5.8.10

LA PLAZA DE LOS DOS CONGRESOS

LA PLAZA DE LOS DOS CONGRESOS.

En un lugar bien seleccionado colocaron la fuente. Todas las religiones del mundo se valen del agua. Para bautizar, para purificar. La vierten dentro de la pila, a la entrada de los templos, para mojar los dedos y persignarse. Al Jesús de los judíos lo acristianaron en el Río Jordán. Nuestro cuerpo aloja un altísimo porcentaje de líquido. Algunos dicen que aparecimos en el agua. Diminutos e Insignificantes. (En lo personal, soy el ejemplo viviente de los que no logramos escabullirnos para crecer. Casi anciano, me doy cuenta de mi escasa estatura).

Pero estábamos en lo de la fuente. Para las Fiestas Patrias aparece el personal especializado que convierte el débil, cotidiano chorro de agua en un mensaje cantarino, que se eleva iridiscente cuando lo atraviesan los rayos del sol. Una vez tuve en mis manos una colección pequeña de obras de Dalí que jamás había visto antes. Su maravillosa genialidad, aprisionando mariposas y peces. Barcos etéreos navegando en mares de ensueño. El velamen de las embarcaciones idealizadas por mariposas de alitas leves. Benditos los artistas que nos hacen distinguir ángulos impensados a los que ellos acceden con la imaginación abierta. Si me instalo en un asiento para contemplar la fuente, esos seres bailan dentro del líquido, que sube y baja al compás de la música más hermosa que un anciano solitario pueda disfrutar. Con los ojos cerrados percibo, junto al murmullo confesional del agua, el estremecimiento del aire, que danza con los sonidos de la música.

Sonrío al recordar mi juventud. Aquél maestro de solfeo, que mi afanosa madre contrató para que me desasnara. Las aburridas escalas. Mis dedos tercos, aporreando las teclas del piano con el ceño fruncido y un atroz aburrimiento matando impiadoso toda esperanza del infortunado maestro. La perseverancia estaba lejos de ser mi amiga. Abandoné las lecciones de piano, primero. Recordar postergaciones sucesivas me producen punzadas en el pecho. Fracasos que no se debieron a la falta de oportunidades. Yo las tuve a todas, pero me creía tan vivo, capaz hasta de ser astronauta sin terminar de cursar el secundario. No soportaba la disciplina de la escuela y me recibí de maestro en el arte de perder el tiempo. Un día el buenazo de mi padre colgó una cartulina en la pared de mi cuarto:” EL ÚNICO TRABAJO QUE SE EMPIEZA DE ARRIBA ES EL POZO”. Riendo, yo se lo enseñaba a los amigos que caían a casa como moscas a la hora de comer, se instalaban en los sillones de pana de mi madre, masticando maníes si era invierno, o helado si llegaba el verano. Al día siguiente, veía a mi madre frotar almohadones y alfombritas pisoteadas por esos tarambanas con los que yo perdía las horas. No me regañaba. Soy hijo único, sobreprotegido por ella, que era crédula y pensaba que con los buenos ejemplos del hogar esta oveja descarriada volvería mansita al redil. Atolondrado, no me daba cuenta de su paciencia benedictina y no alcanzaba a entender la calidad de su ternura. Soportó mis enamoramientos furtivos, mi holgazanería, mis mentiras y debe haber llorado mis fracasos, pero nunca me pasó facturas.

Desde el mostrador de un boliche de barrio, bebiendo con amigos casuales, no se resuelven los problemas del mundo y a los personales se los deja de lado. Aceptar lo que sucede en nuestro centro, es un menester que los jóvenes postergamos a un eterno mañana. A lo mejor porque duele exponer la mala semilla que crece fortachona, cuando lo que se espera es que nos recibamos de hombres centrados, aptos para ser felices.

