2.8.10

COMO VUELAN LAS AVES.

COMO VUELAN LAS AVES


El hombre viajó con su mujer embarazada y unos pocos bultos atravesando la cordillera. Era joven, pero estaba harto de las huelgas en las minas. En épocas de faena, le preocupaba también el resoplar de sus pulmones, saturados de hollín y la renguera de la pierna derecha. Cuando sucedió el desmoronamiento en el túnel, sus quince años y sus sueños quedaron atrapados junto con la pierna. El salvador del dramatismo de esos dos años que tardó en volver a caminar, fue su abuelo. Regresado del trabajo, comían una sopa espesa y se dedicaba a enseñarle a leer y a contar. Los compañeros de la mina no eran compasivos. Lo apodaban Rengo y lo miraban con lástima.
Eso, y el dolor de su pierna mal curada, lo fueron transformando en un joven callado y huraño, que no frecuentaba el almacén de ramos generales donde la mayoría dejaba los raquíticos pesitos ganados tan duramente, en un juego de cartas, o viendo matarse a dos gallos a los picotazos, motivados con los buenos vinos de la patria.
En las horas de descanso, leía unos libros sin tapas que habían sido del abuelo, quien ya rondaba entre las nubes del cielo. Algunos los entendía. Otros no. Como ese que se llamaba La República. ¿Que sentido tendrían esos personajes atados a un muro de una caverna, que no veían la luz ni conocían nada del mundo que los rodeaba? El escritor se llamaba Platón. Debió ser un sabio. Algún día encontraría un maestro que le explicara.
Cuando se casó y la mujer le anunció que venía un hijo, la siniestra falta de horizontes se le plantó delante de los ojos. Emocionado, abrazó a la esposa, y le susurró al oído:
— Quiero que nuestro hijo sea libre...Que no conozca solamente el frío de los túneles, la falta de aire, la humedad y la luz de las linternas...Como me pasó a mí... y antes a mi padre y a mi abuelo...
La mujer callaba. Las dos manos apretaban el vientre, palpando el movimiento del nonato.
— Tu hijo escucha...Patea como un preso que quiere romper barrotes de una cárcel...Apuremos el viaje, el peso ya recae sobre cada músculo de mi cuerpo —. Contestó con su vocecita reposada, de mujer sumisa, pero decidida a seguir a su marido adonde fuera.
El esperado nació sietemesino, a los pocos días de pisar la tierra de adopción. Flacuchento. Largo pelo de poeta y un par de ojos de mirar desmesurado. Atento a los movimientos de la madre, o llevando hacia arriba la mirada, persiguiendo la punta de la cinta roja — contra el ojeo y el hipo — que la madre adhería a su frente mojándola con un poco de saliva.
—Sos inteligente y vas a ser libre—. Sentenciaba el padre, acariciándolo con timidez, con el dorso de la mano. No usaba la palma. Era tan áspera, que podía lastimar la piel de la criatura.
Pronto la pareja descubrió su realidad: La nueva tierra estaba regida por reglamentaciones obsoletas. Las venalidades gubernamentales, arrastradas desde la colonia, favorecían a una sola clase: la de los ricos. Y esos ricos, que eran sus patrones, no eran criollos. Eran gringos en su mayoría. Hablaban otros idiomas y miraban hacia el horizonte para no tropezar con los morochos y la lacra de la miseria, evidente. En esas lejanías sureñas, la ley era solamente una palabra, sin sentido alguno. Se degradaron — para no perder el trabajo—, en tres autómatas anónimos. Indocumentados. Sin derecho a protesta. Sin autorización para mirar de frente al capataz, respetado por el látigo y el facón en dos manos inmisericordes.
A la joven madre la mandaron a la cocina. Al marido, a cuidar de los rebaños de ovejas.
—Pero yo soy bueno con los números—. Se defendió el lisiado.
—Vos...conformáte con contar ovejas...Si no te gusta, volvé por el mismo caminito que viniste.
La mujer se afanaba con las cacerolas. Siempre apresurada. Esperando el ratito libre para arremangar las faldas y correr hacia las barracas donde tenían una habitación pequeña y oscura. Pero donde estaba el hijo. Lo amamantaba con ternura, lo apretaba contra su cuerpo, para darle seguridad y lo lavaba dentro del piletón de agua fría. Unos poquitos mimos y el retorno disimulado hasta la cocina, antes que alguno la denunciara.
Con el transcurso de los meses, optó por apoyarlo en el piso de tierra. Lo ataba de una pierna, con un trapo, a la pata del catre. El chico no podía moverse mucho, pero a ella le quedaba la seguridad de encontrarlo a salvo cuando al fin estuviera de regreso.
Cuando finalizado el quehacer encontraba a su marido, se miraban cansados y comían en silencio. La única esperanza era ese hijo, que crecía viendo cada amanecer un cielo totalmente azul. Un duendecito, que podía abrir los brazos y recibir el frío del aire puro. El heredero, que correteaba libremente desde la cocina al sitio donde ese día el padre atendía los rebaños. Un hombre blando, que en algún momento dejó de soñar con la famosa libertad.
