27.3.10



ALEJANDRINA CORAZON.

Esta es mi historia con Alejandrina López, a la que siempre llamé Alejandrina Corazón. Si la recuerdo livianamente, soslayando su interior, cometo el delito de ignorar el enorme significado que su presencia significó en mi vida. Y ella jamás será una señora del montón, a pesar de sus tacones bajos, su mirada quieta y los rollitos rodeando su cintura, que la avergonzaban. El cabello encanecido prematuramente, recogido dentro de la severidad de un rodete armado sin usar el espejo, de memoria y que a pesar de ello, consigue ennoblecer sus rasgos. Entró como servidora a la casa de mis padres justo el año en que mi madre, reconocida abogada, parió dos robustos varones gritones y exigentes, tarea para la que mi progenitora no estaba preparada. Cuando mis padres se casaron, hicieron un acuerdo satisfactorio para ambos: No buscarían herederos. Por lo tanto, el embarazo fue una sorpresa no deseada. Nos amamantó durante un mes, época en la que se le fue la leche y nosotros pasamos a ser cuidados, acariciados y malcriados por una madre supletoria jovencita, de risa fácil y mirada inteligente. La que nos trajo al mundo por un error de cálculo, había sido ascendida a juez. El exceso de problemas del oficio, irrecusables eventos sociales…y su incapacidad para contactarse y aceptar una vida puramente doméstica, dedicada en exclusividad a nosotros, la superaba. No estábamos en sus planes así que el evento fue además de sorpresivo, pavoroso. Como hija única, creció engreída y solitaria, en un caserón sin risas y escasos amigos con quienes compartir. Su naturaleza la convencía de que los niños solamente precisan buena comida, colegios severos, modales adecuados y vacunas vigiladas con rigor por nuestro padre médico. Lo demás, lo podía cubrir alguien eficiente, bien recomendada y sin antecedentes vergonzosos.
A los seis años, una noche soñé que volaba como un pájaro. Me levanté de la cama con sigilo, saqué el paraguas negro de papá, me trepé al techo de la cocina, lo abrí y me largué con un grito de victoria. Caí sobre el pasto que cuidaba Román el jardinero. Que estaba crecido porque había llovido y para gloria de mi instante de pájaro, el techo aquél no era muy alto. Alejandrina quitó mis mocos sin enojo y lavó mis rodillas magulladas con agua oxigenada. Al rato, como seguía el dolor, me hizo su brujería pasando la mano abierta sobre la lastimadura canturreando:”Sana, sana, culito de rana. Si no sana hoy, sana mañana”.
Cuando empecé a perder los dientes, se convirtió en fantástico Ratoncito Pérez. Tanteando debajo de la almohada, todavía adormilado, me esperaban la tradicional monedita y un dulce de los que me gustaban. Todo esto por partida doble, porque mi hermano recibía idénticas atenciones. Era más avispado que yo, así que en toda ocasión de ser sometidos a juicio por Alejandrina, ponía cara de yo no fui cuando el inventor de todas las cagadas era siempre él.
Mi guía casera corrigió los horrores ortográficos de la primera esquela de amor que me atreví a escribir en una notita cursi y sobrada de adjetivos, con una letra que subía y bajaba del renglón según se calentaba mi bragueta. Cursaba quinto grado, usaba separadores de dientes, anteojos con armazón de carey y enrojecía o tartamudeaba fácilmente. Muchos creían que era lento. Me comparaban indefectiblemente con mi hermano Pedro. Que era alto, deportista, atrevido y bailaba bien desde El Pericón de los actos escolares hasta el zarandeo sensual de una salsa. Para mis adentros, corroído de envidia, yo lo mal llamaba “el pluscuamperfecto”.
Recuerdo claramente esos años, saliendo de la adolescencia. Tal vez porque en esa época me di cabal cuenta que mi madre distante lo prefería, presintiendo que ese hijo sería el gran portador de satisfacciones. Pedro y yo éramos compañeros de curso. Aula donde reinaba como princesa azul mi dulce Maite. Yo me arrastraba en un eterno malestar: Que Maite, protagonista de mis sueños, productora de orgasmos solitarios y dibujos de su hermoso traserito en posturas pecaminosas, dejara de mirarme a mí para depositar su levísimo interés en el musculoso, exasperante Pedro.

