5.8.10

LA PLAZA DE LOS DOS CONGRESOS

LA PLAZA DE LOS DOS CONGRESOS.

En un lugar bien seleccionado colocaron la fuente. Todas las religiones del mundo se valen del agua. Para bautizar, para purificar. La vierten dentro de la pila, a la entrada de los templos, para mojar los dedos y persignarse. Al Jesús de los judíos lo acristianaron en el Río Jordán. Nuestro cuerpo aloja un altísimo porcentaje de líquido. Algunos dicen que aparecimos en el agua. Diminutos e Insignificantes. (En lo personal, soy el ejemplo viviente de los que no logramos escabullirnos para crecer. Casi anciano, me doy cuenta de mi escasa estatura).

Pero estábamos en lo de la fuente. Para las Fiestas Patrias aparece el personal especializado que convierte el débil, cotidiano chorro de agua en un mensaje cantarino, que se eleva iridiscente cuando lo atraviesan los rayos del sol. Una vez tuve en mis manos una colección pequeña de obras de Dalí que jamás había visto antes. Su maravillosa genialidad, aprisionando mariposas y peces. Barcos etéreos navegando en mares de ensueño. El velamen de las embarcaciones idealizadas por mariposas de alitas leves. Benditos los artistas que nos hacen distinguir ángulos impensados a los que ellos acceden con la imaginación abierta. Si me instalo en un asiento para contemplar la fuente, esos seres bailan dentro del líquido, que sube y baja al compás de la música más hermosa que un anciano solitario pueda disfrutar. Con los ojos cerrados percibo, junto al murmullo confesional del agua, el estremecimiento del aire, que danza con los sonidos de la música.

Sonrío al recordar mi juventud. Aquél maestro de solfeo, que mi afanosa madre contrató para que me desasnara. Las aburridas escalas. Mis dedos tercos, aporreando las teclas del piano con el ceño fruncido y un atroz aburrimiento matando impiadoso toda esperanza del infortunado maestro. La perseverancia estaba lejos de ser mi amiga. Abandoné las lecciones de piano, primero. Recordar postergaciones sucesivas me producen punzadas en el pecho. Fracasos que no se debieron a la falta de oportunidades. Yo las tuve a todas, pero me creía tan vivo, capaz hasta de ser astronauta sin terminar de cursar el secundario. No soportaba la disciplina de la escuela y me recibí de maestro en el arte de perder el tiempo. Un día el buenazo de mi padre colgó una cartulina en la pared de mi cuarto:” EL ÚNICO TRABAJO QUE SE EMPIEZA DE ARRIBA ES EL POZO”. Riendo, yo se lo enseñaba a los amigos que caían a casa como moscas a la hora de comer, se instalaban en los sillones de pana de mi madre, masticando maníes si era invierno, o helado si llegaba el verano. Al día siguiente, veía a mi madre frotar almohadones y alfombritas pisoteadas por esos tarambanas con los que yo perdía las horas. No me regañaba. Soy hijo único, sobreprotegido por ella, que era crédula y pensaba que con los buenos ejemplos del hogar esta oveja descarriada volvería mansita al redil. Atolondrado, no me daba cuenta de su paciencia benedictina y no alcanzaba a entender la calidad de su ternura. Soportó mis enamoramientos furtivos, mi holgazanería, mis mentiras y debe haber llorado mis fracasos, pero nunca me pasó facturas.

Desde el mostrador de un boliche de barrio, bebiendo con amigos casuales, no se resuelven los problemas del mundo y a los personales se los deja de lado. Aceptar lo que sucede en nuestro centro, es un menester que los jóvenes postergamos a un eterno mañana. A lo mejor porque duele exponer la mala semilla que crece fortachona, cuando lo que se espera es que nos recibamos de hombres centrados, aptos para ser felices.

Mi solitaria indigencia tiene un solo culpable. Hurgando en mi interior, reconocer las veleidosas y cambiantes aristas de mi personalidad, me otorgan esta benevolencia, esta ausencia de rencor. Soy el editor responsable de todos los hechos de mi vida, que se alarga más de lo deseado. Hasta para esperar la muerte me ataca la impaciencia.
Abandono la revisión de mis defectos. Dentro de un rato llegará la camioneta de Caritas, que nos reparte las bandejas de comida. Los sin techo — a pesar de los esfuerzos gubernamentales — somos muchos.
Recorremos las calles de día, cada uno por su lado. En un bar de la Avenida de Mayo, un académico y generoso valenciano me sirve gratis un café con leche con medialunas. Cuando hay poca gente, se desliza en la silla frente a mí. No filosofamos para arreglar un mundo que ya es un rompecabezas hasta para su Creador. Hablamos de fútbol, de libros, de la vulgaridad de los programas de televisión, contra los que suelta palabrotas y críticas atinadas. Por supuesto, con la voz a medio tono, para no perder la compostura delante de los clientes que pagan. Una vez a la semana, antes de abrir el negocio, permite que me pegue un buen baño, me rasure y defeque con ritos olvidados. Cuando los turistas se despabilan y trotan por Florida, reparto volantes de una casa que vende artículos de cuero. Para eso debo refrescar algo de mi antigua facha, que groseramente, cuando envejecemos huye lo más lejos posible.

A mi amigo español le encantó la charla que sostuvimos una mañana fría. El humo del café me aislaba la expresión de su cara. Tal vez creía que lo estaba inventando. Igualmente, proseguí mi historia. Le conté de la existencia de Camille Claudel. De la tormentosa unión de dos genios de la escultura, que terminó de manera nefasta para la discípula. Rodin era ya el artista famoso. Ella, una joven de familia convencional, perdida en el tumulto de su corazón, que clamaba por el maestro y sus manos. No en la piedra. No en el metal. Las manos del amado recorriendo su piel, cincelando esculturas de amor sobre sus pechos casi adolescentes. Una pasión fuera de época. Rodin era casado y Camille, una florecita olorosa colocada a sus pies.
— La estatua del Pensador, la que está ubicada al lado del mojón que indica el punto de partida del país hacia cada confín, la hizo Rodin. – Explico a mi benefactor, que se compromete ir el sábado para echarle una mirada. Me despido apurado. Son las nueve y media. A las diez, Florida es casi un manicomio.
Entrego volantes. Pero me divierto observando a los transeúntes. Identificables a través de sus modales, de las formas de mirar, posturas del cuerpo o maneras de comer. En la fugacidad del instante, acecha el recuerdo de mi hogar. Mi infancia, con mamá detenida en cada detalle de nuestro desarrollo. Tuve una hermanita, que falleció pequeña. Sobreviví yo. Alto, buen mozo, según decían. Pero ocioso. Perdedor desde el vamos. Sabias palabras de mi progenitor. Un abogado exitoso, mi padre.