Las noches en el sur eran extremadamente frías. El viento se estrellaba contra las paredes. Silbando, como dueño, se colaba por las hendijas, trayendo a cuestas un polvillo fino, que les endurecía el pelo y se les introducía para siempre debajo de las uñas. Afuera, el silencio de la montaña y el alerta de las aves de rapiña, mantenía las tres cabezas juntas, los cuerpos arrebujados, uno contra otro para calentarse y alejar el miedo.
Amanecían callados. Pero la sal de las lágrimas dejaba caminos de arena en los ojos y en las caras. Ya no mencionaban ni de paso la palabra libertad. Se limitaban a extrañarla en el resignado silencio de los oprimidos.
Cumplidos los diez años, el muchachito ayudaba al padre con las ovejas. Persiguiendo a una fugitiva, una mañana encontró la cámara de la rueda de una bicicleta. Se fabricó una honda. Su único juguete. Apartado de su padre, a la orilla del arroyo, aprendió a afinar la puntería. Primero contra las rocas. Más adelante, contra los troncos de los árboles. Pronto, a los pájaros en vuelo.
Esa tarde no soplaba el viento por milagro. Empezaba el calor y las ovejas estaban casi listas para ser esquiladas. Comían tranquilas, en grupos diseminados en la proximidad del agua. El muchacho tenía su gomera y las piedritas cerca de la mano, esperando el instante justo. A lo lejos, divisó a su presa. Con primitivismo de cazador, tensó el cuerpo. Los sentidos aguzaron sus implícitos mandatos. Los ojos no parpadeaban. Apuntó y tiró. La piedra dio contra el cuerpecito del ave, que cayó a plomo, cerca .de donde se encontraba. Sonreía cuando se paró y se acercó al animalito. Lo tomó entre las manos. Era un pajarito pequeño, con plumaje gris. El vientre abierto, el interior desgarrado. El calorcito de la sangre le entibió y ensució la palma de la mano, que empezó a temblar. El pájaro lo miraba fijo, traspasándolo. Como preguntándole: ¿Por qué?
El jovencito no podía reaccionar. Le sucedían hechos como de sueños, pero reales. Dejó de ser el de siempre, para convertirse en ave. Como tocado por una varita mágica, se transformó en un pequeño pájaro de plumaje gris acerado y ojos vivarachos. Sus alas se movieron sin esfuerzo sobre la copa de los árboles. Sobrevolaron campos y rebaños. El arroyo se convirtió en una víbora sinuosa, que reflejaba al sol. Había música de piedras en el cauce. Líquenes y musgos, extendiendo tímidamente las ramitas hacia la luz. Se dejó llevar por las ráfagas de aire, mecido en una cuna esponjosa. Las térmicas de la atmósfera lo empujaban, embriagándolo en las ondas de su constante movimiento. La savia se filtraba a través de su piel y los perfumes del pasto, unidos a los del polvo de la tierra, al polen de las flores, conformaban un universo diáfano, preñado de belleza, con haces luminosos que se quebraban, caprichosamente, en las altas ramazones de los árboles.
Era tal su sensación de dignidad, de libertad y de orgullo, que tuvo miedo de caer al suelo. El follaje se abría, ofreciéndole reposo en una ramita. En otra. En un vaivén sin tiempo, se dejó hamacar. La garganta en un trino mitad canto y mitad grito, que le brotó desde adentro, para dejar una huella de energía en el entorno, para perderse finalmente en las alturas.
De repente, el ensoñar pasó. Era él, de nuevo. Con la gomera asesina en una mano y el pajarillo muerto, ahora frío, en la otra. Se agachó y tapó al animalito con las piedras usadas para la crueldad. Un grueso lagrimón corría por su cara.
Se acercó al arroyo y arrojó la gomera a la corriente. Si estamos atentos, la sabiduría se nos revela en un instante. Ese fue su momento. El niño quedó atrás. El adulto que corrió en busca de su padre, era un compendio de descubrimientos. Un conocedor del contenido de mil volúmenes que hablaron de liberación, en un universo paradisíaco donde cada hombre o mujer podía obrar y vivir de acuerdo a sus conciencias. Los hechos de sus rudas existencias podían cambiarse. Quería hablarlo con su padre. Explicarle que la famosa libertad no se consigue cambiando de país o de gobiernos. Que se halla en nuestro profundo interior y que se hace evidente cuando un humano conserva la esperanza y logra, por un breve instante, transformarse en ave.

CARMEN ROSA BARRERE

2 comentarios:

  1. Es impresionante el realismo magico mezclado con la cruda verdad. Quien no querria ser un pajaro!!.

    Ramiro.

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  2. De verdad tenes 87 años????....

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