22.2.11

PASIÓN Y ALHEÑA PARA UNA NOVIA

PASIÓN Y ALHEÑA PARA UNA NOVIA.



El torso del joven moreno se enjoya con las perlitas que la transpiración instala sobre la piel lisa y acalorada. Mecánicamente el brazo se eleva y la mano se detiene en los ojos. La palma que enjuga el sudor es ruda. Cuando la mano cae, la tela de la pierna del pantalón corto absorbe restos de humedad nerviosa. Responde al nombre de Moemo y vive en una aldea portuaria del continente negro, de cuyos límites nunca se apartó. Sus gestos son automáticos. La mano responde a sus órdenes, mientras la otra parte del joven se rebela y agitada, vibra en otra dimensión. Andurriales dentro de territorios ajenos que debe respetar porque ésas son las enseñanzas de su hogar. ¡Si pudiera quitar el dolor del corazón...! ¡Si supiera como enterrar la urgencia de la carne y de la sangre en el fondo de un pozo o tuviera coraje para ahogarla en el mar! Todo le está vedado. Hasta llorar. Un hombre de su raza no derrama lágrimas sin motivo. Y su motivo es un secreto que lo acompañará a la tumba.
De noche, acostado boca arriba sobre la estera, lo acorralan pesadillas, le duele el estómago y tiene náuseas. Quiere convencerse que nada está sucediendo. Que su revolución es producto de las hechicerías del brujo en una noche de aquelarres maléficos. Tal vez una sombra maligna cayó sobre él sin que lo advirtiera. Desgracia que supuran las paredes de su casa. Que lo persigue girando en derredor, metiéndose adentro de sus órganos para volver putrefactas sus entrañas. Una brujería que se enrosca en su columna vertebral, trepa sigilosa como víbora ponzoñosa y concluye su viaje instalada en el centro de su pecho, enlodando su orgullo, borroneando el respeto debido a la gente de la tribu. Mentir a sus amados padres. Simular amistad a su tío. Ese buen hombre que lo inició como guerrero en la defensa y lo adiestró en la cacería y en la pesca. Arrimado a ese cuerpo confiable, buceó para salir a la superficie con las manos heridas y una cantidad de trofeos marinos de tonalidad maravillosa. El tío consejero. El respetado, el que aquietó su atrevimiento cuando alocadamente, quiso introducir la mano en el hueco de la cueva donde gimoteaban cachorritos de una madre salvaje, al acecho. Ese es el pariente al que su corazón engaña.
Mueve sus huesos, traga saliva amarga y monologa:”No soy más que un pedazo de bosta seca de una vaca vieja”.
Un par de ojos oscuros y maliciosos, un diminuto pié, una carcajada de niña, son la causa del desvarío. Proceder y actuar mintiendo le produce mayor dolor que pisar brasas con el pie desnudo. Despierta asfixiado. Soñó que navegaba en la barcaza de pesca. Que un viento sorpresivo volcó la embarcación, poniéndola de campana sobre su cabeza. Sintió que la vida se le iba, sin oxígeno. Desesperado, manoteó el agua revuelta. El tío lo observaba desde la costa. Le decía adiós alejándose, como aliviado.
Fuera de la cocina evade la mirada materna y huye al bosque con el pretexto de cazar más animales que serán macerados con yerbas hasta que llegue el momento de la cocción. Los días con sus noches se suceden en medio de su tormenta interior. El compromiso matrimonial de su tío — un hombre mayor —, ya fue formalizado. Los padres intercambiaron las dotes con el novio. La familia de la novia recibió una yunta de caballos de raza, un rebaño de cabras, tierras, collares y brazaletes de plata labrada. Aretes y anillos de oro para asegurar a los suegros la riqueza del novio y el futuro bienestar de la púber.
Alhajas que pretenderán aumentar la belleza de la novia, radiante por naturaleza. El hombre mayor se une a una joven que no alcanza a los doce años. Los padres de la novia confían en el vigor masculino del rico consorte, para garantizar la descendencia. Que si Alá lo dispone, vendrán de corrido, uno cada año.
La curiosidad y el azar conforman una mezcla peligrosa. ¿Quién introdujo en la cabeza de Moemo la idea de caminar cerca de la costa aquella mañana idéntica a tantas otras? ¿Quién o quienes tejen la urdimbre de los sucesos que no buscamos pero que igual nos pasan?
El día que cambió su destino el cielo estaba límpido. El calor ya era tórrido desde el alba. Moemo, de cacería, pega saltitos cuando los guijarros y los matorrales espinosos lo agreden. De pronto gruesos nubarrones tapan la luz del sol. Él busca una presa caída entre la maleza. En ese momento escucha risas de niñas y talones descalzos corriendo sobre la arena de la playa. Cuatro morenitas juegan a esconderse las unas de las otras. Divertidas, sin miedo, como las niñas que realmente son.
Oculto detrás de una piedra como un ladrón, las observa bailar y aplaudir. La que parece más audaz aprieta el pié sobre la arena con fuerza y espera el momento que la ola robe la marca dejada por su diminuta planta para diluirla revuelta entre la espuma. Con un palito, otra dibuja corazones, lavados por el ir y venir de las pequeñas olas.
