3.8.10

ROMANCES SOBRE EL PONTE VECCHIO

ROMANCES SOBRE EL PONTE VECCHIO.

Se citan en la mitad del Puente. El viste jubón de seda bordado en minúscula pedrería cubriendo un torso dentro del que late un corazón agitado. Gianna detiene sus ojos y la algarabía de su sangre justo ahí. Donde la zona noble del cuerpo de un hombre finaliza. Si la travesura de sus ojos desciende por debajo de la cintura, enrojece y tiembla. No siempre domina a sus ojos. Cuando se deslizan, atrevidos y desobedientes, está segura que el final terminará en tragedia.
Ver a Renato desquicia a la púber. Se apretujan los nervios, entrechocan sus huesos y el aire se resiste a entrar a sus pulmones. Es que Gianna apenas alcanza los trece años, es italiana, apasionada desde los etruscos y alocada porque el sol caía a plomo sobre Florencia cuando fue engendrada. No camina yendo al encuentro del joven. Flota, enrareciendo al viento. Junto al aliento desprende burbujitas calientes, como las cacerolas de Donata en la cocina.
El piso del Puente se balancea, en un vaivén de cuna y corcovea, acto seguido, como el caballo negro que monta su progenitor cuando la madre se distrae y él abandona la casa con sigilo culpable, para tumbar a placer a la hembra de grandes senos, refugio donde eleva su machismo en el encuentro y lo reposa dentro del hogar.
Repica el campanario de la Catedral, se arrullan las palomas enamoradas en la Piazza del Duomo, cuando ella y Donata, su aya, escapan de la vigilancia rumbo al encuentro. Viven a Oltrarno (del otro lado del Arno) y deben correr para tener tiempo de enjugarse el rostro, antes del encuentro.
Renato la ve llegar. Se zambulle en el océano vertiginoso de esos ojos grises que lo atrapan. Con la mano izquierda alarga un ramillete perfumado. Detiene la mano enguantada de la núbil y deposita un beso. Su otra mano, la libre, está en los fondos del bolsillo, lidiando con la fiera encabritada de su sexo.
Donata susurra una recomendación a los oídos sordos de su niña. Se aparta para distraerse con el pasar del agua en el cauce del río, pero espía a la pareja con el rabo del ojo. Su patrona la desuella si a la niña le sucede algo.
Renato retiene la manito enguantada. Unidas, exudan gota a gota, las emanaciones juveniles, que extraviadas, buscan vía libre por algún rincón del cuerpo. Mirarla, poseerla vestida, con el solo roce de las yemas de los dedos, son proezas que entibian, que calientan, que se viven a los quince y se escabullen en la vejez. Bendita sea la memoria anciana, si es capaz, en tiempos de senectud, de recordar las glorias gozadas con el cuerpo y el alma en el pasado.
Entretanto, en el escenario mil veces pisado por amantes de razas y latitudes distantes, sobre el Ponte Vecchio, las piedras amarillentas que son duras aunque de corazón poroso, se retuercen, como recién estrenadas, al ritmo de la pasión de la novel pareja. Cosquillea la corteza, se filtra la energía y el arqueado vejestorio resucita.
Gianna une la entrepierna. Está roja como la entraña de una granada. Estalla con la mirada baja. El delicioso efluvio se detiene cuando tropieza con el borde de su botincito. La joven suspira. Se abanica con el ramo para sosegarse. Recién entonces es capaz de enfrentar al amor de su vida. Inocente, idealiza a Renato como al primero, único y último hombre de su vida.


Donata se empecina en el agua. Aunque sierva, ningún amo puede quitarle derechos a su mente imaginativa. El líquido del río se mueve. Ella, en el fluir, visualiza su encuentro del anochecer, cuando se revuelque en la paja de la caballeriza. Con el caballerizo, que no es manco y nada perezoso. Lástima que tenga mujer. Una siciliana corpulenta y celosa. Sospecha estos encuentros. La insulta con un violento “putana”, si la tropieza en el mercado, obligando a Donata a escapar.
— "Si viviéramos en el siglo XXI, usaríamos condones". — Inventa el jadeante Renato liberando a la fiera desahogada. Olvidé mencionar que Renato, que asegura descender del venerado arquitecto Brunelleschi, diseñador del frente del Palacio Pitti, es en realidad nieto de una vieja agorera que viste a la usanza gitana y adivina la suerte sin necesidad de tener frente a frente al consultante. Al parecer los genes de la magia son hereditarios.
—“Si viviéramos en ese siglo... sería prostituta”. Musita la joven con una voz tan baja, que solo la oye su conciencia.

— Levántate, holgazana. — Gianna es sacudida vigorosamente por la madre. — Si llegas tarde nuevamente, te despiden. El cobrador de la renta ya pasó dos veces...Un mal bicho, este hombre...Y tu padre, otra vez borracho. De tu hermano…no quiero hablar. Algo malo debo haber hecho en mi otra vida, para que el de arriba, nuestro Creador, me castigue de este modo.
La primera reacción de la muchacha es tapar la cabeza con la almohada. La madre tiene razón, por supuesto. Lo que no entiende es porqué en lugar de enojarse y retar a los culpables, se las toma con ella. Pasa las manos encallecidas por los ojos. Son pobres como ratas. Su único desahogo son los benditos sueños. Pero ni soñar puede, con esa madre que la azuza inmisericorde todas las mañanas. Calza rápidamente las zapatillas, los pantalones de trabajo, el pañuelo que sostiene la rebeldía del ensortijado cabello de color miel y parte.


