22.2.11

PASIÓN Y ALHEÑA PARA UNA NOVIA

PASIÓN Y ALHEÑA PARA UNA NOVIA.



El torso del joven moreno se enjoya con las perlitas que la transpiración instala sobre la piel lisa y acalorada. Mecánicamente el brazo se eleva y la mano se detiene en los ojos. La palma que enjuga el sudor es ruda. Cuando la mano cae, la tela de la pierna del pantalón corto absorbe restos de humedad nerviosa. Responde al nombre de Moemo y vive en una aldea portuaria del continente negro, de cuyos límites nunca se apartó. Sus gestos son automáticos. La mano responde a sus órdenes, mientras la otra parte del joven se rebela y agitada, vibra en otra dimensión. Andurriales dentro de territorios ajenos que debe respetar porque ésas son las enseñanzas de su hogar. ¡Si pudiera quitar el dolor del corazón...! ¡Si supiera como enterrar la urgencia de la carne y de la sangre en el fondo de un pozo o tuviera coraje para ahogarla en el mar! Todo le está vedado. Hasta llorar. Un hombre de su raza no derrama lágrimas sin motivo. Y su motivo es un secreto que lo acompañará a la tumba.
De noche, acostado boca arriba sobre la estera, lo acorralan pesadillas, le duele el estómago y tiene náuseas. Quiere convencerse que nada está sucediendo. Que su revolución es producto de las hechicerías del brujo en una noche de aquelarres maléficos. Tal vez una sombra maligna cayó sobre él sin que lo advirtiera. Desgracia que supuran las paredes de su casa. Que lo persigue girando en derredor, metiéndose adentro de sus órganos para volver putrefactas sus entrañas. Una brujería que se enrosca en su columna vertebral, trepa sigilosa como víbora ponzoñosa y concluye su viaje instalada en el centro de su pecho, enlodando su orgullo, borroneando el respeto debido a la gente de la tribu. Mentir a sus amados padres. Simular amistad a su tío. Ese buen hombre que lo inició como guerrero en la defensa y lo adiestró en la cacería y en la pesca. Arrimado a ese cuerpo confiable, buceó para salir a la superficie con las manos heridas y una cantidad de trofeos marinos de tonalidad maravillosa. El tío consejero. El respetado, el que aquietó su atrevimiento cuando alocadamente, quiso introducir la mano en el hueco de la cueva donde gimoteaban cachorritos de una madre salvaje, al acecho. Ese es el pariente al que su corazón engaña.
Mueve sus huesos, traga saliva amarga y monologa:”No soy más que un pedazo de bosta seca de una vaca vieja”.
Un par de ojos oscuros y maliciosos, un diminuto pié, una carcajada de niña, son la causa del desvarío. Proceder y actuar mintiendo le produce mayor dolor que pisar brasas con el pie desnudo. Despierta asfixiado. Soñó que navegaba en la barcaza de pesca. Que un viento sorpresivo volcó la embarcación, poniéndola de campana sobre su cabeza. Sintió que la vida se le iba, sin oxígeno. Desesperado, manoteó el agua revuelta. El tío lo observaba desde la costa. Le decía adiós alejándose, como aliviado.
Fuera de la cocina evade la mirada materna y huye al bosque con el pretexto de cazar más animales que serán macerados con yerbas hasta que llegue el momento de la cocción. Los días con sus noches se suceden en medio de su tormenta interior. El compromiso matrimonial de su tío — un hombre mayor —, ya fue formalizado. Los padres intercambiaron las dotes con el novio. La familia de la novia recibió una yunta de caballos de raza, un rebaño de cabras, tierras, collares y brazaletes de plata labrada. Aretes y anillos de oro para asegurar a los suegros la riqueza del novio y el futuro bienestar de la púber.
Alhajas que pretenderán aumentar la belleza de la novia, radiante por naturaleza. El hombre mayor se une a una joven que no alcanza a los doce años. Los padres de la novia confían en el vigor masculino del rico consorte, para garantizar la descendencia. Que si Alá lo dispone, vendrán de corrido, uno cada año.
La curiosidad y el azar conforman una mezcla peligrosa. ¿Quién introdujo en la cabeza de Moemo la idea de caminar cerca de la costa aquella mañana idéntica a tantas otras? ¿Quién o quienes tejen la urdimbre de los sucesos que no buscamos pero que igual nos pasan?
El día que cambió su destino el cielo estaba límpido. El calor ya era tórrido desde el alba. Moemo, de cacería, pega saltitos cuando los guijarros y los matorrales espinosos lo agreden. De pronto gruesos nubarrones tapan la luz del sol. Él busca una presa caída entre la maleza. En ese momento escucha risas de niñas y talones descalzos corriendo sobre la arena de la playa. Cuatro morenitas juegan a esconderse las unas de las otras. Divertidas, sin miedo, como las niñas que realmente son.
Oculto detrás de una piedra como un ladrón, las observa bailar y aplaudir. La que parece más audaz aprieta el pié sobre la arena con fuerza y espera el momento que la ola robe la marca dejada por su diminuta planta para diluirla revuelta entre la espuma. Con un palito, otra dibuja corazones, lavados por el ir y venir de las pequeñas olas.
