4.8.10

FERMÍN VIAJA EN TREN.

FERMÍN VIAJA EN TREN.

Fermín entreabre los ojos pegoteados durante los sobresaltos del sueño y la duermevela posterior. Acto seguido pasea su mirada distraída por el techo del cuarto. Como nació medio atontado, enredado por el cordón umbilical y de madre primeriza, cuando logra despabilarse recuerda que en los años mozos se desperezaba lleno de energía, planificaba el quehacer y saltaba de la cama con las neuronas saludables, alertas para percatarse de las novedades. Como sobreviviente de una existencia solitaria y pobre, su huesudo esqueleto carga porrazos, desencantos, golpes contra las paredes y miserias sin feriados. Pesadumbre ósea que inclina su cuerpo hacia abajo, como si buscara algo. Las alpargatas puro fleco abren una bocaza hambrienta obligándolo a la pereza de los pies, a los que arrastra.El Fermín de este amanecer no es el eufórico de los años jóvenes. Introvertido, convive con su interior, lejos de la luz, como un caracol. Para el observador, el vejete se presenta como un paquete mal envuelto, desaliñado, cuyo contenido es el viejazo. Para colmo, no vino para irse pronto. Se coló hasta sus entrañas, trepó hasta la cabeza y se hizo inquilino permanente, haciéndole jaque mate a sus neuronas. De ahí su alojamiento gratuito en “el ropero para esconder esqueletos viejos”, el albergue de pobres mantenido por la caridad. No espera nada de la vida. Ni sorpresas ni cambios. Se limita a vegetar. Detesta el agua y repele todo trato con el jabón de la misma manera que evita la maledicencia. Su mirada es vaga y su mente es un rompecabezas sin armar. El doctor opina que Fermín transita una senectud sin remedio y que esa declinación lo hace olvidar hasta el año de su nacimiento y cuales fueron los nombres de sus padres. Lo de los años es cierto. Si lo dejan pensar, rápidamente suelta el nombre de la madre: Ana. La incógnita recae en el nombre del padre. Jamás pudo sacar de boca de su progenitora ni siquiera una leve señal a su respecto.
— Y te llamé Fermín, decía, — porque así se llamaba el cura que te acristianó. Concluyendo: Fermín habla poco porque si el interrogatorio lo atosiga, no sabe para qué lado agarrar.

De lo que puede hablar como un libro abierto, es de su vinculación con los trenes. Los trenes operan sobre Fermín una mudanza vital, mucho mejor que los tónicos o las vitaminas que reparten a veces entre los atrincherados en la casa aquélla. Pensándolo bien, esa relación es tan antigua, que ni él mismo podría explicárselo. Su primer viaje dentro de un vagón lo hizo hamacado dentro del líquido amniótico, en el vientre de su madre. Y en ese medio, fue arrullado por el tránsito parejo del convoy y el sentimiento de estar protegido. Ignora estos hechos, pero ellos nadan como pececitos dentro de su inconsciente. Y afloran en ráfagas cuando se pone cabizbajo espiando el reloj.
Si la casualidad le regala un oyente, con voz monocorde y envuelto en una nube de imágines, que atrapa antes que se le escapen, suelta una historia tras otra, todas vinculadas a sus portentosos trenes. Le parece verlos, como enormes monstruos de puro hierro, rechinando en la curva de los López sobre durmientes sacudidos por ese peso fenomenal. Enseguida, la frenada bien calculada por el maquinista, porque apenas termina la curva se avista la estación.
A los cargueros los espera el pobrerío y los chiquilines con el pantalón a media asta, que estiran las manos pedigüeñas hacia los peones que vigilan el ganado en pié. Suelen arrojar caramelos y algunas veces moneditas y los que cargan fruta suelta que viene del sur, son más generosos porque la fruta no es de ellos. Manzanas o duraznos que pertenecen a un patrón miserable, que no alcanza a contarlas. Así que fruta más, fruta menos, no se notarán como faltantes cuando las descarguen.
Dos veces a la semana, a las quince casi en punto, llega a la estación de Fermín el tren de pasajeros arribando desde la Capital. Retorna al día siguiente, desde el sur, a la misma hora. El paso del tren por un pueblito de mala muerte como es el sitio donde vive Fermín, es un evento social trascendente. Los trabajadores del campo se lavan la cara a los apurones, acomodan el chambergo o la gorra, anudan con esmero el pañuelo con pintas de perdiz, toman del bracete a sus mujeres y parten a esperar el arribo. Los muchachitos se entrechocan con los perros, divertidos y ansiosos y la gente pudiente se acerca en grupitos y se acomoda sobre cajones de fruta vacíos para esperar que haga su aparición el convoy en la famosa curva de los López. Que hoy por hoy, son los Lopecitos. Los viejos, españoles de pura cepa, murieron enriquecidos trabajando hasta en las fiestas de guardar, para que su par de herederos, medio idiota uno y jugadora compulsiva la otra, apostaran a dúo hasta las estanterías del negocio, en carreras de caballo, mujeres desesperadas y vendedores ambulantes alcoholizados. Fermín se hace el sordo cuando alguien ataca a ese par, alcahuetando otras costumbres que no se deben mencionar, ni siquiera en cuentos.