El atardecer cosquillea sobre los bancos y los árboles de la plaza. En su recorrido, la luz debilitada nos reconoce y se diluye detrás de los edificios. Estamos en nuestro lugar. Los sin techo no discutimos. Un entendimiento de buena voluntad, impuesto por las circunstancias. Si nos miramos, sacudimos levemente la cabeza. El hartazgo generalizado aparece cuando muere el día.
Creo que en el fondo, nos quedamos en las cercanías del monumental edificio para elevar la autoestima. No es lo mismo ser linyera en un charco, que teniendo enfrente este palacete imponente. Fue levantado en el año 1906 por un
arquitecto venido de Italia, apellidado Meano. Vista desde mi banco, la cúpula es majestuosa. Me encanta cuando el sol de la mañana ilumina las imágenes aladas, soplando trompetas que proclaman la igualdad de los hombres de mi patria y el ejercicio de la ley. Como son de piedra y los preclaros representantes, actuales son sordos, adentro del recinto nadie las escucha.
Transitar desde la Plaza de Mayo, que imita a La Gran Vía de Madrid, para rematar en nuestra plaza — hogar — y contemplar desde ahí su estructura en detalle, es uno de los goces que nos permite el pertenecer al vecindario. Dentro del Palacio han hablado, protestado y discutido grandes políticos y estadistas. Fueron días de gloria. Los oradores de las bancas y sus decisiones se apoyaban en la Constitución y leyes, decretos y ordenanzas eran respetados sin discusión por un pueblo que ambicionaba desarrollarse en paz. Pero nada es eterno. El mundo es una pelota que gira sobre su eje. La gente cambia. Las conciencias ya no son tan conscientes. Hoy, si alguien pretende proclamar una sola verdad, primero debe aferrarse al piso con botines de cemento. Mi amigo el valenciano quiere consolarme: “Hoy por hoy esta calamidad sucede en el mundo entero”. Asiento, como dándole la razón. Pero mi interior está sublevado. No entiendo mucho de política. Pero pensar en algunos que se creen personajes intocables porque roban mucho, me revuelve las tripas.

Los bien trajeados, altaneros que pasan por la plaza nos miran despectivamente. ¡Si supieran cuán sólidas son las verdades que se aprenden en la calle! Hasta los vejetes cegatones como yo, vemos más de lo que algunos de los señorones de enfrente quisieran que veamos. Hombres sigilosos que aguardan en un banco oscuro para tomar o entregar sobres abultados o sobrecitos polvorientos. Haraganes favorecidos por un pariente con poderes que aparecen los primeros días del mes a cobrar subvenciones de tareas que jamás hicieron. Acá, la gente que trabaja los apoda “ñoquis”. Repaso mi cara con una servilleta de papel, en el intento de detener el olor a caca cuando estos pensamientos perturbadores me atropellan.
El anochecer se aproxima. El vientito del Río de la Plata se cuela por la costanera, avanza por la Avenida y nos cala el frío. Me envuelvo en la manta salteña, hecha de pura lana, que exuda, cuando se calienta, el olor de la piel de la llama y los sonidos de la soledad del altiplano.

Me recuesto en mi banco y cierro los ojos. Antes de dormirme, escucho cómo trepida el piso. Debajo, bien abajo, el primer subterráneo construido en
América del Sur, rechina en una frenada de estación. Las vías se estremecen, aplastadas por el convoy. Los pasajeros, ateridos, corren hacia sus casas, peleando al viento. Me pongo a imaginar: Hogares tibios. Niños porfiados. Mujeres que hacen milagros para agrandar el caliente pan de cada día. Los maliciosos no hablan de inflación. La mal apodan “inflamación”.

Hace mucho dejé de beber. Pero si me libero del presente, me asaltan estos pensamientos del tiempo mal gastado, pegoteados a mi naturaleza como la marca hecha a fuego y hierro sobre la piel de un vacuno. Quisiera no tener memoria. O perderla, bebiendo vino a grandes tragos. Vasos repletos del líquido transparente capaz de idiotizarme. Si pierdo la lucidez, a lo mejor consigo elevarme alto sobre las miserias de las que somos capaces los humanos. No pisar los desechos. Tanta charla barata, tanto tiempo gastado en mirar hacia afuera, despreciando la débil lucecita de mi inteligencia. La inteligencia es como el amor: hay que regarla para verla crecer. Jamás pude encontrar el río.
Creo que tengo algo de fiebre. Soñé que volaba. Debajo, quedaba mi banco. La fuente. El inmóvil Pensador de Rodin, con la mente caprichosamente perdida entre el matorral oloroso del cabello de Camille. Y el reducto con arena que diligentemente, alambraron para que los perros del vecindario hagan pis y suelten bultitos marrones mientras el dueño de la mascota lee el diario, desentendido.
Mis amigos duermen acurrucados en las escalinatas del Palacio y en los bancos de mi plaza. Mañana hay que seguir trotando, gorra en mano.
CARMEN ROSA BARRERE.

4.8.10

FERMÍN VIAJA EN TREN.

FERMÍN VIAJA EN TREN.