El muchacho no las conoce, aunque tienen edades parecidas a la suya. Visten ropajes coloridos y largos. Los brazos menudos están adornados con brazaletes que tintinean cuando corren. Los velos, movidos por el viento, escurridizos, permiten a sus ojos pecadores divisarla a “ella” en toda su belleza. No obstante la distancia que los separa, los ojos negros como tinta de la hermosa refulgen. Un hondero entusiasta aparece portando su carcaj con flechas. Un imán que inventa un puente entre las hormonas adolescentes como un hecho casual. Ensueño que se niega a desaparecer, ya que también ella, con cierta desvergüenza, lo mira. Un instante fugaz. Un relámpago en el cielo. Una eternidad dolorosa que le rasguña el alma. Moemo contiene la respiración. Si respira tal vez la imagen se esfume. Ella, rezagada, sigue plantada en la arena, desafiante.
El joven toma la iniciativa en la retirada. Lo enloquece el presentimiento. “Esta niña es la novia”, chillan los ratones dentro de su cabeza. La novia que pacientemente su amado tío espera para desposar y depositar en su vientre las semillas.
El Que Todo Lo Ve, ¿Entenderá estos sucesos que trastornan corazones terrenales para transformar el día en noche oscura y poblar Huelva la noche con fantasmas malignos con mandíbulas abiertas? ¿Perdonará esta casualidad, más reveladora que las mismas letras del Libro de la Ley? ¿Tendrá indulgencia con un pobre muchacho encandilado por la mujer perfecta en el lugar y el tiempo inadecuados?
Moemo desconfía. Su pueblo es antiguo y sabio. Las costumbres son leyes. Las leyes tribales se respetan porque no fueron inventadas por el hombre. Han llegado de arriba. Están escritas en sus huesos y perduran en la memoria de los muertos. Forman parte de la naturaleza que los sustenta y moran en el ojo de los huracanes que castigan las aldeas de los pescadores junto al mar.
El encuentro sucedió hace dos lunas. Un tiempo en que la vida se tornó miserable para él. De aventurero y cómplice de los hermanos menores, vive encogido como los que pierden el alma estando vivos. Como marino que extravió la brújula.
La bolsa con frutos y flores de alheña ha llegado al tope. Debe regresar con la cosecha. Su casa parece un panal de abejas zumbadoras. Su familia y la madre y hermanas de la novia trabajan afanosas. Las tías que son multitud; las primas, que trituran dentro del mortero los frutos y las flores que él recoge y sirven para fabricar tinturas. Olorosos, aceitosos tintes con los que delinearán arabescos sobre el cuerpo de la novia. Colibríes traslúcidos. Flores con pétalos pálidos, ramitas entrelazadas, realzando la tersura de la piel de la preciosa novia. Tatuajes primorosos que delicadamente, iluminarán para el esposo esas caderas, que apenas si se redondean. Los muslos donde la carne oscura madurará con las caricias de un hombre experto, porque el futuro consorte ya es viudo. Una especialista rasurará la nuca graciosa y la untará con aromáticos aceites. La sensualidad natural será resaltada, maximizada para un esposo que jamás vio su rostro ni conoce la tenacidad de los inquietantes ojos.
Los pensamientos y las imágenes duelen tanto en el corazón de Moemo, que se niega a comer. De jovial y comedido, huye del contacto de los que lo conocen bien.
Una prima aporta un tesoro prohibido: un frasco con esmalte de uñas. El joven escucha que sin pedir permiso pintarán las diminutas uñas — aquéllas de la playa — con esa laca que utilizan mujeres alocadas que olvidan el recato y desafían mandatos.
Merodea alrededor de las mujeres como un perrito que perdió a su dueño, olfateando la gloria que pertenecerá a otro hombre.
— Hacen falta más alheña y tres cocos. — La madre devuelve la bolsa a sus manos. Lo observa preocupada. Tiene el presentimiento de que algo terrible enloda la mente de su hijo. Sus cambios de carácter son notables, su tristeza, una sin razón en este momento en el que todos en la aldea están de fiesta. Permanece un largo rato viendo cómo se aleja, moviéndose con la lentitud de un anciano hacia los arbustos florecidos de la alheña. Sacude la cabeza, apartando un molesto mosquito imaginario. La rueda de mujeres de la familia espera. Debe continuar su labor, organizando.
— Sobrino...hijo de mi hermano querido. — El futuro esposo lo abraza con tal regocijo, que el joven tiembla negándole la respuesta de los ojos.
— Sí, tío...
— No preciso decir cuanto te amo...Lo sabes. Como eres mi elegido, el día de mi boda serás el encargado de trasladar a mi esposa a mi casa...Si llue ve debes cargarla en brazos...Como cargas tus bolsas con alheña... Livianamente...Y otra cosa: No le permitas mirar hacia atrás…Trae mala suerte.
— Pero...— Moemo carraspea. —Tal vez mi hermano mayor se ofenda. Argumenta débilmente, a punto de echar a correr.
— Hablé con tu hermano mayor. Le parece bien. En la gente de la misma sangre las ofensas no valen.
Moemo enrojece y ambos brazos caen lacios a los lados del cuerpo.
En el hogar de la novia el alboroto es de otra naturaleza. Este enlace significa mucho. Casar a Ndeybi con un hombre rico y fuerte eleva a la familia en rango y en respeto. Por Voluntad del Creador de Todas las Verdades, la joven tiene solamente hermanas mujeres. El padre alimenta el ego haciendo cálculos sobre el valor de los nuevos rebaños; en las robustas patas y el escarceo viril de los caballos que ahora le pertenecen; en las cosechas abundantes de las nuevas tierras y golpea su vientre, satisfecho. Encontrar maridos adecuados para las más pequeñas ya no será un problema.