Es temprano. Amanece un día glorioso sobre el Río Arno. La muchacha contempla las colinas, los Jardines Boboli, vigilando a Florencia desde arriba. La claridad, insinuada entre nubecillas pequeñas, pronto será luz candente, cuando corran las horas. El sol trae la consigna de iluminar a pleno los edificios, la Iglesia de Santa María de las Flores, la ciudad, que eterniza el arte, la belleza y el poderío de familias nobles. De sangre azul, la historia los revela iguales a cualquier mortal. Nadie ignora a los artistas que se codearon con mecenas deseosos de inmortalizase en pinturas, en monumentos, en sepulcros, en plazas y palacios que dejan boquiabiertos a turistas que no leyeron antes de viajar la magnificencia del Renacimiento.


No obstante la pobreza Gianna lee y escribe con soltura. Revisa los recipientes con basura, antes de volver a casa. Elige diarios, revistas ajadas y cintas y papeles de colores que arrojan los turistas. Con los desechos de los ricos, ella engalana con gusto el cuartito encalado, donde tiene su catre. El lecho con doseles, donde vaga de noche, inventando lo que no posee.


Otros compañeros de limpieza recogen desperdicios arrojados por los últimos transeúntes de la noche. Las puertitas de color verde, encierran negocios que cuelgan como alerones precarios desde el Puente. Los dueños mezclan hábilmente, para los incautos, la joyería costosa, con baratijas que la gente compra “para quedar bien con alguien”. El pariente pobre que no pudo viajar.”Te lo traje de Florencia”, dirán con aires de generosa benevolencia, entregando el obsequio.


Gianna abre la puerta con la llave que Donata, la fenicia dueña del negocio, le confía con la intención de encontrar todo impecable a la hora de abrir. Por detrás, Renato espía escondido tras un montón de cajas. La apura con un gesto burdo. Una vez adentro, se besan envueltos en sudor, hechos un nudo. La musculosa roja de Renato pegada al corpiño barato de la amante. Hábilmente, él la empuja hacia el baño. Bajos los pantalones, el inodoro blanco los recibe. A horcajadas Gianna se sacude en la realidad del sexo. Del amor de verdad. Apretados. Calientes. Sin ramos de flores ni chaleco con piedras. Estremecidos, gritan juntos el alarido inmemorial. Se vuelven a besar. Un toqueteo final. Se visten con la velocidad del rayo. El huye a tomar su escobillón, ella, el plumero. No obstante la fugacidad del calor, las salamandras festejan bailando alegremente, acompañando el fuego. Mañana no existe. ¡A celebrar el hoy!


El Ponte Vecchio es sordo, viejo y memorioso. Recuerda que lo construyeron en el año 1345. Que ahora, en pleno siglo veintiuno, sobrevive por milagro. La guerra no respeta ni templos ni palacios. Alguien decidió que él no recibiera bombazos mortales. Tal vez el piloto, dentro de la cabina del bombardero, pasó por allí de niño, con sus padres. La nostalgia lo llevó a desviar la dirección del proyectil. O el recuerdo de una aventura, o el respeto. Quien lo sabe. La realidad, es que sigue vigente. Al servicio de los paseantes. De los vendedores, de los enamorados y de la caterva de ladronzuelos, que sustraen hábilmente billeteras de hombres distraídos, o huyen como galgos con carteras de mujeres absortas en el oropel de los escaparates.


Su paseo en el tiempo se detiene para sonreír con las imágenes de los miles de Renatos y Giannas que hicieron el amor encima de sus piedras. Jóvenes y no tanto. Infieles furtivos o descarados buscadores de placer. Ancianos, que fornicando sobre sus recodos, pretendían retener el tiempo con nostalgia. Entusiastas mochileros de la nueva era, que se relacionan por mandato de la naturaleza, sin conocer ni tan siquiera el nombre de la contrincante. Como si comieran un trozo de pizza, o bebieran una cerveza rápida.
El Río Arno es el amante incansable de este puente. En su perpetuo pasar, lame sensual, detenidamente, los bordes carcomidos de sus estructuras, sin detenerse nunca. Noche y día. Día y noche. No importan las estaciones. No importan ni el frío ni el calor. Los gastados pilares permanecen friccionados tiernamente. El vejete se encaracola dentro de sí mismo, goloso en sus orgasmos de agua, que huelen a eternidad. Sus amoríos son nada más y nada menos, que lo que el hombre llama su destino. Un hecho ineludible, escrito tal vez en el Registro Akashico de la humanidad. Ese libro donde la letra pequeña y amorosa del Creador, sin distinciones de razas o de credos, igualando a los ricos junto a los menesterosos, anota historias de valor, de espiritualidad o de enajenación en el vicio.
La estructura amarillenta ya aprendió que en este universo nada se pierde y todo se transforma.
La luz se debilita. En el claroscuro, se adivina el Campanario Del Giotto. Se alza sobre sus ochenta y cinco metros, negándole el cuerpo a la oscuridad. Las cinco magníficas puertas representan a los siete Planetas, los siete Sacramentos y las siete Virtudes. Por el otro lado, el reconocimiento de las Artes Liberales: Gramática, Filosofía, Música, Astrología y Aritmética. El edificio viene envuelto en el misterio, la leyenda y el mito. Se susurra que fue levantado en honor a Marte, dios sanguinario de la guerra, para celebrar la fundación de Florencia. Torciendo el denigrante belicismo de la ciudad, el espíritu del hombre, insuflado de grandeza, se encargó de completar la fabulosa obra del Gran Iniciador, para convertirla en una real catedral del arte.
Las puertitas verdes de los negocios ciegan sus luces. El anciano Puente bosteza. Nadie sobre su lomo. Canturrea una tarantela y se adormece en la sensual entrega con su amante de agua.


Carmen Rosa Barrere.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Realizar un comentario