10.2.11

EL HOMBRE QUE AMABA LA MONTAÑA

EL HOMBRE QUE AMABA LA MONTAÑA.


Es domingo. Amanece sobre la cama de Valentina, colándose por la ventana con el sol a rastras. Ella permanece quieta. Un pájaro madrugador alardea en un árbol lejano, en un llamado de urgencias tan viejas como su especie. Las sábanas no están arrugadas. No emana de ellas ese tenue, leve perfume a sexo que satura la tela y convoca remedos de campanitas en la risa. Dentro de Valentina, sonidos y remembranzas no existen. La noche fue un transcurrir de horas, descansando el cuerpo y armando el rompecabezas emocional; los sueños con imágenes sirven para equilibrar los fracasos y permiten en a su mente actuar en el nuevo día sin que la llamen loca.
Cuando el entrometido ilumina a pleno, ella decide que es hora de moverse. Casi desnuda y con pereza ata su cabello con una cinta y enfrenta el fulgor del espía visitante en franco desafío. Confianzuda, la claridad se adueña de espacios, muebles y espejos. Valentina se mira en el óvalo biselado, posando con una mano apoyada en una cadera; juega a las estatuas, eleva un brazo y analiza la redondez del seno sostenido por un bendito músculo que se mantiene firme. Extiende la lengua, hace girar los ojos mientras piensa qué será de su vida en ese tercer domingo del mes, domingo de mierda. Domingo porque está detrás del sábado. De mierda porque nadie la llamó para compartir un plan de salida. El aislamiento la deprime. Ronronea quejándose de su suerte y alarga el cuerpo sobre las sábanas quietas. Si cierra los ojos y se relaja puede inventar que el resplandor la roza a lo macho, jugueteando como si la tocara un hombre…si tal hombre existiera. Entretanto, bendita sea la imaginación.

Valentina es buena moza, elegante y de buen gusto para vivir; selecciona amigos inteligentes, sin calcular honduras de bolsillo. Con ellos gasta el tiempo tratando de matarlo para que la odiosa soledad no la hunda. La inclemencia del almanaque es tremenda: Está arribando a los cincuenta, bien llevados aunque la verdad es que está harta de intentar el hallazgo de una media naranja sana, dulce e incontaminada. La lectura no la atrapa como antaño y escuchar la trompeta de Armstrong alcanza su oído sin rozar su corazón. Sintetizando: Toda ella contiene la madurez y la belleza de una fruta a punto…Sin encontrar al hambriento que la quiera paladear.
Recurre a su caparazón de tortuga para impedir incursión de ajenos a sus días grises; como la tarde que encontró en el fondo del ropero el par de zapatillas de fieltro olvidadas por un inmaduro fabulador de amores de novela, hasta que ella descubrió que la rúbrica era falsificada. O el revolcón sobre la alfombra, totalmente histérica, al tropezar en su barcito con la botella de vodka que escondía en ese sitio su último borrachito. El que se perdonaba llamándose a sí mismo “bebedor social”.

En los días buenos, Valentina usa la lupa de las aburridas. Investiga si hay tierra en el marco de los cuadros, acomoda almohadones tiesos por la falta de uso o enjuaga ceniceros de cristal impecables. En coloquios sinceros con su otro yo, le gustaría retroceder el calendario. A la época en que las señoras no trabajaban; no se metían en política ni estorbaban en cargos importantes. Preparadas para el rol de madres, bajaban la vista ante el marido regañón y con ayuda de la astucia, el respeto y el acceso fácil a su dormitorio, el mantenimiento y sostén de la familia recaía sobre el súper ego del responsable del hogar. Hoy la realidad es otra. La mujer trabaja y aporta a la par del hombre. Ni el tiempo ni el progreso se detienen. Ella y toda su generación son productos de esa evolución. Por lo tanto, a joderse.
Decide buscar en el periódico algo para ver en el centro. Ya está: en el Teatro San Martín un montañista famoso da una conferencia sobre sus experiencias en el Aconcagua. Antes de salir investiga en un mapa características de la mole nevada. La encuentra en la mitad de la cordillera mendocina, erguida desde la base en sus 6.982 metros dividiendo Argentina de Chile. Anciana — sobrevive plantada como un vigía imponente en el mismo sitio, con cifras que dan escalofríos — ¡280 millones de años! Valentina salta de una sorpresa a otra: En el año 1897, un suizo se atrevió a pelear contra sus paredes; creyó ser el primero y no era verdad. Sus seguidores de todas partes del mundo, fueron descubriendo momias y esqueletos de incas que mucho antes de la aparición de los españoles, sin medios sofisticados, gritaron en su idioma y a los cuatro vientos desde sus cumbres y hondonadas el éxito de la llegada. Los quechuas lo llamaron Acconcahuah, Centinela de Piedra. Cualquier humano que la observa desde la base de su pared lisa, de tres mil metros en la parte más peligrosa y piensa en escalarla, lo hace con la adrenalina metida en la sangre y la pizca de locura necesaria para el desafío. Vencer al frío, adivinar el deslizamiento silencioso de una alud, apartar al viento que se arremolina restándoles visión, el cansancio y la soledad, son algunas de las malicias que la invadida les reserva para que desistan. Valentina piensa en el heroísmo embanderado con el hambre de libertad de la gesta Sanmartiniana. Soldados en una mezcla harto rara: criollos, negros e hijos liberados, cien inglesas con el pelo claro y la indiada de origen guaraní. Mal abrigados, escasos de comida, temerosos del traspié de la cabalgadura sobre el suelo volcánico, con el abismo abajo; porteadores y baqueanos con los ojos llorosos, enmudecidos pero marchando disciplinados a prestar salvataje a los vecinos. El jefe está formado en tácticas de guerrero entrenado; ellos son aprendices de un brujo con mirada de águila.