Los preparativos de la boda se extienden. La madre de la novia mantiene largas conversaciones a solas con la consejera contratada para instruir a Ndeybi. La joven sangró una sola vez. La experta debe explicarle, paso a paso, cómo comportarse al llegar a la casa del esposo. Simular temor y sonrojos inocentes. Mantener la vista baja. Sonreír agradecida cuando él le coloque collares adornando el cuello. Mover levemente el vestido para expandir el perfume de la piel, destinado a enervar el deseo masculino. Si fuera necesario, ella se ocultará — a sabiendas de la pareja — debajo de la alta cama velada con mosquitero, para asistir a la pareja a consumar la unión.
Como es persona respetada en el oficio se encargará, llegado el amanecer, de anunciar a los padres, a los parientes y a los invitados, agitando campanillas y abriendo y cerrando los brazos, que pronto vendrán los niños. Juntará los dedos de ambas manos: — “Montones de niños” —, gritará, mientras las mujeres se abrazan y los hombres se agitan orgullosos e incómodos dentro de los trapos pesados de la ceremonia. Al rato la mujer cambiará su ropaje ceremonial detrás de un arbusto y bailará y tomará como un hombre, hasta caer redonda y sin sentido a la tierra, totalmente borracha.
Moemo, agachado sobre el camino, limpia de ramas, de hojas, de piedritas, el sendero que une la casa de la novia con el hogar del tío. Debe asegurarse que de las ramas de los árboles no cuelguen nidos de pájaros con pichones que ensucien la lujosa vestimenta de Ndeybi. Ahuyentar avispas. Investigar las cuevas por si alguna alimaña saliera del escondite justo al paso del cortejo. Podar enredaderas, pisotear insectos. Mirar el cielo a cada instante, por si amenaza lluvia. Porque si llueve...Serán sus brazos los que sostengan el cuerpecito tibio de la novia núbil.
Y si el viento ayuda...Y el velo se hace cómplice por un segundo…Tal vez sus ojos se encuentren. Y ella lo reconozca. Vea rodar las lágrimas de tristeza que surcarán su rostro. Sienta el dolor sin remedio que soporta, cuando al finalizar la travesía seguido por la gran familia y los amigos, llegue el fatídico momento de depositarla en brazos del esposo.
El moreno sabe que se le acaba el tiempo. Mañana, el largo preparativo finaliza. ¿Resistirá la más dura de las pruebas con la debida entereza? Moemo es poseedor de miles de cartoncitos con mandatos ancestrales que le exigen honradez y comportamiento de hombre. Tiene que poder controlar el devaneo alocado de su mente.
La noche se eterniza para el joven. Se levanta al alba y mira el cielo.
Oscuro. Amenazante. Parece que El Que Todo Lo ve, lo limpiará con la lluvia del perdón cuando cargue a la novia.
La madre lo ayuda con la ropa y coloca su mano ajada sobre su cabeza, en completo silencio. Es la madre, pero es mujer. Moemo es casi un hombre. Ella no tiene derecho a interrogarlo. Lo despide con los sentimientos revueltos. Por un lado las alegrías del festejo. Por el otro...Un miedo visceral, que no comprende. El mismo que tuvo la tarde que su padre no regresó a la casa. Jamás lo encontraron. El rastro terminó cuando los conocedores, hurgando entre la maleza, hallaron el amuleto contra la desgracia, que usaba desde niño en el cuello. Lo que restaba de él, estaba tirado en la espesura. La leona que el hombre perseguía había parido dos cachorros nuevos. Debía comer para amamantar su cría.
En casa de la novia, el padre de Ndeiby la despide ritualmente. Aparta el ropaje bellamente recamado de la novia y vierte leche en ambos pezones. La tradición asegura que el líquido vertido con esa intención, hará el milagro de una descendencia sana. Guerreros con sangre caliente, agresivos con el enemigo. Mujeres solícitas y conservadoras. La madre, que presencia la despedida, abraza a la niña, besa sus rodillas y se permite el escape de una lágrima solitaria.
Afuera llueve. Moemo y el cortejo de varones aguardan respetuosamente. La casa del novio queda lejos. Hay viento. La novia no alcanza a pesar ni la mitad de lo que pesa un cachorro. Moemo la sostiene protegiéndola del viento. El corazón de ambos, desaforados por un segundo, se alía en un ritmo idéntico. Unificados y en falta, al unísono por primera y única vez. Los ojos en los ojos. La piel, rozando la otra piel, con total conciencia del pecado. El se convierte en abeja, que liba a hurtadillas de la corola de una flor ajena. No hacen falta palabras. El perfume del brazo que rodea su cuello lo sube a la cumbre del cerro más alto que conoce. Un arete de oro golpea su mejilla. Tambaleante, ebrio de placer, Moemo quiere detener el viaje. Escapar del cortejo. Perderse en el bosque y besarla. Detenidamente. Trozo a trozo. Formar con sus dedos en la piel de seda, los arabescos que dibuja el viento en las arenas del desierto.
Ella no conoce su nombre. El nunca la verá desnuda. Si la encuentra, ella estará velada, con los ojos bajos. Jamás lo volverá a mirar de frente, con ese delicioso desafío infantil. Ambos saben que ésta es la realidad. Pero no obstante y a pesar de ella, la pertenencia del momento es total. La sabiduría impecable de los enamorados que no pasaron por el cedazo de la civilización, unirá a estas almas para siempre.