Fermín entreabre los ojos pegoteados durante los sobresaltos del sueño y la duermevela posterior. Acto seguido pasea su mirada distraída por el techo del cuarto. Como nació medio atontado, enredado por el cordón umbilical y de madre primeriza, cuando logra despabilarse recuerda que en los años mozos se desperezaba lleno de energía, planificaba el quehacer y saltaba de la cama con las neuronas saludables, alertas para percatarse de las novedades. Como sobreviviente de una existencia solitaria y pobre, su huesudo esqueleto carga porrazos, desencantos, golpes contra las paredes y miserias sin feriados. Pesadumbre ósea que inclina su cuerpo hacia abajo, como si buscara algo. Las alpargatas puro fleco abren una bocaza hambrienta obligándolo a la pereza de los pies, a los que arrastra.El Fermín de este amanecer no es el eufórico de los años jóvenes. Introvertido, convive con su interior, lejos de la luz, como un caracol. Para el observador, el vejete se presenta como un paquete mal envuelto, desaliñado, cuyo contenido es el viejazo. Para colmo, no vino para irse pronto. Se coló hasta sus entrañas, trepó hasta la cabeza y se hizo inquilino permanente, haciéndole jaque mate a sus neuronas. De ahí su alojamiento gratuito en “el ropero para esconder esqueletos viejos”, el albergue de pobres mantenido por la caridad. No espera nada de la vida. Ni sorpresas ni cambios. Se limita a vegetar. Detesta el agua y repele todo trato con el jabón de la misma manera que evita la maledicencia. Su mirada es vaga y su mente es un rompecabezas sin armar. El doctor opina que Fermín transita una senectud sin remedio y que esa declinación lo hace olvidar hasta el año de su nacimiento y cuales fueron los nombres de sus padres. Lo de los años es cierto. Si lo dejan pensar, rápidamente suelta el nombre de la madre: Ana. La incógnita recae en el nombre del padre. Jamás pudo sacar de boca de su progenitora ni siquiera una leve señal a su respecto.
— Y te llamé Fermín, decía, — porque así se llamaba el cura que te acristianó. Concluyendo: Fermín habla poco porque si el interrogatorio lo atosiga, no sabe para qué lado agarrar.

De lo que puede hablar como un libro abierto, es de su vinculación con los trenes. Los trenes operan sobre Fermín una mudanza vital, mucho mejor que los tónicos o las vitaminas que reparten a veces entre los atrincherados en la casa aquélla. Pensándolo bien, esa relación es tan antigua, que ni él mismo podría explicárselo. Su primer viaje dentro de un vagón lo hizo hamacado dentro del líquido amniótico, en el vientre de su madre. Y en ese medio, fue arrullado por el tránsito parejo del convoy y el sentimiento de estar protegido. Ignora estos hechos, pero ellos nadan como pececitos dentro de su inconsciente. Y afloran en ráfagas cuando se pone cabizbajo espiando el reloj.
Si la casualidad le regala un oyente, con voz monocorde y envuelto en una nube de imágines, que atrapa antes que se le escapen, suelta una historia tras otra, todas vinculadas a sus portentosos trenes. Le parece verlos, como enormes monstruos de puro hierro, rechinando en la curva de los López sobre durmientes sacudidos por ese peso fenomenal. Enseguida, la frenada bien calculada por el maquinista, porque apenas termina la curva se avista la estación.
A los cargueros los espera el pobrerío y los chiquilines con el pantalón a media asta, que estiran las manos pedigüeñas hacia los peones que vigilan el ganado en pié. Suelen arrojar caramelos y algunas veces moneditas y los que cargan fruta suelta que viene del sur, son más generosos porque la fruta no es de ellos. Manzanas o duraznos que pertenecen a un patrón miserable, que no alcanza a contarlas. Así que fruta más, fruta menos, no se notarán como faltantes cuando las descarguen.
Dos veces a la semana, a las quince casi en punto, llega a la estación de Fermín el tren de pasajeros arribando desde la Capital. Retorna al día siguiente, desde el sur, a la misma hora. El paso del tren por un pueblito de mala muerte como es el sitio donde vive Fermín, es un evento social trascendente. Los trabajadores del campo se lavan la cara a los apurones, acomodan el chambergo o la gorra, anudan con esmero el pañuelo con pintas de perdiz, toman del bracete a sus mujeres y parten a esperar el arribo. Los muchachitos se entrechocan con los perros, divertidos y ansiosos y la gente pudiente se acerca en grupitos y se acomoda sobre cajones de fruta vacíos para esperar que haga su aparición el convoy en la famosa curva de los López. Que hoy por hoy, son los Lopecitos. Los viejos, españoles de pura cepa, murieron enriquecidos trabajando hasta en las fiestas de guardar, para que su par de herederos, medio idiota uno y jugadora compulsiva la otra, apostaran a dúo hasta las estanterías del negocio, en carreras de caballo, mujeres desesperadas y vendedores ambulantes alcoholizados. Fermín se hace el sordo cuando alguien ataca a ese par, alcahuetando otras costumbres que no se deben mencionar, ni siquiera en cuentos.

El oído aguzado del público percibe, a lo lejos, un bufido que el maquinista usa de preaviso. Los durmientes salen del sopor de la siesta, sacudidos por la vibración de las vías y los chispazos del hierro contra el hierro en la frenada. El armatoste lanza flujos pujantes y el vapor de la locomotora se eleva en una copa, que se expande con blandura hacia los postes y techos. Los espectadores reacomodan el trasero sobre los cajones, movilizados, urgidos por el ventarrón del vértigo para no perder detalle. Las mujeres de pollerones largos, adornadas con baratijas, llevan la mano al pecho, pudorosas de dejar traslucir el interés inmoral que el momento produce en el mundillo de sus pecados meramente veniales. En cada rostro se insinúa la sonrisa tímida de la gente de campo, que a veces ribetea la socarronería natural del gaucho.