Mi solitaria indigencia tiene un solo culpable. Hurgando en mi interior, reconocer las veleidosas y cambiantes aristas de mi personalidad, me otorgan esta benevolencia, esta ausencia de rencor. Soy el editor responsable de todos los hechos de mi vida, que se alarga más de lo deseado. Hasta para esperar la muerte me ataca la impaciencia.
Abandono la revisión de mis defectos. Dentro de un rato llegará la camioneta de Caritas, que nos reparte las bandejas de comida. Los sin techo — a pesar de los esfuerzos gubernamentales — somos muchos.
Recorremos las calles de día, cada uno por su lado. En un bar de la Avenida de Mayo, un académico y generoso valenciano me sirve gratis un café con leche con medialunas. Cuando hay poca gente, se desliza en la silla frente a mí. No filosofamos para arreglar un mundo que ya es un rompecabezas hasta para su Creador. Hablamos de fútbol, de libros, de la vulgaridad de los programas de televisión, contra los que suelta palabrotas y críticas atinadas. Por supuesto, con la voz a medio tono, para no perder la compostura delante de los clientes que pagan. Una vez a la semana, antes de abrir el negocio, permite que me pegue un buen baño, me rasure y defeque con ritos olvidados. Cuando los turistas se despabilan y trotan por Florida, reparto volantes de una casa que vende artículos de cuero. Para eso debo refrescar algo de mi antigua facha, que groseramente, cuando envejecemos huye lo más lejos posible.

A mi amigo español le encantó la charla que sostuvimos una mañana fría. El humo del café me aislaba la expresión de su cara. Tal vez creía que lo estaba inventando. Igualmente, proseguí mi historia. Le conté de la existencia de Camille Claudel. De la tormentosa unión de dos genios de la escultura, que terminó de manera nefasta para la discípula. Rodin era ya el artista famoso. Ella, una joven de familia convencional, perdida en el tumulto de su corazón, que clamaba por el maestro y sus manos. No en la piedra. No en el metal. Las manos del amado recorriendo su piel, cincelando esculturas de amor sobre sus pechos casi adolescentes. Una pasión fuera de época. Rodin era casado y Camille, una florecita olorosa colocada a sus pies.
— La estatua del Pensador, la que está ubicada al lado del mojón que indica el punto de partida del país hacia cada confín, la hizo Rodin. – Explico a mi benefactor, que se compromete ir el sábado para echarle una mirada. Me despido apurado. Son las nueve y media. A las diez, Florida es casi un manicomio.
Entrego volantes. Pero me divierto observando a los transeúntes. Identificables a través de sus modales, de las formas de mirar, posturas del cuerpo o maneras de comer. En la fugacidad del instante, acecha el recuerdo de mi hogar. Mi infancia, con mamá detenida en cada detalle de nuestro desarrollo. Tuve una hermanita, que falleció pequeña. Sobreviví yo. Alto, buen mozo, según decían. Pero ocioso. Perdedor desde el vamos. Sabias palabras de mi progenitor. Un abogado exitoso, mi padre.

El atardecer cosquillea sobre los bancos y los árboles de la plaza. En su recorrido, la luz debilitada nos reconoce y se diluye detrás de los edificios. Estamos en nuestro lugar. Los sin techo no discutimos. Un entendimiento de buena voluntad, impuesto por las circunstancias. Si nos miramos, sacudimos levemente la cabeza. El hartazgo generalizado aparece cuando muere el día.
Creo que en el fondo, nos quedamos en las cercanías del monumental edificio para elevar la autoestima. No es lo mismo ser linyera en un charco, que teniendo enfrente este palacete imponente. Fue levantado en el año 1906 por un
arquitecto venido de Italia, apellidado Meano. Vista desde mi banco, la cúpula es majestuosa. Me encanta cuando el sol de la mañana ilumina las imágenes aladas, soplando trompetas que proclaman la igualdad de los hombres de mi patria y el ejercicio de la ley. Como son de piedra y los preclaros representantes, actuales son sordos, adentro del recinto nadie las escucha.
Transitar desde la Plaza de Mayo, que imita a La Gran Vía de Madrid, para rematar en nuestra plaza — hogar — y contemplar desde ahí su estructura en detalle, es uno de los goces que nos permite el pertenecer al vecindario. Dentro del Palacio han hablado, protestado y discutido grandes políticos y estadistas. Fueron días de gloria. Los oradores de las bancas y sus decisiones se apoyaban en la Constitución y leyes, decretos y ordenanzas eran respetados sin discusión por un pueblo que ambicionaba desarrollarse en paz. Pero nada es eterno. El mundo es una pelota que gira sobre su eje. La gente cambia. Las conciencias ya no son tan conscientes. Hoy, si alguien pretende proclamar una sola verdad, primero debe aferrarse al piso con botines de cemento. Mi amigo el valenciano quiere consolarme: “Hoy por hoy esta calamidad sucede en el mundo entero”. Asiento, como dándole la razón. Pero mi interior está sublevado. No entiendo mucho de política. Pero pensar en algunos que se creen personajes intocables porque roban mucho, me revuelve las tripas.