El oído aguzado del público percibe, a lo lejos, un bufido que el maquinista usa de preaviso. Los durmientes salen del sopor de la siesta, sacudidos por la vibración de las vías y los chispazos del hierro contra el hierro en la frenada. El armatoste lanza flujos pujantes y el vapor de la locomotora se eleva en una copa, que se expande con blandura hacia los postes y techos. Los espectadores reacomodan el trasero sobre los cajones, movilizados, urgidos por el ventarrón del vértigo para no perder detalle. Las mujeres de pollerones largos, adornadas con baratijas, llevan la mano al pecho, pudorosas de dejar traslucir el interés inmoral que el momento produce en el mundillo de sus pecados meramente veniales. En cada rostro se insinúa la sonrisa tímida de la gente de campo, que a veces ribetea la socarronería natural del gaucho.

A Fermín le parece que la máquina tiene sentimientos y que le duele separar su presencia imponente de esa parada, porque volver a partir siempre es como morirse un poco. El jefe de estación viste su uniforme y aguarda de pié, como un general en revista. El guarda agita un banderín verde y la viajera resopla, frena y suelta otro silbato de advertencia a los dormilones, que aparecen con bultos y herramientas, corriendo por el andén buscando aferrarse a los pasamanos del vagón de carga, para viajar colados.
La presencia de la gente calienta el pulso de la transportadora, que trae periódicos en paquetes que el guarda arroja al andén, mientras descienden los pasajeros y se baja la carga delicada. Los parientes que llegan traen airecitos citadinos. La ropa es moderna, los modales cambiados. Pero el abrazo campechano se suelta y alguno hasta llora, de tanta emoción que produce el retorno. Se amontonan cajas con medicamentos para el hospital, repuestos para el bicicletero y la maquinaria agrícola, rollos de tela para la tiendita y mercadería para surtir el almacén de ramos generales. Uno flamante, de reciente inauguración, que pertenece a un turco con mirada de águila y bolsillo hermético. El movimiento se torna cinematográfico. Un fugaz contacto con la Capital, que los hace sentir el orgullo de pertenecer a un país enorme y próspero, que los tiene en cuenta con el arribo y la partida de los trenes.

Fermín se sabe de memoria horarios, destinos y categorías de la gente que traslada la formación de carga que arranca al amanecer y tiene un solo vagón destinado a pasajeros. Ahí trepan obreros y domésticas que no pueden llegar tarde porque el trabajo escasea y sobran inmigrantes que se ofrecen por menos dinero. Hombres con ropa limpia y madres que tironean niños empacados que detestan visitar a la abuela gruñona o vacunarse contra la difteria. Las mujeres jóvenes retocan los labios y sonríen a los mozalbetes con el periódico bajo el brazo, con la parte de empleos subrayada en rojo y la ilusión aleteando dentro del alma. Cuando el reloj de la iglesia suelta cinco campanadas, Fermín ya está instalado sobre el muro del asilo donde vive y ahí permanece, mirando trenes que llegan y que salen de verdad, o inventados dentro de su mente, hasta que suena la campana que los llama a comer.
Se puede decir con propiedad que Fermín está vinculado al ferrocarril desde su gestación. Cuando su madre — apodada La Polaca por el vecindario — se dio cuenta que el momento de parirlo se acercaba, caminó hasta la parada del tren y trepó ayudada por dos indigentes al furgón de carga del tren lechero. El bolso raído que apretaba contra las costillas contenía dos toallas viejas, un saquito de lana diminuto, muy usado y la fotografía en sepia del padre y de la madre, haciendo adiós a la pareja que partía esa noche en barco rumbo a América. La pareja romántica, compuesta por un candidato meloso y una rubia importada de caderas redondas, promisorias.

