombra de sus ancestros, los uros que poblaban, en manadas, las praderas de lejanos territorios. Los novilleros y los picadores son corajudos, pero inexpertos. No hay enfermería para asistir al torero y el burlador es tan estrecho, que si el torero necesita resguardo, debe entrar casi de perfil. La banda de música que anima el espectáculo es lamentable. Con el entusiasmo, cada uno ejecuta para su lado, equivocando notas. No hay Juez con banderita blanca, ni se hizo el sorteo previo, cuando se pesa a los toros presentes que deberán, en un rato, defenderse desde lo atávico del provocador. Faltan un montón de detalles...que no interesan a nadie. Cada corazón de allende los mares palpita. Presenciar la lidia es como volver al terruño. El de Madrid se hermana en la alegría con el valenciano y con el andaluz que no para de contar que su familia entera entiende más de toros que toda esta manga de palurdos, porque sin lugar a dudas, de las castas de Andalucía vienen los novillos más mandones y dominantes de Europa.
La única cosa que han revisado en los bóvidos es si tienen o no la colgadura entre las patas, que atestigüe que no está castrado para hacerlo manso. Escondidos, a los picadores que usan puyas con cruceta, les sudan los sobacos y les bullen las entrepiernas, porque el miedo no es zonzo. No es una changa cualquiera la de estos hombres. Sentirse seguros sobre el caballo que montan. Estimar con buen ojo el trapío de la bestia. Calcular la actitud que tendrá el animal en la arremetida y tener la certeza de poder amansarla, cuando culminan la tarea clavándole tres pares de banderillas en el morro, sin errarle. Cientos de ojos no los pierden de vista. Los gritos de la muchedumbre, los aullidos de los más audaces, los silbidos. Un desaforo auditivo, que se junta al miedo y a la pestilencia para acobardar a los de a caballo.

Aparece el torero. Metido dentro de un traje pobretón, sin el relumbrante atractivo de los que lidian en otros ruedos, donde la tauromaquia se ejerce a pleno. Toros de bravura innegable. Instintivamente agresivos, ennoblecidos por la inocencia del encontronazo violento contra el hombre. Añojos o cinqueños que mantendrán al torero en alerta rojo. En España los espectáculos tienen una carga de alucinante esplendor, digno de reyes o personajes eclesiásticos de alcurnia.
Este provocador es un hombre joven. Se mueve con gracia de bailarín. Inclina cabeza y cuerpo, quitándose el sombrero hacia el palco de las autoridades, trepadas a buen recaudo en los balcones del cabildo y saluda al público que estalla en el primer aplauso.
Todo esto, observando de reojo al contrincante que ya sangra, dolorido y furioso ante el poder que adquiere un humano mediante un “ablande previo” de maltrato físico. No lo puede pensar, pero lo intuye, lo presiente: la muerte está a punto de alcanzarlo.
Jadea la bestia, que atropella. Blande el estoque con pulso seguro el bailarín que ya no baila. Se desplaza. Ataca. Esquiva. Un maravilloso ballet, donde la capa, el sombrero y los botines embarrados sirven de marco a este fulano desconocido, de destreza inesperada. Dos estocadas a fondo. El toro ha perdido la vista. Ciego, arremete en una carga que el torero elude. Levanta el sombrero hacia el balcón. Permiso concedido. Puede ultimar a su víctima. Con el furor ancestral de la supervivencia, los enemigos se enfrentan. Empuña el estoque el matador para hundirlo entre borbollones de sangre, hasta el mango, en la cerviz del toro.
La gente que ha contenido la respiración, larga un aullido de victorioso triunfo. La inteligencia se impuso una vez más a la fuerza del bruto.
Los del balcón disponen las honras a la bestia. “Murió luchando bravamente” sostienen las autoridades. Traen al ruedo un par de asnos. Atan el toro muerto a los burrillos vivos, que guiados por un mozo, lo arrastran en círculo, dejando detrás un gran rastro de sangre. La gente enloquecida, aplaude. Un rejoneador con la rodilla lastimada, levanta el rejón, como homenaje y despedida a la voluntariosa mole derrotada.
El toro sin vida no está solo. Fuera del ruedo, entre el barro, lo acompaña un mosquerío verdoso, que también tiene un mandato: alimentarse de la carroña y depositar los huevos en un sitio todavía tibio, resguardando las futuras larvas. El populacho hambriento se encargará de la carne, del cuero y de los huesos, donde ya rebullen los gusanos.

Mi antepasada, otra Benita, es cocinera de una casa rica. Junto a su marido, se encarga de acarrear desde la cocina, limonadas, pastelitos de dulce y empanadas. Trozos de cerdo asado y rebanadas de pan recién horneado. El traslado lo hacen en bandejas de plata del Perú, que los amos apoyan sobre las rodillas, comiendo con las manos. Con la boca llena, discuten cada movimiento del toro y del torero. Alguien avisa que entrarán dos nuevos animales. Dos novilleros guapos los vienen empujando desde las soledades desconocidas de las pampas.
El ambiente se ha enrarecido por la conmoción de la lidia. El airecito que llega del río es insuficiente para disipar la atmósfera, cargada por este cruce caliente de emociones. Los de tierras adentro, más ingenuos, ignoraban la fama del torero y ahora lloran los dineros perdidos en apuestas. Los oportunistas de siempre hunden las manos en los pantalones y buscan otros incautos para engrosar sus bolsillos angurrientos.
Estas primitivas instalaciones se levantaban justo en la mitad de las 24 manzanas que conformaban la ciudad y le daban la cara al puerto de madera y a las
barrancas embarradas, peligrosas, que terminaban en la costa del río.