A Fermín le parece que la máquina tiene sentimientos y que le duele separar su presencia imponente de esa parada, porque volver a partir siempre es como morirse un poco. El jefe de estación viste su uniforme y aguarda de pié, como un general en revista. El guarda agita un banderín verde y la viajera resopla, frena y suelta otro silbato de advertencia a los dormilones, que aparecen con bultos y herramientas, corriendo por el andén buscando aferrarse a los pasamanos del vagón de carga, para viajar colados.
La presencia de la gente calienta el pulso de la transportadora, que trae periódicos en paquetes que el guarda arroja al andén, mientras descienden los pasajeros y se baja la carga delicada. Los parientes que llegan traen airecitos citadinos. La ropa es moderna, los modales cambiados. Pero el abrazo campechano se suelta y alguno hasta llora, de tanta emoción que produce el retorno. Se amontonan cajas con medicamentos para el hospital, repuestos para el bicicletero y la maquinaria agrícola, rollos de tela para la tiendita y mercadería para surtir el almacén de ramos generales. Uno flamante, de reciente inauguración, que pertenece a un turco con mirada de águila y bolsillo hermético. El movimiento se torna cinematográfico. Un fugaz contacto con la Capital, que los hace sentir el orgullo de pertenecer a un país enorme y próspero, que los tiene en cuenta con el arribo y la partida de los trenes.

Fermín se sabe de memoria horarios, destinos y categorías de la gente que traslada la formación de carga que arranca al amanecer y tiene un solo vagón destinado a pasajeros. Ahí trepan obreros y domésticas que no pueden llegar tarde porque el trabajo escasea y sobran inmigrantes que se ofrecen por menos dinero. Hombres con ropa limpia y madres que tironean niños empacados que detestan visitar a la abuela gruñona o vacunarse contra la difteria. Las mujeres jóvenes retocan los labios y sonríen a los mozalbetes con el periódico bajo el brazo, con la parte de empleos subrayada en rojo y la ilusión aleteando dentro del alma. Cuando el reloj de la iglesia suelta cinco campanadas, Fermín ya está instalado sobre el muro del asilo donde vive y ahí permanece, mirando trenes que llegan y que salen de verdad, o inventados dentro de su mente, hasta que suena la campana que los llama a comer.
Se puede decir con propiedad que Fermín está vinculado al ferrocarril desde su gestación. Cuando su madre — apodada La Polaca por el vecindario — se dio cuenta que el momento de parirlo se acercaba, caminó hasta la parada del tren y trepó ayudada por dos indigentes al furgón de carga del tren lechero. El bolso raído que apretaba contra las costillas contenía dos toallas viejas, un saquito de lana diminuto, muy usado y la fotografía en sepia del padre y de la madre, haciendo adiós a la pareja que partía esa noche en barco rumbo a América. La pareja romántica, compuesta por un candidato meloso y una rubia importada de caderas redondas, promisorias.

Apenas despegó el barco, Ana, que era joven y hermosa y para nada tonta, empezó a dudar de la sinceridad del encantador consorte. Que se escabullía de la bodega donde viajaban, para subir a emborracharse con los marineros, que cantaban y soltaban palabrotas en todos los idiomas y tentaban a Efraín, su marido, con dinero para tomarla en préstamo por un rato. Efraín trajo la propuesta mientras la acariciaba y recibió de la joven herida, como respuesta, un memorable empujón sobre una viga y un escupitajo a lo gitano, dejando en claro cuán voluntarioso era su carácter.

Durante las noches de juerga de Efraín, se aproximaba a la muchacha un hombre maduro, que hablaba su idioma y viajaba hacia un pueblito que no figuraba en el mapa, donde ya estaban instalados sus parientes. Arrendaban una pequeña chacra, trabajaban de sol a sol, pero estaban contentos porque tenían techo, había hospital, sus mujeres tenían hijos y los hijos, escuela gratuita y obligatoria. Nadie hablaba de guerra y la tierra era tan, pero tan fértil, que si se enterraba una paja, brotaba una escoba con sus cinco hilos. Ana escuchaba atenta y fue fácil, transcurridos los días, hacer confidente a este desconocido, de sus miedos.
— Cualquier cosa que le pase…— Ofreció su paisano.— Este es el nombre del pueblo…y éste mi apellido.
Ana hizo un rollito con la nota y la escondió dentro del corpiño, agradecida. Tenía el presentimiento que a este hombre lo volvería a tropezar alguna vez, transitando por su misma senda.
El viaje, penoso y largo se volvió la antesala del infierno para la muchacha que, respetuosa de lo aprendido de boca de su madre, se negaba, una y otra vez a caer en pecado por dinero. Efraín resultó un castigador violento y ella, enjaulada dentro del Hotel de los Inmigrantes, empezó a sentir que su cuerpo cambiaba. La cintura, engrosada y la sangre mensual, desaparecida.
— Efraín…Creo que vamos a tener un hijo. — Confesó con más miedo que alegría, esperando el estallido del hombre.
Efraín no volteó la cabeza para verla. ¡Como diablos se pudo descuidar! ¡Qué explicación le daría a su jefe! ¿Y qué hacer con la mercadería dañada?
— Salgo a buscar algo que nos lleve hasta el centro. — Respuesta dada entre dientes, sin mirarla y cerrando con rapidez la valija.
Ana esperó varios días el regreso, pero Efraín parecía tragado por la tierra. La policía sacudía la cabeza, el que regenteaba el Hotel precisaba la cama…El nuevo amigo, Stanislav, esperaba con paciencia. Con paciencia, algo de ternura y enterado que en el pueblito hacia donde iba, las solteras eran escasas, no dudó ni un segundo. Parco en palabras, pero responsable, compró dos boletos y partió rumbo al sur con la embarazada a cuestas. El hombre se sabía fuerte y la tímida Ana era sana. Sobraba trabajo y mirando el vientre de la joven, de a poquito, empezó a quererla. A desear protegerla. El que se llamaría Fermín no lo sabía, pero ese fue su primer viaje al sur a bordo de un tren con coche comedor y dormitorio. Un tren de lujo, llamado “Los Arrayanes” que terminaba su recorrido de surcador de pampas en las proximidades de un hermoso lago con nombre indígena.

“El hombre propone”…Ana afirma que el hombre nunca debe dar por sentado ni proyectos ni planes. Porque todo lo que el hombrecito cree, puede ser torcido y retorcido por un Ser Superior.
La tarde anterior a la llegada a destino, Ana entró al camarote para despertar al dormido Stanislav. Estaba boca arriba, inmóvil. Una leve sonrisa marcaba la piel de la cara. No respondió al llamado, ni abrió los ojos con los sacudones. Dando alaridos y chapurreando palabras que ninguno entendía, consiguió la atención del guarda. El hombre estaba muerto. “Un ataque al corazón”, diagnosticó un joven doctor que iba al sur en viaje de bodas y se hizo cargo del acta de defunción.