El recibidor del teatro desborda; hombres con cuadernos y bolígrafos, otros con grabadores y dos con pequeños ordenadores de última serie pasean esperando que abran las puertas.
Valentina se ubica en un asiento y el teatro se colma rápidamente. Un hombre alto y flaco se desliza a su lado. Pide disculpas y se arrellana en su butaca sin mirarla. De reojo, Valentina lo rotula: Un hombre viejo, parecido a Jacques Cousteau, el que amaba el agua. A este le interesa la montaña. No trae ni papel ni ayuda memoria alguna, pero sigue atentamente la palabra del explorador. Cuando la conferencia termina, los asistentes aplauden de pié. Valentina también. Al levantarse, la cartera se resbala al suelo. Jacques la rescata con una agilidad que deja regulando a Valentina: “No es tan viejo”. Y se alegra, sin saber porqué.
La mujer se distrae y los cuadernillos de regalo se agotan cuando ella los requiere. Jacques la observa desde lejos, agitando el papel en su dirección.
— Tomé uno para usted. — Anuncia sonriendo. — Supuse que iba a llegar tarde.
— ¿Porqué supuso eso? ¿Acaso nos conocemos?— La irritación de Valentina brota de inmediato.
— A usted no la conozco…Pero si a las criollas. — Abre la boca sonriendo y los ojos se le iluminan. Se divierte con el arranque de mal genio. — No quise ofenderla, es que mis amigas jamás llegan a horario a las citas.
— Pero yo no soy su cita, señor. —Valentina está colorada e indignada hasta las uñas de los pies… pero acepta el folleto. ¿Por que acepta el papel? ¿Qué polvareda mágica se agita entre el gentío para que Valentina, correcta y estricta como es, adivine, perciba o como se le llame, un atractivo inusual en el socarrón que ahora la recorre de cabeza a pie, tan seguro de si mismo como Colón cuando creyó desembarcar en la India?
— Perdón, perdón, perdón…— Se inclina, golpea los tacos del zapato a lo militar, sin borrar la ligera ironía en la voz. — ¿Me perdona?... ¿Acepta tomar un te conmigo?... Aclaremos para su tranquilidad: No es una cita. Es solamente una charla para comentar las aventuras de este osado que trepó al Aconcagua…
Valentina de dieciocho años sacude la cabeza asintiendo. Un titiritero invisible mueve hilos para que su sangre bulla. Y zonas desconocidas de su piel, de su estómago, de todo lo que cuidadosamente cubre con trapos, se remueve desestabilizándola. Se muerde la lengua en un inicio de rabieta. Está segura que parece una idiota.

Lectores masculinos: No alardeen sobre comportamientos femeninos, mascullando que apenas aparece un flaco con aire remoto y acento extranjero, a la solitaria se le caen las medias. Tengan presente que a ustedes les pasa lo mismo, o peor. La traviesa visión de un trasero pulposo los hace llevar la mano al bolsillo poniendo a aquietar las urgencias viriles. Acto seguido murmuran un piropo elegante o burdo. Valentina sonríe. Cuando era joven, el dueño de una pescadería le zampó una alabanza memorable: “Me gustaría hacerte un calzón de saliva”. Tiempo pasado, de fruta fresca rezumando almíbar.