La Alejandrina que mientras éramos criaturas cumplía su rol sin perdernos pisada, revisando los cuadernos de notificación, arrastrándonos al dentista sin aceptar fiebres repentinas o falsos dolores de cabeza; la que, si cedíamos el paso a las personas mayores en la vereda, o no soltábamos escupitajos cuando nos llevaba de la mano, nos premiaba con dulces que sacaba del fondo de su gran bolsillo al que llamábamos “el bolsillo de la maga”; la que cocinaba estupendo y entendía todos los chistes, hasta los más rebuscados que armábamos para hacerla reír, envejecía mirándonos crecer. Con ella compartimos fiebres, o miedos tumultuosos de los que asaltan a los niños en la oscuridad. Nos arrebujaba entre las cobijas y nos tarareaba canciones inventadas. “Cántanos la de la otra vez”, le rogábamos con Pedro. Ella sonreía. “La de la otra vez no me acuerdo. Pero escuchen bien. Esta es de las nuevas y tan, pero tan buena, que pone a bailar mi rodilla con artritis”.

Hoy peleo con mi enfermedad. Mis fuerzas disminuyen cada día. Me reprimo para no llamarla cuando la veo dormitar en el sillón de mimbre que tiene a los pies de mi cama, pero ella está alerta. Acude sin oír mi voz. Humedece mi frente, acomoda mi pelo y se inclina para hacerme la caricia esquimal: friega levemente su nariz contra la mía, sonriendo. Nunca supe si esa era en verdad una caricia conocida por habitantes polares, pero conseguía calmar mi angustia del momento, adivinada por ella. No se quien fabuló sobre las leyes de la sangre. Cuando mi salud se deterioró por motivos escandalosos, los de mi casa metieron la cabeza dentro del pozo del olvido. No soportaban bochornos y ninguno pensaba exponerse por un zángano que apenas recibido de arquitecto, eligió vivir en el campo, diseñando casas para pobretones, dejando de lado la clientela con plata. Un ser extraño al que era sencillo ignorar. Me borraron. Si alguien preguntaba por mí hacían un gesto con la mano. Significaba lejos.”No sabemos nada hace tiempo…Ustedes lo conocen, siempre fue egoísta y solitario…Hizo lo que quiso…Se compró esa chacra y por ahí deambula”…

No debo contar esta historia mintiendo. Porque ya he ocultado tanto, que el mero desvío de mi pensamiento hacia sucesos o hechos inventados reduce mi energía hasta agotarme. Siento que el lápiz se afloja dentro de mis dedos. Si quería que alguien rescatara el ideal de la generosidad y la entrega de personas humildes, debí empezar a escribir este relato hace un año, antes que me hicieran el último análisis de sangre. Cabeceando indeciso, el médico me miró con lástima: — Por las dudas mandé los análisis a dos clínicas diferentes…Te contagiaste el sida, muchacho…No pusiste cuidado en tu relación con Noelia…

En la calle tomé una enorme dosis de oxígeno y empecé a caminar hacia el auto como un autómata, sin detenerme en nada; asustado en el fondo, pero consciente que ese diagnóstico llegaría más tarde o más temprano. Mi vida a futuro estaba echada, no tenía posibilidades de salvación y tampoco pensaba presentar batalla. Gozar de un amor que fue físico y espiritual con una simultaneidad fluida, había llenado mi copa.
Era el instante de dejarme ir, recreando dentro de mi mente la figura de mi amada en el cruce del camino donde se que me espera con la flor azul que solía colocar detrás de su pequeña oreja. El día que reencontré a Noelia me arrojé al abismo de un amor de alto voltaje pero insustituible. Mi tiempo saludable será corto, según el parte médico. Y yo, que siento el hálito de la maligna pisándome los talones, partiré conservando en todo el cuerpo el roce inolvidable de la otra piel, dueña del retozo, floreciendo debajo de mi mano. Me acompañará el fabuloso contorno de su cadera inaugural de un sexo a gritos, desprolijo y caliente y trasladaré a la eternidad su mirada especial, ésa que todos los hombres buscamos en los ojos de la mujer amada.
Llevado por su mano levanté telones de mundos donde cohabitan sueños, imágenes, delirios y locuras entrelazadas, como las mujeres pintadas por Gustav Klimt dentro de una cama. Envueltas en sus sábanas de flores y de pájaros, lésbicas y dichosas. Lecciones fugaces en diminutas fracciones de un tiempo escaso, tremendamente ansiosos ante lo perentorio del correr del reloj. Sí, voy camino al desapego final de mi pobre alma con la realidad. Cargamento de huesos corroídos, músculos sin vigor y sangre infectada. La observación de un paisano de mi campo sería: ! Pero amigo, quien le quita lo bailado! Simpleza filosófica que traigo a mi mente cuando me introduzco dentro del automóvil. El plástico del respaldo donde ella reclinaba el cuerpo huele a la colonia cítrica que usaba. Por el rabo del ojo capturo el aleteo de sus faldas y yo, que nunca creí en el más allá, la escucho en su larga, cantarina carcajada — la que usaba para levantarme el ánimo — en alguno de mis días tristones. Porque ningún niño puede crecer como un adulto feliz si alguna vez sintió que la vida lo depositó por azar dentro de un regazo árido para infantes.