Ana giró a ciento ochenta grados sin pensar dos veces. Bajó del tren una estación antes, para que la policía no la interrogara, desorientada y en pánico. Caminó hacia el pueblo, mezclándose con la gente que volvía a sus casas y esa noche durmió acurrucada y hambrienta en un hueco cerca de la Iglesia. El sacerdote, enterado por las piadosas feligresas de la primera misa de la presencia de ese personaje envuelto en trapos, la invitó con el desayuno y por señas, trataron de entenderse. Empezaron a llamarla La Polaca, porque venía de Polonia. Nadie, en kilómetros a la redonda, descifró jamás su lugar de nacimiento y menos qué hacía esa mujer joven, con una panza alzada, en medio de la pampa húmeda, que afirmaba o negaba con la cabeza lo poco que entendía.
Cuando se enteró que en el pueblito había solamente una sala de primeros auxilios, fue cuando se despidió del cura para incursionar sobre el tren de carga hasta la ciudad más próxima, que sí tenía hospital, plaza con juegos para chicos y empleos de sobra para mantenerla a ella y al niño moviéndose en su vientre. Bajó en esa estación sin nombre apretando su bolsa, buscó un banco, se encogió sobre el vientre, rezó por sus padres y durmió un par de horas. La esposa del jefe de estación la miraba con curiosidad a través del visillo, hasta que Ana empezó a moverse, estirar la falda y mirar a derecha e izquierda, como buscando a alguien.
— Esa muchacha está embarazada…Y parece que la dejaron plantada…— ¡Y debe tener tanto frío!— Dijo atando el cinturón del delantal sin apartar los ojos del banco de la estación.
El jefe abandonó el diario para enterarse mejor de los acontecimientos. Su mujer era sensiblera y crédula y llevaban más de una discusión porque ella se compadecía de vagabundos malolientes, perros sarnosos y muchachos de pelo largo y navaja escondida en los pantalones. Y estaba aquélla vez en la que llamó a la policía para desalojar a unos gitanos que se adueñaron del galpón de atrás. No quería hacerse mala sangre con desconocidos, así que apartó la vista y puntualizó sin restos de lástima: — Tiene cara de gringa con la panza llena…Si le das un plato de comida, está bien…Pero después, vía, ¿eh?

Ana aprendió bastante rápido el lenguaje y las exigencias de las cuatro familias que la tomaron para trabajar por hora. Fermín tuvo dificultades para aprender a sumar y cuando llegó a la división se fugó de la escuela. Empezó haciendo changas de carga y descarga y canturreaba o silbaba si lo ganado alcanzaba para vivir mejor. Sabía que la madre pensaba comprarle una bombacha de campo festejando sus quince años y él tenía apretado en el puño el dineral que los gallegos pedían por un par de botas. Pero…”El hombre propone”…como decía Ana.
Fermín jamás festejó sus quince, y de ahí en más, en memoria de la madre, borró del almanaque la fecha por puro dolor. Ana se descompensó en el hospital y no lograron salvarla. Fermín huyó hacia los campos, a trabajar la tierra como le gustaba. Se puso de novio lento varias veces, pero como era lento, lo dejaban por otro. Su conchabo fue siempre en el vecindario de la estación, para no perder de vista los venturosos trenes, que iban o venían de lugares lejanos, siempre frenando al avistar la curva de los López.

CARMEN ROSA BARRERE.

3.8.10

ROMANCES SOBRE EL PONTE VECCHIO

ROMANCES SOBRE EL PONTE VECCHIO.

Se citan en la mitad del Puente. El viste jubón de seda bordado en minúscula pedrería cubriendo un torso dentro del que late un corazón agitado. Gianna detiene sus ojos y la algarabía de su sangre justo ahí. Donde la zona noble del cuerpo de un hombre finaliza. Si la travesura de sus ojos desciende por debajo de la cintura, enrojece y tiembla. No siempre domina a sus ojos. Cuando se deslizan, atrevidos y desobedientes, está segura que el final terminará en tragedia.
Ver a Renato desquicia a la púber. Se apretujan los nervios, entrechocan sus huesos y el aire se resiste a entrar a sus pulmones. Es que Gianna apenas alcanza los trece años, es italiana, apasionada desde los etruscos y alocada porque el sol caía a plomo sobre Florencia cuando fue engendrada. No camina yendo al encuentro del joven. Flota, enrareciendo al viento. Junto al aliento desprende burbujitas calientes, como las cacerolas de Donata en la cocina.
El piso del Puente se balancea, en un vaivén de cuna y corcovea, acto seguido, como el caballo negro que monta su progenitor cuando la madre se distrae y él abandona la casa con sigilo culpable, para tumbar a placer a la hembra de grandes senos, refugio donde eleva su machismo en el encuentro y lo reposa dentro del hogar.
Repica el campanario de la Catedral, se arrullan las palomas enamoradas en la Piazza del Duomo, cuando ella y Donata, su aya, escapan de la vigilancia rumbo al encuentro. Viven a Oltrarno (del otro lado del Arno) y deben correr para tener tiempo de enjugarse el rostro, antes del encuentro.
Renato la ve llegar. Se zambulle en el océano vertiginoso de esos ojos grises que lo atrapan. Con la mano izquierda alarga un ramillete perfumado. Detiene la mano enguantada de la núbil y deposita un beso. Su otra mano, la libre, está en los fondos del bolsillo, lidiando con la fiera encabritada de su sexo.
Donata susurra una recomendación a los oídos sordos de su niña. Se aparta para distraerse con el pasar del agua en el cauce del río, pero espía a la pareja con el rabo del ojo. Su patrona la desuella si a la niña le sucede algo.
Renato retiene la manito enguantada. Unidas, exudan gota a gota, las emanaciones juveniles, que extraviadas, buscan vía libre por algún rincón del cuerpo. Mirarla, poseerla vestida, con el solo roce de las yemas de los dedos, son proezas que entibian, que calientan, que se viven a los quince y se escabullen en la vejez. Bendita sea la memoria anciana, si es capaz, en tiempos de senectud, de recordar las glorias gozadas con el cuerpo y el alma en el pasado.
Entretanto, en el escenario mil veces pisado por amantes de razas y latitudes distantes, sobre el Ponte Vecchio, las piedras amarillentas que son duras aunque de corazón poroso, se retuercen, como recién estrenadas, al ritmo de la pasión de la novel pareja. Cosquillea la corteza, se filtra la energía y el arqueado vejestorio resucita.
Gianna une la entrepierna. Está roja como la entraña de una granada. Estalla con la mirada baja. El delicioso efluvio se detiene cuando tropieza con el borde de su botincito. La joven suspira. Se abanica con el ramo para sosegarse. Recién entonces es capaz de enfrentar al amor de su vida. Inocente, idealiza a Renato como al primero, único y último hombre de su vida.