Apenas despegó el barco, Ana, que era joven y hermosa y para nada tonta, empezó a dudar de la sinceridad del encantador consorte. Que se escabullía de la bodega donde viajaban, para subir a emborracharse con los marineros, que cantaban y soltaban palabrotas en todos los idiomas y tentaban a Efraín, su marido, con dinero para tomarla en préstamo por un rato. Efraín trajo la propuesta mientras la acariciaba y recibió de la joven herida, como respuesta, un memorable empujón sobre una viga y un escupitajo a lo gitano, dejando en claro cuán voluntarioso era su carácter.

Durante las noches de juerga de Efraín, se aproximaba a la muchacha un hombre maduro, que hablaba su idioma y viajaba hacia un pueblito que no figuraba en el mapa, donde ya estaban instalados sus parientes. Arrendaban una pequeña chacra, trabajaban de sol a sol, pero estaban contentos porque tenían techo, había hospital, sus mujeres tenían hijos y los hijos, escuela gratuita y obligatoria. Nadie hablaba de guerra y la tierra era tan, pero tan fértil, que si se enterraba una paja, brotaba una escoba con sus cinco hilos. Ana escuchaba atenta y fue fácil, transcurridos los días, hacer confidente a este desconocido, de sus miedos.
— Cualquier cosa que le pase…— Ofreció su paisano.— Este es el nombre del pueblo…y éste mi apellido.
Ana hizo un rollito con la nota y la escondió dentro del corpiño, agradecida. Tenía el presentimiento que a este hombre lo volvería a tropezar alguna vez, transitando por su misma senda.
El viaje, penoso y largo se volvió la antesala del infierno para la muchacha que, respetuosa de lo aprendido de boca de su madre, se negaba, una y otra vez a caer en pecado por dinero. Efraín resultó un castigador violento y ella, enjaulada dentro del Hotel de los Inmigrantes, empezó a sentir que su cuerpo cambiaba. La cintura, engrosada y la sangre mensual, desaparecida.
— Efraín…Creo que vamos a tener un hijo. — Confesó con más miedo que alegría, esperando el estallido del hombre.
Efraín no volteó la cabeza para verla. ¡Como diablos se pudo descuidar! ¡Qué explicación le daría a su jefe! ¿Y qué hacer con la mercadería dañada?
— Salgo a buscar algo que nos lleve hasta el centro. — Respuesta dada entre dientes, sin mirarla y cerrando con rapidez la valija.
Ana esperó varios días el regreso, pero Efraín parecía tragado por la tierra. La policía sacudía la cabeza, el que regenteaba el Hotel precisaba la cama…El nuevo amigo, Stanislav, esperaba con paciencia. Con paciencia, algo de ternura y enterado que en el pueblito hacia donde iba, las solteras eran escasas, no dudó ni un segundo. Parco en palabras, pero responsable, compró dos boletos y partió rumbo al sur con la embarazada a cuestas. El hombre se sabía fuerte y la tímida Ana era sana. Sobraba trabajo y mirando el vientre de la joven, de a poquito, empezó a quererla. A desear protegerla. El que se llamaría Fermín no lo sabía, pero ese fue su primer viaje al sur a bordo de un tren con coche comedor y dormitorio. Un tren de lujo, llamado “Los Arrayanes” que terminaba su recorrido de surcador de pampas en las proximidades de un hermoso lago con nombre indígena.