El muchacho no las conoce, aunque tienen edades parecidas a la suya. Visten ropajes coloridos y largos. Los brazos menudos están adornados con brazaletes que tintinean cuando corren. Los velos, movidos por el viento, escurridizos, permiten a sus ojos pecadores divisarla a “ella” en toda su belleza. No obstante la distancia que los separa, los ojos negros como tinta de la hermosa refulgen. Un hondero entusiasta aparece portando su carcaj con flechas. Un imán que inventa un puente entre las hormonas adolescentes como un hecho casual. Ensueño que se niega a desaparecer, ya que también ella, con cierta desvergüenza, lo mira. Un instante fugaz. Un relámpago en el cielo. Una eternidad dolorosa que le rasguña el alma. Moemo contiene la respiración. Si respira tal vez la imagen se esfume. Ella, rezagada, sigue plantada en la arena, desafiante.
El joven toma la iniciativa en la retirada. Lo enloquece el presentimiento. “Esta niña es la novia”, chillan los ratones dentro de su cabeza. La novia que pacientemente su amado tío espera para desposar y depositar en su vientre las semillas.
El Que Todo Lo Ve, ¿Entenderá estos sucesos que trastornan corazones terrenales para transformar el día en noche oscura y poblar Huelva la noche con fantasmas malignos con mandíbulas abiertas? ¿Perdonará esta casualidad, más reveladora que las mismas letras del Libro de la Ley? ¿Tendrá indulgencia con un pobre muchacho encandilado por la mujer perfecta en el lugar y el tiempo inadecuados?
Moemo desconfía. Su pueblo es antiguo y sabio. Las costumbres son leyes. Las leyes tribales se respetan porque no fueron inventadas por el hombre. Han llegado de arriba. Están escritas en sus huesos y perduran en la memoria de los muertos. Forman parte de la naturaleza que los sustenta y moran en el ojo de los huracanes que castigan las aldeas de los pescadores junto al mar.
El encuentro sucedió hace dos lunas. Un tiempo en que la vida se tornó miserable para él. De aventurero y cómplice de los hermanos menores, vive encogido como los que pierden el alma estando vivos. Como marino que extravió la brújula.
La bolsa con frutos y flores de alheña ha llegado al tope. Debe regresar con la cosecha. Su casa parece un panal de abejas zumbadoras. Su familia y la madre y hermanas de la novia trabajan afanosas. Las tías que son multitud; las primas, que trituran dentro del mortero los frutos y las flores que él recoge y sirven para fabricar tinturas. Olorosos, aceitosos tintes con los que delinearán arabescos sobre el cuerpo de la novia. Colibríes traslúcidos. Flores con pétalos pálidos, ramitas entrelazadas, realzando la tersura de la piel de la preciosa novia. Tatuajes primorosos que delicadamente, iluminarán para el esposo esas caderas, que apenas si se redondean. Los muslos donde la carne oscura madurará con las caricias de un hombre experto, porque el futuro consorte ya es viudo. Una especialista rasurará la nuca graciosa y la untará con aromáticos aceites. La sensualidad natural será resaltada, maximizada para un esposo que jamás vio su rostro ni conoce la tenacidad de los inquietantes ojos.
Los pensamientos y las imágenes duelen tanto en el corazón de Moemo, que se niega a comer. De jovial y comedido, huye del contacto de los que lo conocen bien.
Una prima aporta un tesoro prohibido: un frasco con esmalte de uñas. El joven escucha que sin pedir permiso pintarán las diminutas uñas — aquéllas de la playa — con esa laca que utilizan mujeres alocadas que olvidan el recato y desafían mandatos.
Merodea alrededor de las mujeres como un perrito que perdió a su dueño, olfateando la gloria que pertenecerá a otro hombre.
— Hacen falta más alheña y tres cocos. — La madre devuelve la bolsa a sus manos. Lo observa preocupada. Tiene el presentimiento de que algo terrible enloda la mente de su hijo. Sus cambios de carácter son notables, su tristeza, una sin razón en este momento en el que todos en la aldea están de fiesta. Permanece un largo rato viendo cómo se aleja, moviéndose con la lentitud de un anciano hacia los arbustos florecidos de la alheña. Sacude la cabeza, apartando un molesto mosquito imaginario. La rueda de mujeres de la familia espera. Debe continuar su labor, organizando.
— Sobrino...hijo de mi hermano querido. — El futuro esposo lo abraza con tal regocijo, que el joven tiembla negándole la respuesta de los ojos.
— Sí, tío...
— No preciso decir cuanto te amo...Lo sabes. Como eres mi elegido, el día de mi boda serás el encargado de trasladar a mi esposa a mi casa...Si llue ve debes cargarla en brazos...Como cargas tus bolsas con alheña... Livianamente...Y otra cosa: No le permitas mirar hacia atrás…Trae mala suerte.
— Pero...— Moemo carraspea. —Tal vez mi hermano mayor se ofenda. Argumenta débilmente, a punto de echar a correr.
— Hablé con tu hermano mayor. Le parece bien. En la gente de la misma sangre las ofensas no valen.
Moemo enrojece y ambos brazos caen lacios a los lados del cuerpo.
En el hogar de la novia el alboroto es de otra naturaleza. Este enlace significa mucho. Casar a Ndeybi con un hombre rico y fuerte eleva a la familia en rango y en respeto. Por Voluntad del Creador de Todas las Verdades, la joven tiene solamente hermanas mujeres. El padre alimenta el ego haciendo cálculos sobre el valor de los nuevos rebaños; en las robustas patas y el escarceo viril de los caballos que ahora le pertenecen; en las cosechas abundantes de las nuevas tierras y golpea su vientre, satisfecho. Encontrar maridos adecuados para las más pequeñas ya no será un problema.