Donata se empecina en el agua. Aunque sierva, ningún amo puede quitarle derechos a su mente imaginativa. El líquido del río se mueve. Ella, en el fluir, visualiza su encuentro del anochecer, cuando se revuelque en la paja de la caballeriza. Con el caballerizo, que no es manco y nada perezoso. Lástima que tenga mujer. Una siciliana corpulenta y celosa. Sospecha estos encuentros. La insulta con un violento “putana”, si la tropieza en el mercado, obligando a Donata a escapar.
— "Si viviéramos en el siglo XXI, usaríamos condones". — Inventa el jadeante Renato liberando a la fiera desahogada. Olvidé mencionar que Renato, que asegura descender del venerado arquitecto Brunelleschi, diseñador del frente del Palacio Pitti, es en realidad nieto de una vieja agorera que viste a la usanza gitana y adivina la suerte sin necesidad de tener frente a frente al consultante. Al parecer los genes de la magia son hereditarios.
—“Si viviéramos en ese siglo... sería prostituta”. Musita la joven con una voz tan baja, que solo la oye su conciencia.

— Levántate, holgazana. — Gianna es sacudida vigorosamente por la madre. — Si llegas tarde nuevamente, te despiden. El cobrador de la renta ya pasó dos veces...Un mal bicho, este hombre...Y tu padre, otra vez borracho. De tu hermano…no quiero hablar. Algo malo debo haber hecho en mi otra vida, para que el de arriba, nuestro Creador, me castigue de este modo.
La primera reacción de la muchacha es tapar la cabeza con la almohada. La madre tiene razón, por supuesto. Lo que no entiende es porqué en lugar de enojarse y retar a los culpables, se las toma con ella. Pasa las manos encallecidas por los ojos. Son pobres como ratas. Su único desahogo son los benditos sueños. Pero ni soñar puede, con esa madre que la azuza inmisericorde todas las mañanas. Calza rápidamente las zapatillas, los pantalones de trabajo, el pañuelo que sostiene la rebeldía del ensortijado cabello de color miel y parte.


Es temprano. Amanece un día glorioso sobre el Río Arno. La muchacha contempla las colinas, los Jardines Boboli, vigilando a Florencia desde arriba. La claridad, insinuada entre nubecillas pequeñas, pronto será luz candente, cuando corran las horas. El sol trae la consigna de iluminar a pleno los edificios, la Iglesia de Santa María de las Flores, la ciudad, que eterniza el arte, la belleza y el poderío de familias nobles. De sangre azul, la historia los revela iguales a cualquier mortal. Nadie ignora a los artistas que se codearon con mecenas deseosos de inmortalizase en pinturas, en monumentos, en sepulcros, en plazas y palacios que dejan boquiabiertos a turistas que no leyeron antes de viajar la magnificencia del Renacimiento.


No obstante la pobreza Gianna lee y escribe con soltura. Revisa los recipientes con basura, antes de volver a casa. Elige diarios, revistas ajadas y cintas y papeles de colores que arrojan los turistas. Con los desechos de los ricos, ella engalana con gusto el cuartito encalado, donde tiene su catre. El lecho con doseles, donde vaga de noche, inventando lo que no posee.


Otros compañeros de limpieza recogen desperdicios arrojados por los últimos transeúntes de la noche. Las puertitas de color verde, encierran negocios que cuelgan como alerones precarios desde el Puente. Los dueños mezclan hábilmente, para los incautos, la joyería costosa, con baratijas que la gente compra “para quedar bien con alguien”. El pariente pobre que no pudo viajar.”Te lo traje de Florencia”, dirán con aires de generosa benevolencia, entregando el obsequio.


Gianna abre la puerta con la llave que Donata, la fenicia dueña del negocio, le confía con la intención de encontrar todo impecable a la hora de abrir. Por detrás, Renato espía escondido tras un montón de cajas. La apura con un gesto burdo. Una vez adentro, se besan envueltos en sudor, hechos un nudo. La musculosa roja de Renato pegada al corpiño barato de la amante. Hábilmente, él la empuja hacia el baño. Bajos los pantalones, el inodoro blanco los recibe. A horcajadas Gianna se sacude en la realidad del sexo. Del amor de verdad. Apretados. Calientes. Sin ramos de flores ni chaleco con piedras. Estremecidos, gritan juntos el alarido inmemorial. Se vuelven a besar. Un toqueteo final. Se visten con la velocidad del rayo. El huye a tomar su escobillón, ella, el plumero. No obstante la fugacidad del calor, las salamandras festejan bailando alegremente, acompañando el fuego. Mañana no existe. ¡A celebrar el hoy!


El Ponte Vecchio es sordo, viejo y memorioso. Recuerda que lo construyeron en el año 1345. Que ahora, en pleno siglo veintiuno, sobrevive por milagro. La guerra no respeta ni templos ni palacios. Alguien decidió que él no recibiera bombazos mortales. Tal vez el piloto, dentro de la cabina del bombardero, pasó por allí de niño, con sus padres. La nostalgia lo llevó a desviar la dirección del proyectil. O el recuerdo de una aventura, o el respeto. Quien lo sabe. La realidad, es que sigue vigente. Al servicio de los paseantes. De los vendedores, de los enamorados y de la caterva de ladronzuelos, que sustraen hábilmente billeteras de hombres distraídos, o huyen como galgos con carteras de mujeres absortas en el oropel de los escaparates.