“El hombre propone”…Ana afirma que el hombre nunca debe dar por sentado ni proyectos ni planes. Porque todo lo que el hombrecito cree, puede ser torcido y retorcido por un Ser Superior.
La tarde anterior a la llegada a destino, Ana entró al camarote para despertar al dormido Stanislav. Estaba boca arriba, inmóvil. Una leve sonrisa marcaba la piel de la cara. No respondió al llamado, ni abrió los ojos con los sacudones. Dando alaridos y chapurreando palabras que ninguno entendía, consiguió la atención del guarda. El hombre estaba muerto. “Un ataque al corazón”, diagnosticó un joven doctor que iba al sur en viaje de bodas y se hizo cargo del acta de defunción.

Ana giró a ciento ochenta grados sin pensar dos veces. Bajó del tren una estación antes, para que la policía no la interrogara, desorientada y en pánico. Caminó hacia el pueblo, mezclándose con la gente que volvía a sus casas y esa noche durmió acurrucada y hambrienta en un hueco cerca de la Iglesia. El sacerdote, enterado por las piadosas feligresas de la primera misa de la presencia de ese personaje envuelto en trapos, la invitó con el desayuno y por señas, trataron de entenderse. Empezaron a llamarla La Polaca, porque venía de Polonia. Nadie, en kilómetros a la redonda, descifró jamás su lugar de nacimiento y menos qué hacía esa mujer joven, con una panza alzada, en medio de la pampa húmeda, que afirmaba o negaba con la cabeza lo poco que entendía.
Cuando se enteró que en el pueblito había solamente una sala de primeros auxilios, fue cuando se despidió del cura para incursionar sobre el tren de carga hasta la ciudad más próxima, que sí tenía hospital, plaza con juegos para chicos y empleos de sobra para mantenerla a ella y al niño moviéndose en su vientre. Bajó en esa estación sin nombre apretando su bolsa, buscó un banco, se encogió sobre el vientre, rezó por sus padres y durmió un par de horas. La esposa del jefe de estación la miraba con curiosidad a través del visillo, hasta que Ana empezó a moverse, estirar la falda y mirar a derecha e izquierda, como buscando a alguien.
— Esa muchacha está embarazada…Y parece que la dejaron plantada…— ¡Y debe tener tanto frío!— Dijo atando el cinturón del delantal sin apartar los ojos del banco de la estación.
El jefe abandonó el diario para enterarse mejor de los acontecimientos. Su mujer era sensiblera y crédula y llevaban más de una discusión porque ella se compadecía de vagabundos malolientes, perros sarnosos y muchachos de pelo largo y navaja escondida en los pantalones. Y estaba aquélla vez en la que llamó a la policía para desalojar a unos gitanos que se adueñaron del galpón de atrás. No quería hacerse mala sangre con desconocidos, así que apartó la vista y puntualizó sin restos de lástima: — Tiene cara de gringa con la panza llena…Si le das un plato de comida, está bien…Pero después, vía, ¿eh?

Ana aprendió bastante rápido el lenguaje y las exigencias de las cuatro familias que la tomaron para trabajar por hora. Fermín tuvo dificultades para aprender a sumar y cuando llegó a la división se fugó de la escuela. Empezó haciendo changas de carga y descarga y canturreaba o silbaba si lo ganado alcanzaba para vivir mejor. Sabía que la madre pensaba comprarle una bombacha de campo festejando sus quince años y él tenía apretado en el puño el dineral que los gallegos pedían por un par de botas. Pero…”El hombre propone”…como decía Ana.
Fermín jamás festejó sus quince, y de ahí en más, en memoria de la madre, borró del almanaque la fecha por puro dolor. Ana se descompensó en el hospital y no lograron salvarla. Fermín huyó hacia los campos, a trabajar la tierra como le gustaba. Se puso de novio lento varias veces, pero como era lento, lo dejaban por otro. Su conchabo fue siempre en el vecindario de la estación, para no perder de vista los venturosos trenes, que iban o venían de lugares lejanos, siempre frenando al avistar la curva de los López.

CARMEN ROSA BARRERE.

1 comentario:

  1. Muy tierno y muy bien relatado tu cuento Carmen.
    Mantienes un estilo al día, cosa no fácil.
    Un placer leerte.
    roberto

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