Los preparativos de la boda se extienden. La madre de la novia mantiene largas conversaciones a solas con la consejera contratada para instruir a Ndeybi. La joven sangró una sola vez. La experta debe explicarle, paso a paso, cómo comportarse al llegar a la casa del esposo. Simular temor y sonrojos inocentes. Mantener la vista baja. Sonreír agradecida cuando él le coloque collares adornando el cuello. Mover levemente el vestido para expandir el perfume de la piel, destinado a enervar el deseo masculino. Si fuera necesario, ella se ocultará — a sabiendas de la pareja — debajo de la alta cama velada con mosquitero, para asistir a la pareja a consumar la unión.
Como es persona respetada en el oficio se encargará, llegado el amanecer, de anunciar a los padres, a los parientes y a los invitados, agitando campanillas y abriendo y cerrando los brazos, que pronto vendrán los niños. Juntará los dedos de ambas manos: — “Montones de niños” —, gritará, mientras las mujeres se abrazan y los hombres se agitan orgullosos e incómodos dentro de los trapos pesados de la ceremonia. Al rato la mujer cambiará su ropaje ceremonial detrás de un arbusto y bailará y tomará como un hombre, hasta caer redonda y sin sentido a la tierra, totalmente borracha.
Moemo, agachado sobre el camino, limpia de ramas, de hojas, de piedritas, el sendero que une la casa de la novia con el hogar del tío. Debe asegurarse que de las ramas de los árboles no cuelguen nidos de pájaros con pichones que ensucien la lujosa vestimenta de Ndeybi. Ahuyentar avispas. Investigar las cuevas por si alguna alimaña saliera del escondite justo al paso del cortejo. Podar enredaderas, pisotear insectos. Mirar el cielo a cada instante, por si amenaza lluvia. Porque si llueve...Serán sus brazos los que sostengan el cuerpecito tibio de la novia núbil.
Y si el viento ayuda...Y el velo se hace cómplice por un segundo…Tal vez sus ojos se encuentren. Y ella lo reconozca. Vea rodar las lágrimas de tristeza que surcarán su rostro. Sienta el dolor sin remedio que soporta, cuando al finalizar la travesía seguido por la gran familia y los amigos, llegue el fatídico momento de depositarla en brazos del esposo.
El moreno sabe que se le acaba el tiempo. Mañana, el largo preparativo finaliza. ¿Resistirá la más dura de las pruebas con la debida entereza? Moemo es poseedor de miles de cartoncitos con mandatos ancestrales que le exigen honradez y comportamiento de hombre. Tiene que poder controlar el devaneo alocado de su mente.
La noche se eterniza para el joven. Se levanta al alba y mira el cielo.
Oscuro. Amenazante. Parece que El Que Todo Lo ve, lo limpiará con la lluvia del perdón cuando cargue a la novia.
La madre lo ayuda con la ropa y coloca su mano ajada sobre su cabeza, en completo silencio. Es la madre, pero es mujer. Moemo es casi un hombre. Ella no tiene derecho a interrogarlo. Lo despide con los sentimientos revueltos. Por un lado las alegrías del festejo. Por el otro...Un miedo visceral, que no comprende. El mismo que tuvo la tarde que su padre no regresó a la casa. Jamás lo encontraron. El rastro terminó cuando los conocedores, hurgando entre la maleza, hallaron el amuleto contra la desgracia, que usaba desde niño en el cuello. Lo que restaba de él, estaba tirado en la espesura. La leona que el hombre perseguía había parido dos cachorros nuevos. Debía comer para amamantar su cría.
En casa de la novia, el padre de Ndeiby la despide ritualmente. Aparta el ropaje bellamente recamado de la novia y vierte leche en ambos pezones. La tradición asegura que el líquido vertido con esa intención, hará el milagro de una descendencia sana. Guerreros con sangre caliente, agresivos con el enemigo. Mujeres solícitas y conservadoras. La madre, que presencia la despedida, abraza a la niña, besa sus rodillas y se permite el escape de una lágrima solitaria.
Afuera llueve. Moemo y el cortejo de varones aguardan respetuosamente. La casa del novio queda lejos. Hay viento. La novia no alcanza a pesar ni la mitad de lo que pesa un cachorro. Moemo la sostiene protegiéndola del viento. El corazón de ambos, desaforados por un segundo, se alía en un ritmo idéntico. Unificados y en falta, al unísono por primera y única vez. Los ojos en los ojos. La piel, rozando la otra piel, con total conciencia del pecado. El se convierte en abeja, que liba a hurtadillas de la corola de una flor ajena. No hacen falta palabras. El perfume del brazo que rodea su cuello lo sube a la cumbre del cerro más alto que conoce. Un arete de oro golpea su mejilla. Tambaleante, ebrio de placer, Moemo quiere detener el viaje. Escapar del cortejo. Perderse en el bosque y besarla. Detenidamente. Trozo a trozo. Formar con sus dedos en la piel de seda, los arabescos que dibuja el viento en las arenas del desierto.
Ella no conoce su nombre. El nunca la verá desnuda. Si la encuentra, ella estará velada, con los ojos bajos. Jamás lo volverá a mirar de frente, con ese delicioso desafío infantil. Ambos saben que ésta es la realidad. Pero no obstante y a pesar de ella, la pertenencia del momento es total. La sabiduría impecable de los enamorados que no pasaron por el cedazo de la civilización, unirá a estas almas para siempre.