Valentina resbala sin que nadie la empuje. Ignora los porqués de iniciar una relación casual con un tipo de ojos azules de mirada chirle, que avanza destruyendo blindajes y salta sin lastimarse sobre sus alambres de púa. El hombre que la conduce hábilmente amarrando su brazo sigue sonriente, mientras ella tropieza con baldosas desparejas como una senil con anteojos sin vidrio.
Vladimir, ése es su nombre, es un seductor innato y conoce de memoria que notas usar en la melodía de conquista. También sabe que cada mujer es un mundo y que Valentina no es un territorio plano de fácil acceso. Se desliza en la conversación con cautela. Enfrentarse con lo difícil añade encanto a la tarde. Entretanto, Valentina se da cuenta de la insurrección que el señor de las patas largas produce en su sangre y el atropello de la respiración. Quiere rebelarse pero sabe que la piel encogida y los órganos tumultuosos son la respuesta orgánica a este instante ribeteado de magia. La gente los llama fenómenos químicos. Para la madre de Valentina son milagros. Para los que la conocen, un salto al vacío. Y para la interesada, una transgresión que seguramente le costará cara. Pero… (A las mujeres nos pierden los peros), le urge averiguar qué hay detrás del aire desganado, de la desenvoltura, de su manera de hablar, de la velocidad con que la transporta, usando tres frases bien conformadas al interior de universos cinematográficos. Automóviles antiguos rodando penosamente entre la nieve de las calles de su San Petersburgo natal. Hogares alfombrados, padres de gustos refinados y él y su hermana pequeña a cargo de maestros e institutrices para aprender idiomas. Le muestra una fotografía de su único vástago que vive en Europa. Valentina sacude la cabeza para ahuyentar esqueletos que arrastran cadenas. Lo vio y la vio. Son dos adultos. Fin del análisis.
Durante el te la informa que es ingeniero, que trabaja como traductor de idiomas…y que emerge de su tercera separación. Esta frase la pone en guardia. ¿Estos divorcios se producen por culpa de quien? ¿Será raro? ¿Será miserable? ¿O tropezó con mujeres equivocadas pretendiendo cambiarlo? A esta hora de la nochecita Valentina está convencida que a este flaco no lo cambia nadie. Es inteligente y culto. Desgarbado por fuera, pero sus huesos deben ser de hierro puro; sus piernas largas pisan firmes; las manos grandes cuentan historias paralelas a lo que habla, moviéndolas un rato con suavidad, otras con el puño cerrado, como quien esconde dolores o recuerdos. Valentina lo analiza como hace con ella el profesional que la ayuda a entenderse. Aparece un nuevo “pero”… ¿Cuánto tiempo hace que dejaron de interesarle los singles que pululan por conferencias o contemplan como si supieran cuadros pintados para que nadie entienda? Meses. Años de andares solitarios sin encontrar su Adán para compartir la manzana del pecado. Abre las compuertas de acceso y permite al extraño sin cornamenta iniciar la lidia dentro del ruedo de su mente.
Conversan y se estudian. Ella pretende impresionarlo. Él no pretende nada. Está, la mira y la mirada absuelve. Ruborizada, Valentina aporta retazos de su pasado carente de automóviles o mastines de raza durmiendo junto a chimeneas donde chismosean salamandras y se estiran sombras. Él suaviza con caballerosidad los inconvenientes que soportó con sus parejas. Incorpora en medio de la conversación su gran sentido del humor —a veces negro — burlándose de si mismo y de los remilgos burgueses de una Valentina hipnotizada, que tolera ser etiquetada con rigor de verdad en un primer encuentro.
— Todos los años hago excursiones por el mismo sitio…Bariloche es lo más parecido a lugares de Europa donde empecé a amar a la montaña…La montaña es mi confidente, mi amiga incondicional… Merece todo mi respeto. Absorbe mis quejas calladita…o repite en ecos mi alegría si la visito estando enamorado…