Llegado año 1791, a pedido del vecindario progresista, asqueado de la pestilencia y miedosos de la población de malandrines, atrincherados en el maderamen medio derruido del antiguo ruedo, éste fue levantado de la Plaza Mayor para radicarlo en el Hueco de Monserrat. En un febrero húmedo y pegajoso, los toros y sus cuidadores, escoltados por el bicherío y un tropel de haraganes, se aposentaron dentro de una construcción más recia. Mejor diseñada que la anterior, con graderías más sólidas, y sobre todo, en un barrio alejado, dentro de un rancherío de mala muerte, habitado por negros. Negros que festejaron la llegada de los nuevos vecinos atronando el aire con tambores y murgas inventadas al paso.
Los pingües ingresos que se colectaban endulzaron la avidez del Virrey Arredondo. Con la diligencia que requería el asunto, encomendó al Regidor Don Martín de Alzaga la fiscalización de tan suculenta recaudación. Que sería destinada — según voceros oficiales — al empedrado de las calles del barrio llamado de Monserrat. La ganga venía de los dos mil espectadores que cabían holgados dentro de la nueva plaza.
La tercera Benita ensució los bordes de su enagua carmesí en el mismo barro que sus antepasadas. El mismísimo barro de antes. Inexplicablemente, el dinero aquél jamás llegó a comprar adoquines ni piedras callejeras. Nadie se enteró, tampoco, a qué bolso español o criollo de alcurnia o falsa alcurnia fueron a parar tales dineros.
En 1799, los que antaño recibieran alegremente la inserción del ruedo de lidia en medio de su barrio, fueron azotados por la peste. La mugre y la convivencia con los animales – hubieron varias escapadas que pusieron en riesgo la vida de personas — agilizaron la medida del Marqués de Avilés, quien decretó su demolición.
Grupos adinerados habían inaugurado en La Plaza del Retiro, uno mayor, que permitía la entrada a diez mil personas.
Hacia fines de 1871, la Sociedad Protectora de animales prohibió todo evento donde participaran animales. Subrepticiamente, en el campo se siguió con las riñas de gallos, las peleas entre mastines furibundos, o las cinchadas de caballos, azotadas las ancas por el rebenque en las manos de un gaucho.
Las pulperías y postas de recambio de bestias de tiro, atraían transeúntes con dinero a estos espectáculos, mientras se asaba la carne. Los urgidos, no existiendo sanitarios, se metían entre los matorrales para hacer las necesidades al aire libre, con los yuyos arañando los traseros. No faltaba el artista en potencia, rasgueando la viola en un cielito, o soltando los últimos chismes sociales con descaro, entre copa y copa.
Me desembarazo con pena de este asalto de mi memoria al corazón del pasado. Camino por el Monserrat actual. Alguna casona conserva la vejez en los muros descascarados. Antes fueron solares con patios y traspatios; el aljibe adornado con azulejos de la Madre Patria; las techumbres de tejas donde anidaban pájaros; el rumor de las cadenas del balde cayendo estrepitoso buceando el fondo para cargar el agua; la risa pícara de la negrita encargada de proveer baños y cocinas con el líquido. Se mueve con suavidad un visillo de encaje: es la novia joven atisbando el paso del enamorado que la familia menosprecia. Mi oído sintoniza la chismería de los sirvientes cocinando mazamorra, o revolviendo el suculento puchero, que antes era comida para pobres. La Iglesia mantiene el campanario mudo. No llama como antaño, a la misa de once, ni se oye el lastimero tañido del bronce en un entierro. Debo averigüar porqué se silenciaron los campanarios de mi barrio.
Gracias a la generosidad de los que abrieron las puertas de las universidades gratuitas, soy médico. Me contoneo más civilizadamente que mis antepasadas por estas calles, que conservan, memoriosas, los rastros de sus huellas. Me saluda el pobrerio con un: “Chau, Dotora”, con respeto.
Solamente mis hijas — una totalmente enrulada — conocen mis divagues por plazas, zaguanes o callejones del recuerdo. Infantilmente, pretendo rescatar el entusiasmo de la muchedumbre enardecida por la pasión del ruedo, el sabor de las empanadas de carne, o el perfume de las glicinas antiguas, desvaídas, atrapadas en la maraña de las madreselvas.

CARMEN ROSA BARRERE

1 comentario:

  1. HOLA AMIGA: HOY ENCONTRÉ TIU BLOG POR CASUALIDAD. INCREÍBLE LA CANTIDAD SURTIDA DE TOMAS, Y TODOS BUENOS Y OTROS EXCELENTES. YO SE QUE NO ME RECUERDAS, PERO HICE UN SEMINARIO CONTIGO EN sALTA, HACEN NO SE CUANTOS AÑOS. ME ALEGRA SABERTE ACTIVA, FELICITACIONES, TU ANTIGUA DISCÍPULA, MARIA MARTHA.

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