Incapaz de mentir, el joven huye hacia la ciudad cercana. Circula por el hospital. Ayuda a los enfermeros en la asistencia nocturna, momento en el que muchos pacientes empeoran. Aplastados por el abandono, sienten que se les escapa la energía vital. Moemo se aturde al enfrentar la vida que llega de los vientres y la impiadosa muerte que cercena cuerpos. La falta de información y de recursos es enorme. Niños ciegos, mayores andrajosos sin identidad, conectan a Moemo con la intensidad de la miseria.
Entiende su pérdida como una fatalidad del destino. Lo señalado. Lo que estaba en su camino. El sufrimiento que le correspondía para robustecer su temple y transformarlo en hombre.
Jamás regresó a su pueblo. En la ciudad no hay mar. Los monzones no aterrorizan a los pescadores. No existe la costa, ni la arena fina, ni las risas de un grupo de niñas, escapadas de casa, una mañana antigua. El cuarto que comparte con los enfermeros huele a formol. Muy adentro, la piel de sus fosas nasales retiene porfiadamente, el perfume delicado de la alheña.
Si visitan África, no olviden buscar una de sus flores blancas. Si los acompaña una dama, la flor será un obsequio amoroso. Si viajan solitarios, corten una en capullo. Guárdenlo entre las páginas del libro que leen. No se puede calcular el tiempo y nadie conoce el destino por adelantado. Tal vez algún día, algo ya escrito en su sendero, pasará. Una nieta moza abrirá el libro aquél, hoy de hojas que amarillean, ajadas. Joven entristecida en ese atardecer de otoño, que suspira por el infeliz desenlace de su historia de amor. Encuentra la flor aprisionada. La huele. Rescata un tenue perfume y una energía que linda con lo mágico recupera a la esperanza, que ronda. Nada se pierde y todo se transforma, es la ley. Resucitan Moemo y Ndeybi que fueran el uno del otro sin jamás tocarse. Sonreirán desde lo alto los grandes amantes de la historia cuyas relaciones fueran pasionales, frustrantes, o imprevisibles. Si adquirimos la capacidad portentosa de cambiar nuestras tinieblas interiores dando espacio a los nuevos amores y a la generosidad del compartir, la nueva vida merecerá vivirse.