— ¿Muchas veces enamorado? ¿De una o de muchas? — Valentina sonríe antes de concluir el interrogatorio. A los ojos de este ejemplar visitador de mundos, ducho en amores y amoríos, sus preguntas traslucen la inseguridad que es capaz de provocar en ella el sujeto masculino y plural que tiene enfrente.
— Muchas no. Algunas, si. — Estira el brazo y toca levemente la mano de Valentina. Un toque casual, que en Valentina hace el efecto de un chispazo eléctrico. Vladimir disfruta el alcance de su avanzada en un domingo que dejó de ser mierdoso.
—Nu…Nunca estuve en la montaña. — Tartamudea la profesora en lengua, aplazada.
— Bueno…ya la estoy invitando. Salgo todos los años después de las fiestas…Tengo reservada una cabaña dentro del complejo del hotel…Eso me permite aislarme para leer o escuchar música…o armar paseos, trepar un monte, escudriñar entre la fronda los ojos amarillos de un gato salvaje, tomar buenas fotografías…y advertir a los novatos de los riesgos de ser engañados por el mallín…
— ¿Qué es el mallín? ¿Un animal?
— Nooo…mallín es una palabra Mapuche…quiere decir tierra pantanosa. Si la pradera es grande, esteros y bañados pueden ser invadidos por matorrales de hidrófitas. El peligro está en caminar sobre ellas… se cubren de un pastito corto, bien verde, de apariencia inocente… hasta que el desconocedor se hunde sin remedio y hay que ayudarlo a salir.
— ¿Nunca tuvo miedo?
— A la naturaleza, jamás. No hay nada que corregir en su fabuloso holograma…Tengo más miedo a los hombres, a la angurria de poder, a su capacidad de traicionar…a los locos que provocan incendios que exterminan aves y devastan el suelo. Desaparecen ejemplares de árboles que tardaron cientos de años en crecer…Me horrorizan los gobiernos que no prestan atención a estos hechos y otros parecidos. Privilegian sus bolsillos haciéndonos creer que la naturaleza— por arte de magia— restaurará los desastres que hombres insensibles e inmorales desarrollan planificando desmontes, sometiendo a los dueños primitivos a reductos miserables, matando ejemplares de animales únicos en su especie, en un caos que aterra…
Con un giro de ciento ochenta grados, vuelve a la mesita de te y a su nueva amiga. Estira la mano hacia la de Valentina. La atrae hacia sí y deposita en el hueco interior la punta de la lengua.
— Tengo un único miedo…— Un mechón gris de su cabeza cae hacia delante. —Entregar la mitad de mi alma a una mujer fría, que no comparta conmigo estas inquietudes o esté incapacitada para admirar lo que yo tanto amo…
Avanzar en el conocimiento de Vladimir es una expedición de alto riesgo. Oscilante, tambalea en mitad de un puente colgante que mira a un precipicio. Vladimir escapa hábilmente si la conversación se torna intimista respecto a su pasado o proyectos de vida. Se explaya cuando, vestido de montañés, detalla a la Patagonia que ama. Considera que ella es un regalo que El Creador hizo a los argentinos. Animales salvajes, pájaros, árboles, paisajes lunares y revoloteos de cóndores brotan de su boca para transportar a Valentina a un mundo donde la naturaleza derrochó belleza y armonía. La descripción fluye y cautiva. El interior, la cajita del pasado, continúa vallada, rodeada de misterio. Y son esas medias verdades las que atan el interés de la mujer, que se limita a escuchar. Desde hace pocas horas, la experta en letras e hilvanar palabras perdió el abecedario.
Otra tarde te le cuenta que es dueño de una quinta en las afueras donde cada árbol ha sido plantado por sus manos. — Tiene nombre indígena, — agrega. — Como está situada al norte, la llamé Picunche…Picu significa norte en la lengua de los nativos.
— Fui a mirar el lote con mi segunda esposa. — Continúa tras una ligera pausa. — Ella vio una selva donde jamás pondría un solo pie. En cierta forma, era cierto. Los cardos me taparon y me llenaron de pinchos. Y esquivé una que otra víbora en el recorrido. Compré la tierra y volvimos a casa sin hablarnos, actitud de rechazo que mantuvo y agravó las distancias que ya eran de uso cotidiano.