Su paseo en el tiempo se detiene para sonreír con las imágenes de los miles de Renatos y Giannas que hicieron el amor encima de sus piedras. Jóvenes y no tanto. Infieles furtivos o descarados buscadores de placer. Ancianos, que fornicando sobre sus recodos, pretendían retener el tiempo con nostalgia. Entusiastas mochileros de la nueva era, que se relacionan por mandato de la naturaleza, sin conocer ni tan siquiera el nombre de la contrincante. Como si comieran un trozo de pizza, o bebieran una cerveza rápida.
El Río Arno es el amante incansable de este puente. En su perpetuo pasar, lame sensual, detenidamente, los bordes carcomidos de sus estructuras, sin detenerse nunca. Noche y día. Día y noche. No importan las estaciones. No importan ni el frío ni el calor. Los gastados pilares permanecen friccionados tiernamente. El vejete se encaracola dentro de sí mismo, goloso en sus orgasmos de agua, que huelen a eternidad. Sus amoríos son nada más y nada menos, que lo que el hombre llama su destino. Un hecho ineludible, escrito tal vez en el Registro Akashico de la humanidad. Ese libro donde la letra pequeña y amorosa del Creador, sin distinciones de razas o de credos, igualando a los ricos junto a los menesterosos, anota historias de valor, de espiritualidad o de enajenación en el vicio.
La estructura amarillenta ya aprendió que en este universo nada se pierde y todo se transforma.
La luz se debilita. En el claroscuro, se adivina el Campanario Del Giotto. Se alza sobre sus ochenta y cinco metros, negándole el cuerpo a la oscuridad. Las cinco magníficas puertas representan a los siete Planetas, los siete Sacramentos y las siete Virtudes. Por el otro lado, el reconocimiento de las Artes Liberales: Gramática, Filosofía, Música, Astrología y Aritmética. El edificio viene envuelto en el misterio, la leyenda y el mito. Se susurra que fue levantado en honor a Marte, dios sanguinario de la guerra, para celebrar la fundación de Florencia. Torciendo el denigrante belicismo de la ciudad, el espíritu del hombre, insuflado de grandeza, se encargó de completar la fabulosa obra del Gran Iniciador, para convertirla en una real catedral del arte.
Las puertitas verdes de los negocios ciegan sus luces. El anciano Puente bosteza. Nadie sobre su lomo. Canturrea una tarantela y se adormece en la sensual entrega con su amante de agua.


Carmen Rosa Barrere.

2.8.10

COMO VUELAN LAS AVES.