Carmen Rosa Barrere

10.2.11

EL HOMBRE QUE AMABA LA MONTAÑA

EL HOMBRE QUE AMABA LA MONTAÑA.


Es domingo. Amanece sobre la cama de Valentina, colándose por la ventana con el sol a rastras. Ella permanece quieta. Un pájaro madrugador alardea en un árbol lejano, en un llamado de urgencias tan viejas como su especie. Las sábanas no están arrugadas. No emana de ellas ese tenue, leve perfume a sexo que satura la tela y convoca remedos de campanitas en la risa. Dentro de Valentina, sonidos y remembranzas no existen. La noche fue un transcurrir de horas, descansando el cuerpo y armando el rompecabezas emocional; los sueños con imágenes sirven para equilibrar los fracasos y permiten en a su mente actuar en el nuevo día sin que la llamen loca.
Cuando el entrometido ilumina a pleno, ella decide que es hora de moverse. Casi desnuda y con pereza ata su cabello con una cinta y enfrenta el fulgor del espía visitante en franco desafío. Confianzuda, la claridad se adueña de espacios, muebles y espejos. Valentina se mira en el óvalo biselado, posando con una mano apoyada en una cadera; juega a las estatuas, eleva un brazo y analiza la redondez del seno sostenido por un bendito músculo que se mantiene firme. Extiende la lengua, hace girar los ojos mientras piensa qué será de su vida en ese tercer domingo del mes, domingo de mierda. Domingo porque está detrás del sábado. De mierda porque nadie la llamó para compartir un plan de salida. El aislamiento la deprime. Ronronea quejándose de su suerte y alarga el cuerpo sobre las sábanas quietas. Si cierra los ojos y se relaja puede inventar que el resplandor la roza a lo macho, jugueteando como si la tocara un hombre…si tal hombre existiera. Entretanto, bendita sea la imaginación.

Valentina es buena moza, elegante y de buen gusto para vivir; selecciona amigos inteligentes, sin calcular honduras de bolsillo. Con ellos gasta el tiempo tratando de matarlo para que la odiosa soledad no la hunda. La inclemencia del almanaque es tremenda: Está arribando a los cincuenta, bien llevados aunque la verdad es que está harta de intentar el hallazgo de una media naranja sana, dulce e incontaminada. La lectura no la atrapa como antaño y escuchar la trompeta de Armstrong alcanza su oído sin rozar su corazón. Sintetizando: Toda ella contiene la madurez y la belleza de una fruta a punto…Sin encontrar al hambriento que la quiera paladear.
Recurre a su caparazón de tortuga para impedir incursión de ajenos a sus días grises; como la tarde que encontró en el fondo del ropero el par de zapatillas de fieltro olvidadas por un inmaduro fabulador de amores de novela, hasta que ella descubrió que la rúbrica era falsificada. O el revolcón sobre la alfombra, totalmente histérica, al tropezar en su barcito con la botella de vodka que escondía en ese sitio su último borrachito. El que se perdonaba llamándose a sí mismo “bebedor social”.