Sin ella pero con su espíritu conduzco hasta nuestra casita del bosque. El papel del sanatorio me condena. Las letras aterradoras son negras, como será también negro mi futuro. Debo seguir siendo sincero. Cuando la encontré me introduje pleno de razón a este final. Nadie me empujó y jamás estuve loco. Aunque muchas voces se elevan a diario proclamando la conveniencia de contratos prematrimoniales, de artículos firmados que legalizan a quien pertenece la porcelana y cómo repartirán el tiempo con los hijos, el solo hecho de aplastar la ilusión y la entrega, es asesinar al amor de antemano.
Siento que soy otro. Y el paisaje frene a mí es diferente también. Árido y resueltamente hostil. Muerto por dentro y resucitado en una galaxia con personajes tatuados macabramente por Bradbury. Donde los Hombres Ilustrados me rehúyen, tomando distancia como se hacía con los leprosos bíblicos.

Nacimos en provincia, de padres con títulos universitarios y corazón alevosamente práctico. Más interesados en que nos graduáramos que en observar nuestras inclinaciones naturales. Mi hermano Pedro se parece mucho física y mentalmente a nuestra madre. Le encanta figurar, conducir un auto caro y perseguir la pelotita de golf en el club. Conoce los mejores tragos y le cae bien a todo el mundo. Determina que su carrera es la abogacía. Para qué insistir: tengo pocos amigos, soy retraído y mi gran deporte es perder en el tablero de ajedrez. Mi rival es un amigo. Fuimos juntos al jardín de infantes, nos enamoramos siempre de las mismas chicas. Ahora está casado, con dos pibes. Desde mi aislamiento casi no lo veo. Pero estoy más que seguro que me entiende. Presiento que me observa. Sabe que cambié, sabe lo que siento y me absuelve.