COMO VUELAN LAS AVES


El hombre viajó con su mujer embarazada y unos pocos bultos atravesando la cordillera. Era joven, pero estaba harto de las huelgas en las minas. En épocas de faena, le preocupaba también el resoplar de sus pulmones, saturados de hollín y la renguera de la pierna derecha. Cuando sucedió el desmoronamiento en el túnel, sus quince años y sus sueños quedaron atrapados junto con la pierna. El salvador del dramatismo de esos dos años que tardó en volver a caminar, fue su abuelo. Regresado del trabajo, comían una sopa espesa y se dedicaba a enseñarle a leer y a contar. Los compañeros de la mina no eran compasivos. Lo apodaban Rengo y lo miraban con lástima.
Eso, y el dolor de su pierna mal curada, lo fueron transformando en un joven callado y huraño, que no frecuentaba el almacén de ramos generales donde la mayoría dejaba los raquíticos pesitos ganados tan duramente, en un juego de cartas, o viendo matarse a dos gallos a los picotazos, motivados con los buenos vinos de la patria.
En las horas de descanso, leía unos libros sin tapas que habían sido del abuelo, quien ya rondaba entre las nubes del cielo. Algunos los entendía. Otros no. Como ese que se llamaba La República. ¿Que sentido tendrían esos personajes atados a un muro de una caverna, que no veían la luz ni conocían nada del mundo que los rodeaba? El escritor se llamaba Platón. Debió ser un sabio. Algún día encontraría un maestro que le explicara.
Cuando se casó y la mujer le anunció que venía un hijo, la siniestra falta de horizontes se le plantó delante de los ojos. Emocionado, abrazó a la esposa, y le susurró al oído:
— Quiero que nuestro hijo sea libre...Que no conozca solamente el frío de los túneles, la falta de aire, la humedad y la luz de las linternas...Como me pasó a mí... y antes a mi padre y a mi abuelo...
La mujer callaba. Las dos manos apretaban el vientre, palpando el movimiento del nonato.
— Tu hijo escucha...Patea como un preso que quiere romper barrotes de una cárcel...Apuremos el viaje, el peso ya recae sobre cada músculo de mi cuerpo —. Contestó con su vocecita reposada, de mujer sumisa, pero decidida a seguir a su marido adonde fuera.
El esperado nació sietemesino, a los pocos días de pisar la tierra de adopción. Flacuchento. Largo pelo de poeta y un par de ojos de mirar desmesurado. Atento a los movimientos de la madre, o llevando hacia arriba la mirada, persiguiendo la punta de la cinta roja — contra el ojeo y el hipo — que la madre adhería a su frente mojándola con un poco de saliva.
—Sos inteligente y vas a ser libre—. Sentenciaba el padre, acariciándolo con timidez, con el dorso de la mano. No usaba la palma. Era tan áspera, que podía lastimar la piel de la criatura.
Pronto la pareja descubrió su realidad: La nueva tierra estaba regida por reglamentaciones obsoletas. Las venalidades gubernamentales, arrastradas desde la colonia, favorecían a una sola clase: la de los ricos. Y esos ricos, que eran sus patrones, no eran criollos. Eran gringos en su mayoría. Hablaban otros idiomas y miraban hacia el horizonte para no tropezar con los morochos y la lacra de la miseria, evidente. En esas lejanías sureñas, la ley era solamente una palabra, sin sentido alguno. Se degradaron — para no perder el trabajo—, en tres autómatas anónimos. Indocumentados. Sin derecho a protesta. Sin autorización para mirar de frente al capataz, respetado por el látigo y el facón en dos manos inmisericordes.
A la joven madre la mandaron a la cocina. Al marido, a cuidar de los rebaños de ovejas.
—Pero yo soy bueno con los números—. Se defendió el lisiado.
—Vos...conformáte con contar ovejas...Si no te gusta, volvé por el mismo caminito que viniste.
La mujer se afanaba con las cacerolas. Siempre apresurada. Esperando el ratito libre para arremangar las faldas y correr hacia las barracas donde tenían una habitación pequeña y oscura. Pero donde estaba el hijo. Lo amamantaba con ternura, lo apretaba contra su cuerpo, para darle seguridad y lo lavaba dentro del piletón de agua fría. Unos poquitos mimos y el retorno disimulado hasta la cocina, antes que alguno la denunciara.
Con el transcurso de los meses, optó por apoyarlo en el piso de tierra. Lo ataba de una pierna, con un trapo, a la pata del catre. El chico no podía moverse mucho, pero a ella le quedaba la seguridad de encontrarlo a salvo cuando al fin estuviera de regreso.
Cuando finalizado el quehacer encontraba a su marido, se miraban cansados y comían en silencio. La única esperanza era ese hijo, que crecía viendo cada amanecer un cielo totalmente azul. Un duendecito, que podía abrir los brazos y recibir el frío del aire puro. El heredero, que correteaba libremente desde la cocina al sitio donde ese día el padre atendía los rebaños. Un hombre blando, que en algún momento dejó de soñar con la famosa libertad.
Las noches en el sur eran extremadamente frías. El viento se estrellaba contra las paredes. Silbando, como dueño, se colaba por las hendijas, trayendo a cuestas un polvillo fino, que les endurecía el pelo y se les introducía para siempre debajo de las uñas. Afuera, el silencio de la montaña y el alerta de las aves de rapiña, mantenía las tres cabezas juntas, los cuerpos arrebujados, uno contra otro para calentarse y alejar el miedo.
Amanecían callados. Pero la sal de las lágrimas dejaba caminos de arena en los ojos y en las caras. Ya no mencionaban ni de paso la palabra libertad. Se limitaban a extrañarla en el resignado silencio de los oprimidos.
Cumplidos los diez años, el muchachito ayudaba al padre con las ovejas. Persiguiendo a una fugitiva, una mañana encontró la cámara de la rueda de una bicicleta. Se fabricó una honda. Su único juguete. Apartado de su padre, a la orilla del arroyo, aprendió a afinar la puntería. Primero contra las rocas. Más adelante, contra los troncos de los árboles. Pronto, a los pájaros en vuelo.
Esa tarde no soplaba el viento por milagro. Empezaba el calor y las ovejas estaban casi listas para ser esquiladas. Comían tranquilas, en grupos diseminados en la proximidad del agua. El muchacho tenía su gomera y las piedritas cerca de la mano, esperando el instante justo. A lo lejos, divisó a su presa. Con primitivismo de cazador, tensó el cuerpo. Los sentidos aguzaron sus implícitos mandatos. Los ojos no parpadeaban. Apuntó y tiró. La piedra dio contra el cuerpecito del ave, que cayó a plomo, cerca .de donde se encontraba. Sonreía cuando se paró y se acercó al animalito. Lo tomó entre las manos. Era un pajarito pequeño, con plumaje gris. El vientre abierto, el interior desgarrado. El calorcito de la sangre le entibió y ensució la palma de la mano, que empezó a temblar. El pájaro lo miraba fijo, traspasándolo. Como preguntándole: ¿Por qué?
El jovencito no podía reaccionar. Le sucedían hechos como de sueños, pero reales. Dejó de ser el de siempre, para convertirse en ave. Como tocado por una varita mágica, se transformó en un pequeño pájaro de plumaje gris acerado y ojos vivarachos. Sus alas se movieron sin esfuerzo sobre la copa de los árboles. Sobrevolaron campos y rebaños. El arroyo se convirtió en una víbora sinuosa, que reflejaba al sol. Había música de piedras en el cauce. Líquenes y musgos, extendiendo tímidamente las ramitas hacia la luz. Se dejó llevar por las ráfagas de aire, mecido en una cuna esponjosa. Las térmicas de la atmósfera lo empujaban, embriagándolo en las ondas de su constante movimiento. La savia se filtraba a través de su piel y los perfumes del pasto, unidos a los del polvo de la tierra, al polen de las flores, conformaban un universo diáfano, preñado de belleza, con haces luminosos que se quebraban, caprichosamente, en las altas ramazones de los árboles.
Era tal su sensación de dignidad, de libertad y de orgullo, que tuvo miedo de caer al suelo. El follaje se abría, ofreciéndole reposo en una ramita. En otra. En un vaivén sin tiempo, se dejó hamacar. La garganta en un trino mitad canto y mitad grito, que le brotó desde adentro, para dejar una huella de energía en el entorno, para perderse finalmente en las alturas.
De repente, el ensoñar pasó. Era él, de nuevo. Con la gomera asesina en una mano y el pajarillo muerto, ahora frío, en la otra. Se agachó y tapó al animalito con las piedras usadas para la crueldad. Un grueso lagrimón corría por su cara.
Se acercó al arroyo y arrojó la gomera a la corriente. Si estamos atentos, la sabiduría se nos revela en un instante. Ese fue su momento. El niño quedó atrás. El adulto que corrió en busca de su padre, era un compendio de descubrimientos. Un conocedor del contenido de mil volúmenes que hablaron de liberación, en un universo paradisíaco donde cada hombre o mujer podía obrar y vivir de acuerdo a sus conciencias. Los hechos de sus rudas existencias podían cambiarse. Quería hablarlo con su padre. Explicarle que la famosa libertad no se consigue cambiando de país o de gobiernos. Que se halla en nuestro profundo interior y que se hace evidente cuando un humano conserva la esperanza y logra, por un breve instante, transformarse en ave.

CARMEN ROSA BARRERE