En los días buenos, Valentina usa la lupa de las aburridas. Investiga si hay tierra en el marco de los cuadros, acomoda almohadones tiesos por la falta de uso o enjuaga ceniceros de cristal impecables. En coloquios sinceros con su otro yo, le gustaría retroceder el calendario. A la época en que las señoras no trabajaban; no se metían en política ni estorbaban en cargos importantes. Preparadas para el rol de madres, bajaban la vista ante el marido regañón y con ayuda de la astucia, el respeto y el acceso fácil a su dormitorio, el mantenimiento y sostén de la familia recaía sobre el súper ego del responsable del hogar. Hoy la realidad es otra. La mujer trabaja y aporta a la par del hombre. Ni el tiempo ni el progreso se detienen. Ella y toda su generación son productos de esa evolución. Por lo tanto, a joderse.
Decide buscar en el periódico algo para ver en el centro. Ya está: en el Teatro San Martín un montañista famoso da una conferencia sobre sus experiencias en el Aconcagua. Antes de salir investiga en un mapa características de la mole nevada. La encuentra en la mitad de la cordillera mendocina, erguida desde la base en sus 6.982 metros dividiendo Argentina de Chile. Anciana — sobrevive plantada como un vigía imponente en el mismo sitio, con cifras que dan escalofríos — ¡280 millones de años! Valentina salta de una sorpresa a otra: En el año 1897, un suizo se atrevió a pelear contra sus paredes; creyó ser el primero y no era verdad. Sus seguidores de todas partes del mundo, fueron descubriendo momias y esqueletos de incas que mucho antes de la aparición de los españoles, sin medios sofisticados, gritaron en su idioma y a los cuatro vientos desde sus cumbres y hondonadas el éxito de la llegada. Los quechuas lo llamaron Acconcahuah, Centinela de Piedra. Cualquier humano que la observa desde la base de su pared lisa, de tres mil metros en la parte más peligrosa y piensa en escalarla, lo hace con la adrenalina metida en la sangre y la pizca de locura necesaria para el desafío. Vencer al frío, adivinar el deslizamiento silencioso de una alud, apartar al viento que se arremolina restándoles visión, el cansancio y la soledad, son algunas de las malicias que la invadida les reserva para que desistan. Valentina piensa en el heroísmo embanderado con el hambre de libertad de la gesta Sanmartiniana. Soldados en una mezcla harto rara: criollos, negros e hijos liberados, cien inglesas con el pelo claro y la indiada de origen guaraní. Mal abrigados, escasos de comida, temerosos del traspié de la cabalgadura sobre el suelo volcánico, con el abismo abajo; porteadores y baqueanos con los ojos llorosos, enmudecidos pero marchando disciplinados a prestar salvataje a los vecinos. El jefe está formado en tácticas de guerrero entrenado; ellos son aprendices de un brujo con mirada de águila.

El recibidor del teatro desborda; hombres con cuadernos y bolígrafos, otros con grabadores y dos con pequeños ordenadores de última serie pasean esperando que abran las puertas.
Valentina se ubica en un asiento y el teatro se colma rápidamente. Un hombre alto y flaco se desliza a su lado. Pide disculpas y se arrellana en su butaca sin mirarla. De reojo, Valentina lo rotula: Un hombre viejo, parecido a Jacques Cousteau, el que amaba el agua. A este le interesa la montaña. No trae ni papel ni ayuda memoria alguna, pero sigue atentamente la palabra del explorador. Cuando la conferencia termina, los asistentes aplauden de pié. Valentina también. Al levantarse, la cartera se resbala al suelo. Jacques la rescata con una agilidad que deja regulando a Valentina: “No es tan viejo”. Y se alegra, sin saber porqué.
La mujer se distrae y los cuadernillos de regalo se agotan cuando ella los requiere. Jacques la observa desde lejos, agitando el papel en su dirección.
— Tomé uno para usted. — Anuncia sonriendo. — Supuse que iba a llegar tarde.
— ¿Porqué supuso eso? ¿Acaso nos conocemos?— La irritación de Valentina brota de inmediato.
— A usted no la conozco…Pero si a las criollas. — Abre la boca sonriendo y los ojos se le iluminan. Se divierte con el arranque de mal genio. — No quise ofenderla, es que mis amigas jamás llegan a horario a las citas.
— Pero yo no soy su cita, señor. —Valentina está colorada e indignada hasta las uñas de los pies… pero acepta el folleto. ¿Por que acepta el papel? ¿Qué polvareda mágica se agita entre el gentío para que Valentina, correcta y estricta como es, adivine, perciba o como se le llame, un atractivo inusual en el socarrón que ahora la recorre de cabeza a pie, tan seguro de si mismo como Colón cuando creyó desembarcar en la India?
— Perdón, perdón, perdón…— Se inclina, golpea los tacos del zapato a lo militar, sin borrar la ligera ironía en la voz. — ¿Me perdona?... ¿Acepta tomar un te conmigo?... Aclaremos para su tranquilidad: No es una cita. Es solamente una charla para comentar las aventuras de este osado que trepó al Aconcagua…
Valentina de dieciocho años sacude la cabeza asintiendo. Un titiritero invisible mueve hilos para que su sangre bulla. Y zonas desconocidas de su piel, de su estómago, de todo lo que cuidadosamente cubre con trapos, se remueve desestabilizándola. Se muerde la lengua en un inicio de rabieta. Está segura que parece una idiota.

Lectores masculinos: No alardeen sobre comportamientos femeninos, mascullando que apenas aparece un flaco con aire remoto y acento extranjero, a la solitaria se le caen las medias. Tengan presente que a ustedes les pasa lo mismo, o peor. La traviesa visión de un trasero pulposo los hace llevar la mano al bolsillo poniendo a aquietar las urgencias viriles. Acto seguido murmuran un piropo elegante o burdo. Valentina sonríe. Cuando era joven, el dueño de una pescadería le zampó una alabanza memorable: “Me gustaría hacerte un calzón de saliva”. Tiempo pasado, de fruta fresca rezumando almíbar.