Vladimir no aprendió sexo por correspondencia. Es un artista que palpa pieles, sorbe humedades y susurra palabras sensuales en un oído hambriento. Se eterniza en un contacto profundo, en total entrega cuando Valentina toca el cielo con las manos desbordada por la intensidad del clímax. Amaneciendo, abren los postigos que miran hacia el campo para aprisionar juntos la maravilla del nacimiento del sol niño, que se convertirá en adolescente travieso para borrar todo rastro de sombra que intenta refugiarse en los rincones.
— ¿Cómo hiciste para esconderte de mí por tanto tiempo? — Murmura y desliza el camisón de Valentina hacia el piso. La chimenea suelta el calor que brota del rescoldo. Un gallo canta. Una mariposa amarilla lame el vidrio de la ventana. Sócrates, el perro gris, ladra a un caminante madrugador. Valentina tiembla. ¿Cómo aprisionar el instante? Guardarlo bajo llave. Eternizarlo dentro de la mente. Tiene miedo a perderlo, a que desaparezca. Valentina está enamorada. Vladimir se deja amar, aceptándola.
En enero viajan y se instalan en el hotel. El edificio fue diseñado por un buen arquitecto, que usó mucha madera y abrió enormes ventanales que miran al Lago Mascardi por la delantera y los costados. Atrás, un bosque de arrayanes ofrece sus hermosas flores blancas de cuatro pétalos; el tronco del árbol es gallardo y alto, la corteza lisa y suave; cuando las flores se ajen y caigan agonizando al suelo, el orgulloso ejemplar exhibirá el cautivante violeta de sus frutos mezclados al eterno verde del follaje.
— Mira, querida. — Vladimir corre las cortinas y señala el bosque. — Sabes ¿no?...Los árboles trasmiten energía…En mis épocas malas, cuando necesitaba olvidar…salir de una pena o de un desencanto, desnudaba mi torso y pasaba largas horas con la espalda apoyada en uno de esos troncos... Aquí aprendí que meditar quita la locura y el caos interior se suaviza si te dejas penetrar por la exudación de este asistente que atiende sin turnos y sin usar reloj…
La frialdad desaparece de este nuevo hombre. Conmovido, la voz fluye quebrantada. Abre y cierra las manos. Parece querer asilar dentro de la palma a una nube, bailar con las ráfagas de viento, colgarse de una enredadera y encaminarse hacia el majestuoso Tronador en largas zancadas, dejando a los pedruscos sueltos rodar hacia el Ventisquero Negro. Tromador al que los naturales mapuches llaman Anón, por el estrépito que produce al soltar sus hielos desde las altas cumbres. Estremecida, Valentina calla. Porfiado, un lagrimón solitario humedece su cara. “Este es el hombre que yo amo”, canta su corazón mientras lloran sus ojos.
Mimetizado con el ámbito, Vladimir se convierte en un guía irreemplazable. Los primeros días entrena a Valentina en caminatas que empiezan con un kilómetro y se alargan durante la semana. Dentro de la mochila, traslada la frugal comida para el almuerzo o te. El postre viene en un canastito de mimbre donde duermen cerezas justo a punto para ser comidas. Las horas de descanso se destinan a la instrucción de Valentina sobre los habitantes primitivos, que vagaban por esas tierras tapadas por la flor naranja del amancay o se detenían con la vista puesta en el ciervo pequeño, que desollarían para saciar el hambre. Liebres, jabalíes salvajes, huemules de ojos tímidos, pumas sigilosos, zorros de hermosa pelambre, padúes y choikes (Ñandú pequeño), corrían libres por praderas donde el maitén era abrazado en su tronco por la bella muticia o la reina dorada. Amaneceres diáfanos, atmósferas sin residuos tóxicos, nidos de lechuzas agoreras, loros parlanchines, zorzales patagónicos, bandurrias y pechitos amarillos atentos a la labor incesante del escandaloso pájaro carpintero ocupado en agujerear un tronco añoso para hacer su hogar. Canelos y cipreses acariciados por la brisa de un arroyo que fluye y canta entre las piedras; cascadas escondidas, retamas amarillas que salpican el verde de un entorno donde el sol se filtra, puro oro, entre frondas y nubes. Enseguida diferencia al lenga y a los ñires que airosamente desnudan sus follajes tiernos; en el momento del regreso, cuando el lago remolonee agitado por el viento que anuncia al otoño, ellos usarán el trajecito amarillo de la nueva estación. Vladimir fotografía un ejemplar de un portentoso coihue, nombre mapuche que significa: Co: agua. Hue: lugar. Enfoca con arte un pájaro posado en la rama baja de un calafate y sorprende a un