Los bien trajeados, altaneros que pasan por la plaza nos miran despectivamente. ¡Si supieran cuán sólidas son las verdades que se aprenden en la calle! Hasta los vejetes cegatones como yo, vemos más de lo que algunos de los señorones de enfrente quisieran que veamos. Hombres sigilosos que aguardan en un banco oscuro para tomar o entregar sobres abultados o sobrecitos polvorientos. Haraganes favorecidos por un pariente con poderes que aparecen los primeros días del mes a cobrar subvenciones de tareas que jamás hicieron. Acá, la gente que trabaja los apoda “ñoquis”. Repaso mi cara con una servilleta de papel, en el intento de detener el olor a caca cuando estos pensamientos perturbadores me atropellan.
El anochecer se aproxima. El vientito del Río de la Plata se cuela por la costanera, avanza por la Avenida y nos cala el frío. Me envuelvo en la manta salteña, hecha de pura lana, que exuda, cuando se calienta, el olor de la piel de la llama y los sonidos de la soledad del altiplano.

Me recuesto en mi banco y cierro los ojos. Antes de dormirme, escucho cómo trepida el piso. Debajo, bien abajo, el primer subterráneo construido en
América del Sur, rechina en una frenada de estación. Las vías se estremecen, aplastadas por el convoy. Los pasajeros, ateridos, corren hacia sus casas, peleando al viento. Me pongo a imaginar: Hogares tibios. Niños porfiados. Mujeres que hacen milagros para agrandar el caliente pan de cada día. Los maliciosos no hablan de inflación. La mal apodan “inflamación”.

Hace mucho dejé de beber. Pero si me libero del presente, me asaltan estos pensamientos del tiempo mal gastado, pegoteados a mi naturaleza como la marca hecha a fuego y hierro sobre la piel de un vacuno. Quisiera no tener memoria. O perderla, bebiendo vino a grandes tragos. Vasos repletos del líquido transparente capaz de idiotizarme. Si pierdo la lucidez, a lo mejor consigo elevarme alto sobre las miserias de las que somos capaces los humanos. No pisar los desechos. Tanta charla barata, tanto tiempo gastado en mirar hacia afuera, despreciando la débil lucecita de mi inteligencia. La inteligencia es como el amor: hay que regarla para verla crecer. Jamás pude encontrar el río.
Creo que tengo algo de fiebre. Soñé que volaba. Debajo, quedaba mi banco. La fuente. El inmóvil Pensador de Rodin, con la mente caprichosamente perdida entre el matorral oloroso del cabello de Camille. Y el reducto con arena que diligentemente, alambraron para que los perros del vecindario hagan pis y suelten bultitos marrones mientras el dueño de la mascota lee el diario, desentendido.
Mis amigos duermen acurrucados en las escalinatas del Palacio y en los bancos de mi plaza. Mañana hay que seguir trotando, gorra en mano.
CARMEN ROSA BARRERE.

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