Valentina resbala sin que nadie la empuje. Ignora los porqués de iniciar una relación casual con un tipo de ojos azules de mirada chirle, que avanza destruyendo blindajes y salta sin lastimarse sobre sus alambres de púa. El hombre que la conduce hábilmente amarrando su brazo sigue sonriente, mientras ella tropieza con baldosas desparejas como una senil con anteojos sin vidrio.
Vladimir, ése es su nombre, es un seductor innato y conoce de memoria que notas usar en la melodía de conquista. También sabe que cada mujer es un mundo y que Valentina no es un territorio plano de fácil acceso. Se desliza en la conversación con cautela. Enfrentarse con lo difícil añade encanto a la tarde. Entretanto, Valentina se da cuenta de la insurrección que el señor de las patas largas produce en su sangre y el atropello de la respiración. Quiere rebelarse pero sabe que la piel encogida y los órganos tumultuosos son la respuesta orgánica a este instante ribeteado de magia. La gente los llama fenómenos químicos. Para la madre de Valentina son milagros. Para los que la conocen, un salto al vacío. Y para la interesada, una transgresión que seguramente le costará cara. Pero… (A las mujeres nos pierden los peros), le urge averiguar qué hay detrás del aire desganado, de la desenvoltura, de su manera de hablar, de la velocidad con que la transporta, usando tres frases bien conformadas al interior de universos cinematográficos. Automóviles antiguos rodando penosamente entre la nieve de las calles de su San Petersburgo natal. Hogares alfombrados, padres de gustos refinados y él y su hermana pequeña a cargo de maestros e institutrices para aprender idiomas. Le muestra una fotografía de su único vástago que vive en Europa. Valentina sacude la cabeza para ahuyentar esqueletos que arrastran cadenas. Lo vio y la vio. Son dos adultos. Fin del análisis.
Durante el te la informa que es ingeniero, que trabaja como traductor de idiomas…y que emerge de su tercera separación. Esta frase la pone en guardia. ¿Estos divorcios se producen por culpa de quien? ¿Será raro? ¿Será miserable? ¿O tropezó con mujeres equivocadas pretendiendo cambiarlo? A esta hora de la nochecita Valentina está convencida que a este flaco no lo cambia nadie. Es inteligente y culto. Desgarbado por fuera, pero sus huesos deben ser de hierro puro; sus piernas largas pisan firmes; las manos grandes cuentan historias paralelas a lo que habla, moviéndolas un rato con suavidad, otras con el puño cerrado, como quien esconde dolores o recuerdos. Valentina lo analiza como hace con ella el profesional que la ayuda a entenderse. Aparece un nuevo “pero”… ¿Cuánto tiempo hace que dejaron de interesarle los singles que pululan por conferencias o contemplan como si supieran cuadros pintados para que nadie entienda? Meses. Años de andares solitarios sin encontrar su Adán para compartir la manzana del pecado. Abre las compuertas de acceso y permite al extraño sin cornamenta iniciar la lidia dentro del ruedo de su mente.
Conversan y se estudian. Ella pretende impresionarlo. Él no pretende nada. Está, la mira y la mirada absuelve. Ruborizada, Valentina aporta retazos de su pasado carente de automóviles o mastines de raza durmiendo junto a chimeneas donde chismosean salamandras y se estiran sombras. Él suaviza con caballerosidad los inconvenientes que soportó con sus parejas. Incorpora en medio de la conversación su gran sentido del humor —a veces negro — burlándose de si mismo y de los remilgos burgueses de una Valentina hipnotizada, que tolera ser etiquetada con rigor de verdad en un primer encuentro.
— Todos los años hago excursiones por el mismo sitio…Bariloche es lo más parecido a lugares de Europa donde empecé a amar a la montaña…La montaña es mi confidente, mi amiga incondicional… Merece todo mi respeto. Absorbe mis quejas calladita…o repite en ecos mi alegría si la visito estando enamorado…
— ¿Muchas veces enamorado? ¿De una o de muchas? — Valentina sonríe antes de concluir el interrogatorio. A los ojos de este ejemplar visitador de mundos, ducho en amores y amoríos, sus preguntas traslucen la inseguridad que es capaz de provocar en ella el sujeto masculino y plural que tiene enfrente.
— Muchas no. Algunas, si. — Estira el brazo y toca levemente la mano de Valentina. Un toque casual, que en Valentina hace el efecto de un chispazo eléctrico. Vladimir disfruta el alcance de su avanzada en un domingo que dejó de ser mierdoso.
—Nu…Nunca estuve en la montaña. — Tartamudea la profesora en lengua, aplazada.
— Bueno…ya la estoy invitando. Salgo todos los años después de las fiestas…Tengo reservada una cabaña dentro del complejo del hotel…Eso me permite aislarme para leer o escuchar música…o armar paseos, trepar un monte, escudriñar entre la fronda los ojos amarillos de un gato salvaje, tomar buenas fotografías…y advertir a los novatos de los riesgos de ser engañados por el mallín…
— ¿Qué es el mallín? ¿Un animal?
— Nooo…mallín es una palabra Mapuche…quiere decir tierra pantanosa. Si la pradera es grande, esteros y bañados pueden ser invadidos por matorrales de hidrófitas. El peligro está en caminar sobre ellas… se cubren de un pastito corto, bien verde, de apariencia inocente… hasta que el desconocedor se hunde sin remedio y hay que ayudarlo a salir.
— ¿Nunca tuvo miedo?
— A la naturaleza, jamás. No hay nada que corregir en su fabuloso holograma…Tengo más miedo a los hombres, a la angurria de poder, a su capacidad de traicionar…a los locos que provocan incendios que exterminan aves y devastan el suelo. Desaparecen ejemplares de árboles que tardaron cientos de años en crecer…Me horrorizan los gobiernos que no prestan atención a estos hechos y otros parecidos. Privilegian sus bolsillos haciéndonos creer que la naturaleza— por arte de magia— restaurará los desastres que hombres insensibles e inmorales desarrollan planificando desmontes, sometiendo a los dueños primitivos a reductos miserables, matando ejemplares de animales únicos en su especie, en un caos que aterra…
Con un giro de ciento ochenta grados, vuelve a la mesita de te y a su nueva amiga. Estira la mano hacia la de Valentina. La atrae hacia sí y deposita en el hueco interior la punta de la lengua.
— Tengo un único miedo…— Un mechón gris de su cabeza cae hacia delante. —Entregar la mitad de mi alma a una mujer fría, que no comparta conmigo estas inquietudes o esté incapacitada para admirar lo que yo tanto amo…
Avanzar en el conocimiento de Vladimir es una expedición de alto riesgo. Oscilante, tambalea en mitad de un puente colgante que mira a un precipicio. Vladimir escapa hábilmente si la conversación se torna intimista respecto a su pasado o proyectos de vida. Se explaya cuando, vestido de montañés, detalla a la Patagonia que ama. Considera que ella es un regalo que El Creador hizo a los argentinos. Animales salvajes, pájaros, árboles, paisajes lunares y revoloteos de cóndores brotan de su boca para transportar a Valentina a un mundo donde la naturaleza derrochó belleza y armonía. La descripción fluye y cautiva. El interior, la cajita del pasado, continúa vallada, rodeada de misterio. Y son esas medias verdades las que atan el interés de la mujer, que se limita a escuchar. Desde hace pocas horas, la experta en letras e hilvanar palabras perdió el abecedario.
Otra tarde te le cuenta que es dueño de una quinta en las afueras donde cada árbol ha sido plantado por sus manos. — Tiene nombre indígena, — agrega. — Como está situada al norte, la llamé Picunche…Picu significa norte en la lengua de los nativos.
— Fui a mirar el lote con mi segunda esposa. — Continúa tras una ligera pausa. — Ella vio una selva donde jamás pondría un solo pie. En cierta forma, era cierto. Los cardos me taparon y me llenaron de pinchos. Y esquivé una que otra víbora en el recorrido. Compré la tierra y volvimos a casa sin hablarnos, actitud de rechazo que mantuvo y agravó las distancias que ya eran de uso cotidiano.