cormorán imperial de agua dulce en la Isla Victoria. Valentina olvidó los dolores de piernas. Acompasa sus pies con los de este hombre feliz, que proclama ser una diminuta partícula de la fenomenal montaña. Subiendo laderas, palpando rocas o espiando el ocaso, Vladimir es parte de la creación. Deja de ser anónimo para pertenecer. Pertenecer en cuerpo y alma elevando el espíritu, compitiendo a la piedra. En un recodo enfrentan un sitio árido por la quemazón. Un árbol solitario, seco, parecido a un monje pintado por El Greco que se esfuerza por permanecer de pie. Un ejemplar dramático. Y de verdad lo es. ¡Que tristeza da verlo arraigado al suelo, con los brazos escuálidos pidiendo a la madre naturaleza la devolución de una vida que se extingue! Pasan los días y Valentina entiende, valora… y se enamora más de su instructor montañés.
Como es novata, la ascensión al Cerro Tronador se posterga. Vladimir se asegura que las piernas de su compañera resistan el descenso; para un principiante, subir es más sencillo. Las extremidades responden, el entusiasmo aleja al cansancio, pero son 3.478 metros hasta alcanzar el refugio del lado argentino. Ahí se descansa, se come algo; al rato, afuera, la mirada resulta insuficiente para abarcar la majestad de los tres picos nevados. El que pisan es argentino; en el medio, el que nos separa de Chile y entre la bruma, el chileno nevado. Hondonadas riesgosas y laderas de ripio que se desliza bajo el pie del caminante para hacerlo trastabillar. Al resguardo, tímidos, asoman los taiques reventando en flores amarillas y rojas. Valentina toma la mano de su amante buscando compartir la emoción. Vladimir mira a lo lejos, suspira y la abraza tan fuerte, que la sombra que proyectan se unifica. Ella rebusca dentro de su vocabulario la palabra exacta de su sensación de personaje mínimo ante tamaña grandiosidad, sin hallarlo. El tiempo escasea. Deben regresar, endulzados por el chocolate restaurador de energías que convida Vladimir. El descenso entraña peligros: resbalones sobre cantos rodados, o echarse al suelo boca abajo, los brazos cubriendo la cabeza para escapar al enojo de los cóndores que chillan furiosos y los empujan girando bajito, para alejarlos de los nidos con huevos o polluelos implumes.
— En el año 1934, un wanderer…
— ¿Qué significa wanderer? — Valentina hace rato se consiguió una libretita. Anota con su letra pareja lo que le interesa. Se la pasa anotando. Todo le interesa. Aprende que un hombre de montaña no es igual a un hombre de agua o a uno de bosque o de pradera. Pertenecen al género humano, pero la captación sensorial los hace absolutamente diferentes.
— En alemán, quiere decir caminante…yo soy un wanderer…y si sigues al lado mío, también serás una wanderer…El año próximo te haré trepar el Cerro López…— Como te decía. En ese año, Hermann Claussen trepó por primera vez esta montaña…Cuando volvamos a casa, te leeré toda la historia. —Me faltan los datos sobre los habitantes primitivos. — Acampados a orillas del Río Manso, han dejado atrás la Cascada de Los Alerces, donde el agua que baja de la cima se arrulla a si misma con el compás saltarín de la caída. La joven, divertida, dinámica nueva Valentina busca ramitas para encender un fuego armado entre grandes piedras.
— Tendrás que vencer la haraganería…En la biblioteca de la quinta hallarás libros de todas las montañas del mundo…De los temerarios que no caminan como nosotros. Trepan, pelean con el clima, soportan nevadas, fríos intensos, aludes inesperados que los obligan a cambiar de ruta, en el afán de “poderle” a la montaña. Y ella, querida, es como una mujer. Una mujer alabada, abre los brazos y te permite que la invadas. Si la atropellas o la desafías, puedes no regresar. Caes en una grieta y amorosamente, ella te irá cubriendo hasta que dejes de respirar.
— ¿No te resulta ana amante cruel?
— No es cruel. Aprendió a defenderse, que no es lo mismo… ¿Acaso es malvada la mujer que es capaz de matar si lastiman a su hijo?— Abraza a Valentina. La besa…como él sabe hacerlo. Valentina se acuesta de espaldas persiguiendo una nube. Inclinado sobre ella, Vladimir recorre el contorno de los párpados, donde deposita besos pequeñitos.
Ella se deja llevar. En verdad, es tan grande su entrega que no le importaría morir en esos brazos, en ese lugar y en ese mismo instante.

CARMEN ROSA BARRERE

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Realizar un comentario