Incapaz de mentir, el joven huye hacia la ciudad cercana. Circula por el hospital. Ayuda a los enfermeros en la asistencia nocturna, momento en el que muchos pacientes empeoran. Aplastados por el abandono, sienten que se les escapa la energía vital. Moemo se aturde al enfrentar la vida que llega de los vientres y la impiadosa muerte que cercena cuerpos. La falta de información y de recursos es enorme. Niños ciegos, mayores andrajosos sin identidad, conectan a Moemo con la intensidad de la miseria.
Entiende su pérdida como una fatalidad del destino. Lo señalado. Lo que estaba en su camino. El sufrimiento que le correspondía para robustecer su temple y transformarlo en hombre.
Jamás regresó a su pueblo. En la ciudad no hay mar. Los monzones no aterrorizan a los pescadores. No existe la costa, ni la arena fina, ni las risas de un grupo de niñas, escapadas de casa, una mañana antigua. El cuarto que comparte con los enfermeros huele a formol. Muy adentro, la piel de sus fosas nasales retiene porfiadamente, el perfume delicado de la alheña.
Si visitan África, no olviden buscar una de sus flores blancas. Si los acompaña una dama, la flor será un obsequio amoroso. Si viajan solitarios, corten una en capullo. Guárdenlo entre las páginas del libro que leen. No se puede calcular el tiempo y nadie conoce el destino por adelantado. Tal vez algún día, algo ya escrito en su sendero, pasará. Una nieta moza abrirá el libro aquél, hoy de hojas que amarillean, ajadas. Joven entristecida en ese atardecer de otoño, que suspira por el infeliz desenlace de su historia de amor. Encuentra la flor aprisionada. La huele. Rescata un tenue perfume y una energía que linda con lo mágico recupera a la esperanza, que ronda. Nada se pierde y todo se transforma, es la ley. Resucitan Moemo y Ndeybi que fueran el uno del otro sin jamás tocarse. Sonreirán desde lo alto los grandes amantes de la historia cuyas relaciones fueran pasionales, frustrantes, o imprevisibles. Si adquirimos la capacidad portentosa de cambiar nuestras tinieblas interiores dando espacio a los nuevos amores y a la generosidad del compartir, la nueva vida merecerá vivirse.


Carmen Rosa Barrere

2 comentarios:

  1. Me gustan mucho tus cuentos Carmen. Gracias por visitarme en "LO QUE FUE Y SERÁ".
    Un abrazo colega de letras.
    roberto

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  2. Me encanto el cuento!! africa es un mundo inmenso, aun hoy en dia, en cualquier lugar, hay historias como estas, al lado nuestro, sin verlas sin darnos cuenta.

    Un verdadero placer leerte.

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