Vladimir no aprendió sexo por correspondencia. Es un artista que palpa pieles, sorbe humedades y susurra palabras sensuales en un oído hambriento. Se eterniza en un contacto profundo, en total entrega cuando Valentina toca el cielo con las manos desbordada por la intensidad del clímax. Amaneciendo, abren los postigos que miran hacia el campo para aprisionar juntos la maravilla del nacimiento del sol niño, que se convertirá en adolescente travieso para borrar todo rastro de sombra que intenta refugiarse en los rincones.
— ¿Cómo hiciste para esconderte de mí por tanto tiempo? — Murmura y desliza el camisón de Valentina hacia el piso. La chimenea suelta el calor que brota del rescoldo. Un gallo canta. Una mariposa amarilla lame el vidrio de la ventana. Sócrates, el perro gris, ladra a un caminante madrugador. Valentina tiembla. ¿Cómo aprisionar el instante? Guardarlo bajo llave. Eternizarlo dentro de la mente. Tiene miedo a perderlo, a que desaparezca. Valentina está enamorada. Vladimir se deja amar, aceptándola.
En enero viajan y se instalan en el hotel. El edificio fue diseñado por un buen arquitecto, que usó mucha madera y abrió enormes ventanales que miran al Lago Mascardi por la delantera y los costados. Atrás, un bosque de arrayanes ofrece sus hermosas flores blancas de cuatro pétalos; el tronco del árbol es gallardo y alto, la corteza lisa y suave; cuando las flores se ajen y caigan agonizando al suelo, el orgulloso ejemplar exhibirá el cautivante violeta de sus frutos mezclados al eterno verde del follaje.
— Mira, querida. — Vladimir corre las cortinas y señala el bosque. — Sabes ¿no?...Los árboles trasmiten energía…En mis épocas malas, cuando necesitaba olvidar…salir de una pena o de un desencanto, desnudaba mi torso y pasaba largas horas con la espalda apoyada en uno de esos troncos... Aquí aprendí que meditar quita la locura y el caos interior se suaviza si te dejas penetrar por la exudación de este asistente que atiende sin turnos y sin usar reloj…
La frialdad desaparece de este nuevo hombre. Conmovido, la voz fluye quebrantada. Abre y cierra las manos. Parece querer asilar dentro de la palma a una nube, bailar con las ráfagas de viento, colgarse de una enredadera y encaminarse hacia el majestuoso Tronador en largas zancadas, dejando a los pedruscos sueltos rodar hacia el Ventisquero Negro. Tromador al que los naturales mapuches llaman Anón, por el estrépito que produce al soltar sus hielos desde las altas cumbres. Estremecida, Valentina calla. Porfiado, un lagrimón solitario humedece su cara. “Este es el hombre que yo amo”, canta su corazón mientras lloran sus ojos.
Mimetizado con el ámbito, Vladimir se convierte en un guía irreemplazable. Los primeros días entrena a Valentina en caminatas que empiezan con un kilómetro y se alargan durante la semana. Dentro de la mochila, traslada la frugal comida para el almuerzo o te. El postre viene en un canastito de mimbre donde duermen cerezas justo a punto para ser comidas. Las horas de descanso se destinan a la instrucción de Valentina sobre los habitantes primitivos, que vagaban por esas tierras tapadas por la flor naranja del amancay o se detenían con la vista puesta en el ciervo pequeño, que desollarían para saciar el hambre. Liebres, jabalíes salvajes, huemules de ojos tímidos, pumas sigilosos, zorros de hermosa pelambre, padúes y choikes (Ñandú pequeño), corrían libres por praderas donde el maitén era abrazado en su tronco por la bella muticia o la reina dorada. Amaneceres diáfanos, atmósferas sin residuos tóxicos, nidos de lechuzas agoreras, loros parlanchines, zorzales patagónicos, bandurrias y pechitos amarillos atentos a la labor incesante del escandaloso pájaro carpintero ocupado en agujerear un tronco añoso para hacer su hogar. Canelos y cipreses acariciados por la brisa de un arroyo que fluye y canta entre las piedras; cascadas escondidas, retamas amarillas que salpican el verde de un entorno donde el sol se filtra, puro oro, entre frondas y nubes. Enseguida diferencia al lenga y a los ñires que airosamente desnudan sus follajes tiernos; en el momento del regreso, cuando el lago remolonee agitado por el viento que anuncia al otoño, ellos usarán el trajecito amarillo de la nueva estación. Vladimir fotografía un ejemplar de un portentoso coihue, nombre mapuche que significa: Co: agua. Hue: lugar. Enfoca con arte un pájaro posado en la rama baja de un calafate y sorprende a un cormorán imperial de agua dulce en la Isla Victoria. Valentina olvidó los dolores de piernas. Acompasa sus pies con los de este hombre feliz, que proclama ser una diminuta partícula de la fenomenal montaña. Subiendo laderas, palpando rocas o espiando el ocaso, Vladimir es parte de la creación. Deja de ser anónimo para pertenecer. Pertenecer en cuerpo y alma elevando el espíritu, compitiendo a la piedra. En un recodo enfrentan un sitio árido por la quemazón. Un árbol solitario, seco, parecido a un monje pintado por El Greco que se esfuerza por permanecer de pie. Un ejemplar dramático. Y de verdad lo es. ¡Que tristeza da verlo arraigado al suelo, con los brazos escuálidos pidiendo a la madre naturaleza la devolución de una vida que se extingue! Pasan los días y Valentina entiende, valora… y se enamora más de su instructor montañés.
Como es novata, la ascensión al Cerro Tronador se posterga. Vladimir se asegura que las piernas de su compañera resistan el descenso; para un principiante, subir es más sencillo. Las extremidades responden, el entusiasmo aleja al cansancio, pero son 3.478 metros hasta alcanzar el refugio del lado argentino. Ahí se descansa, se come algo; al rato, afuera, la mirada resulta insuficiente para abarcar la majestad de los tres picos nevados. El que pisan es argentino; en el medio, el que nos separa de Chile y entre la bruma, el chileno nevado. Hondonadas riesgosas y laderas de ripio que se desliza bajo el pie del caminante para hacerlo trastabillar. Al resguardo, tímidos, asoman los taiques reventando en flores amarillas y rojas. Valentina toma la mano de su amante buscando compartir la emoción. Vladimir mira a lo lejos, suspira y la abraza tan fuerte, que la sombra que proyectan se unifica. Ella rebusca dentro de su vocabulario la palabra exacta de su sensación de personaje mínimo ante tamaña grandiosidad, sin hallarlo. El tiempo escasea. Deben regresar, endulzados por el chocolate restaurador de energías que convida Vladimir. El descenso entraña peligros: resbalones sobre cantos rodados, o echarse al suelo boca abajo, los brazos cubriendo la cabeza para escapar al enojo de los cóndores que chillan furiosos y los empujan girando bajito, para alejarlos de los nidos con huevos o polluelos implumes.
— En el año 1934, un wanderer…
— ¿Qué significa wanderer? — Valentina hace rato se consiguió una libretita. Anota con su letra pareja lo que le interesa. Se la pasa anotando. Todo le interesa. Aprende que un hombre de montaña no es igual a un hombre de agua o a uno de bosque o de pradera. Pertenecen al género humano, pero la captación sensorial los hace absolutamente diferentes.
— En alemán, quiere decir caminante…yo soy un wanderer…y si sigues al lado mío, también serás una wanderer…El año próximo te haré trepar el Cerro López…— Como te decía. En ese año, Hermann Claussen trepó por primera vez esta montaña…Cuando volvamos a casa, te leeré toda la historia. —Me faltan los datos sobre los habitantes primitivos. — Acampados a orillas del Río Manso, han dejado atrás la Cascada de Los Alerces, donde el agua que baja de la cima se arrulla a si misma con el compás saltarín de la caída. La joven, divertida, dinámica nueva Valentina busca ramitas para encender un fuego armado entre grandes piedras.
— Tendrás que vencer la haraganería…En la biblioteca de la quinta hallarás libros de todas las montañas del mundo…De los temerarios que no caminan como nosotros. Trepan, pelean con el clima, soportan nevadas, fríos intensos, aludes inesperados que los obligan a cambiar de ruta, en el afán de “poderle” a la montaña. Y ella, querida, es como una mujer. Una mujer alabada, abre los brazos y te permite que la invadas. Si la atropellas o la desafías, puedes no regresar. Caes en una grieta y amorosamente, ella te irá cubriendo hasta que dejes de respirar.
— ¿No te resulta ana amante cruel?
— No es cruel. Aprendió a defenderse, que no es lo mismo… ¿Acaso es malvada la mujer que es capaz de matar si lastiman a su hijo?— Abraza a Valentina. La besa…como él sabe hacerlo. Valentina se acuesta de espaldas persiguiendo una nube. Inclinado sobre ella, Vladimir recorre el contorno de los párpados, donde deposita besos pequeñitos.
Ella se deja llevar. En verdad, es tan grande su entrega que no le importaría morir en esos brazos, en ese lugar y en ese mismo instante.

CARMEN ROSA BARRERE