11.7.11

EPIFANÍA

EPIFANÍA

Una fracción de tiempo. Segundos. ¿O serán horas? Floto livianamente sobre relieves confusos. Los distingo apenas, atravesando una telaraña. Están debajo de mi cuerpo. Tengo los brazos extendidos dentro de las mangas infladas de mi campera plástica. Poseo la certeza de dirigirme a alguna parte. Ignoro adónde ni porqué. La ingravidez viene acompañada de un infinito sosiego en este balanceo de pájaros donde escasea la conciencia. No obstante, algo me sostiene y me liga al piso. Estoy boca abajo y mis sentidos despiertan a la realidad. No la realidad de todos los días. Otra. Muy definida, saludable y fulgurante, desplazando sombras. Un canto a la maravilla de la luz que buscaba cuando soñaba pintar.
Debajo, el piso próximo es de un grisáceo sucio, desparejo y hostil. Los rastros de sangre empiezan a cubrirse de una fina telita contenedora por obra y gracia del viento y del sol. Mi olfato rechaza un fuerte hedor a heces humanas. En los rincones se refugian los gritos de auxilio, la pisada angustiada de los que huyeron y los insultos soeces de los uniformados. Entre las chapas de zinc del techo se han arrebujado el eco del retumbar de las armas de fuego y el olor a miedo. Huérfanos, los casquillos se mezclan en el suelo con puchos, papeles y escupitajos. Nuestras pancartas pidiendo trabajo y pan, arrugadas y sin oficio son pateadas por los uniformados que representan la ley. ¡Qué ironía! En la inocencia del papel nosotros clamábamos por la ley. Nos atacaron los que pretenden representarla agazapados tras chalecos antibalas y botas altas.
Como un clarividente con conciencia ampliada, de pronto veo a mis amigos y distingo mi cuerpo, entre la mugre del piso de la estación de los trenes que van y vienen desde y hacia el sur. Somos tres. Despatarrada como una muñeca rota, los sesos de Mabel escapan del matorral de pelos enrulados en hilitos oscuros, obstinados hacia el nivel más bajo. Estalagmitas del horror. Descubro a José. Acurrucado como un feto. Un nonato expulsado del vientre desamparado ante la saña ciega.
— Vayan ustedes — Decía con su voz educada sin dejar de mezclar harina y agua. Yo los espero con el pan calentito. Lo convencimos para que dejara el pan. Estuvo paso a paso al lado mío.
José. El que rechazaba el plato de la olla popular cuando a último momento se presentaba alguien más hambriento. El artesano de los hornos de barro para cocinar el alimento básico para el pobrerío. Filósofo paciente, esperaba confiado la capacidad del señor Comisionado. Nombraría maestros. Aprenderíamos a armar cooperativitas barriales de ocho o diez manzanas. Nos traerían semillas y herramientas. Llegaría después un camión con una vaca, dos cerdos y gallinas para unir a hombres, mujeres y niños en una labor compartida. Corrales alambrados. Agua corriente y postes para luz. La responsabilidad conjunta nos devolvería la dignidad perdida. Su visión se agigantaba. Fábricas abiertas. Escuelas remozadas y hospitales humanizados. Si alguien se burlaba—no pocos—, el insistía: Un hombre sin sueños no merece vivir. Ese era su lema, fruto de la esperanza que jamás perdía.
Me detengo en mi propio cuerpo. Una bala me quebró la espalda. Doblado, me deslicé hacia el suelo. Al milico que me reventó las manos con la bota, le caía una baba espesa de odio. Resentimiento de pobre contra pobre. Inexcusable pero posible dualidad de los que nos proclamamos humanos.
— Negro de mierda. — Escupió con odio. — Andá a pintarle el culo a tu madre.
Partió mi mano. La que ambicionada pintar. Pintar de verdad, como Picasso, convertida en una bolsa sangrienta con los huesos rotos. La observo como ni no fuera mi mano ni el cuerpo fuera el mío. Flotando, mi columna está sana y mi mano entera. Sin dolor alguno. Sin pesar. Y sin odio. Sobrenado inmerso en una claridad absoluta. Entiendo que José no está solo. Lo contienen sus proyecciones humanitarias en una red cálida de puro amor. Mabel sonríe dentro de su ropaje de gasas vaporosas. No viste pantalón. Su proyecto era bailar algún día en el Colón. Cuando estamos apresados por voluntades perversas los sueños mueren como sueños.
Diminutas escamas luminosas caen en mi pelo, encaneciéndolo. Resbalan por el pabellón de mis orejas. Bañan mi cara. Mi olfato de reptil antiguo, alerta, olfatea lilas, pasto recién segado. Mis códigos están cambiados como en una película extraña, sicodélica. Sé que el hilo se corta. Me alejo de la trágica realidad de nuestras vidas. Los que ya caímos y los que huyeron, marcados para ejecuciones próximas. Mi película personal es mi epifanía. Una visión fabulosa de lo por venir.

CARMEN ROSA BARRERE


1 comentario:

  1. HOA, TARDÉ EN ENTENDER ESTE CUENTO. ME TRAJO RECUERDOS. MUCHO EN QUE PENSAR. ABRAZOS DE AURELIA, TU AMIGA.

    ResponderEliminar

Realizar un comentario