Abandoné la bolsa al final del trabajo de parto. Debe ser por eso, porque di mas faena, o porque mi madre podía soportar un hijo, pero nunca dos, chillando al mismo tiempo. Tal vez, en ese preciso instante, la intuición — atributo femenino — la hizo verme diferente. Algo me delató. Ella supo, sin caber la duda, que yo sería el rompecabezas de su vida. Su vidita ordenada y sin sobresaltos. Socialmente, la señora que recibe amablemente a las visitas. La que tiene mejor casa, decorada por un “raro”, perdonado y aceptado porque nadie lo iguala en el buen gusto. (Con el agregado de no ser parte de nuestra familia). En el círculo de esa fingida aristocracia, mantener dos hijos, lograr que ambos nos tituláramos en la universidad y conseguir que Pedro escogiera por esposa a una flaca con pasado anoréxico y mandíbula de guardia cárcel, única heredera de un señor pudiente, que frecuenta el mismo club, la distrajo. No es que mi madre sea una mala persona. Al contrario. Es una activista de las sociedades de beneficencia, es coqueta y solamente lee los sociales del mejor matutino del pueblo. No es chismosa, pero obliga al buenazo de mi padre a asistir cada martes a la reunión de uno de esos clubes — con estatutos copiados de países con mentalidad diferente — donde son bienvenidos los que tienen plata o los pobres gatos que se matan por aparentar.
Mi padre agacha la cabeza, la mira con paciencia y parte a aburrirse y dormitar con lo único rescatable de la reunión de próceres pueblerinos: el buen tintillo del que no se priva.
Fue al comienzo de la facultad — Maite ya estaba a punto de casarse, perdida para siempre — cuando enarbolé todas las banderas por Noelia. Mi sangre, mis huesos, mis pensamientos, giraban como una calesita alrededor de su silueta, del mohín de su cara, de su risa, descarada y espontánea. De su cabello de un rubio ceniza que olía a magnolia. De su cintura, que era tan pero tan angosta, que apenas podía contener sus pequeñas, deliciosas nalgas y las piernas mejor esculpidas que ningún artista imaginara.
Empecé a caminar como un zombi, muerto de amor, de calentura juvenil por esta veleidosa. Que hoy me miraba y yo nacía. Que mañana coqueteaba con otro y yo agonizaba. No puedo decir que se sentaba en el banco del aula porque en ella no existía lo vulgar. Se asentaba. Como se asienta una mariposa sobre el tallo de una flor. Y simulando prestar atención a la explicación del docente a cargo, cruzaba sus pilares torneados, dejando ver más allá de lo permitido en esa institución. Dibujaba corazoncitos en un cuadernillo rojo y revoloteaba — ya lo dije — como una mariposa, sobre sus súbditos varones boquiabiertos. Toda la clase de machitos, embalados por conseguir una mínima atención de la diva. Fue mi primer año universitario y mi primer fracaso. Por supuesto, me quedé sin veraneo. Tenía que ponerle pila a las materias y salvar los restos de mi dignidad.
Cuando aparecí por las aulas, el que jugaba al ajedrez conmigo desde el secundario, tan deschavetado por ella como yo, me esperó para darme la noticia.
— Estoy de duelo, compañero. — Dijo tomándome del brazo.
— ¿De duelo? — Yo estaba distraído, buscando a Noelia entre el grupo de chicas, algo alejadas de nosotros.
Mi amigo me observó con cuidado antes de seguir: — ¿Pero... no te enteraste?
En ese instante me di cuenta que las chicas miraban hacia nosotros, cuchicheaban y entraban al aula agitando la mano, sin hablarnos. Un frío de muerte me paralizó.
— ¿Le pasó algo a Noelia?— Grité sacudiendo a mi amigo.
— No sé si lo que le pasó es bueno o malo...Noelia se escapó de la casa apenas terminaron las clases. Estabas en el campo, estudiando. Tu mamá no quiso que te avisáramos...Apareció un productor de cine...Un tipo que tiene que ver con la televisión...Le hicieron una entrevista, o un casting, algo así. Le tomaron fotos. En la casa, nadie estaba enterado...La historia es que huyó y nadie sabe donde está. — Mi amigo termina el chisme susurrando.
No pude presentarme a rendir. Volví a casa. Entré por la puerta de servicio y fueron los brazos de Alejandrina los que me recibieron. Me preparó un té de tilo, me obligó a meter mi cuerpo hecho hilachas bajo la ducha fría. Canturreando, como cuando era chico, me sumergió entre las sábanas, levantó la cabeza y entró a la sala a conversar con mi madre. No conozco sus argumentos. Lo que sí pondero es su coraje: una simple criada, pegándole un tirón de orejas a mi progenitora.

Pasó el tiempo en la ciudad donde estudiábamos. Un fin de año regresamos a casa. Cada uno con su título. Mamá organizó una gran fiesta. Una presentación en sociedad de dos buenos partidos. Muchachos de bien, con tres idiomas y el rótulo de “educados”. Sin olvidar: Y algo de fortuna. Pobre madre querida. Los hijos nacen. No se hacen a gusto de los padres.

Pedro se casó enseguida con la elegida por mamá. A los dos meses mantenía una amante gordezuela y divertida — elegida por él — con la que años más tarde tuvo mellizas mujeres. Yo me compré un campito y abrí mi estudio de arquitecto. Me deleito garabateando planos que me vinculen con el Gaudí que conocí primero en la universidad y luego en mí larga, detenida visita a Barcelona. Ese genio pertenece al cuaderno de mis héroes, como el cuadernito rojo donde Noelia jugueteaba con sus corazones. Hago milagros con presupuestos reducidos. Levanto departamentitos que me vuelven ciego repensando agujeritos por donde debe entrar el sol.
Todo normal. Hasta la noche que tropiezo en un boliche de onda con Noelia. Bebe tranquila y fuma como una veterana. La acompañan dos hombres mayores, que la miran embobados. El misterioso aire sensual es el mismo de la juventud. Una magia adherida a sus entrañas. Como ignora el impacto que produce, nada sumergida en aguas exclusivas, lejana, magnificando el encanto. Esta mujer me estupidiza, me pone de rodillas aunque no me mire. Tardo en recobrar estabilidad.
Me aproximo a saludarla. Es Noelia y no lo es. Sonríe. Pero no con los ojos, con toda la cara, como antes. La mueca está. Los ojos azules también. No puedo explicar bien el momento. En el fondo del alma una alarma me silba que voy hacia la oscuridad. Con la marca de perdedor que mi madre detectó en el momento de parirme. Nos alejamos de los dos vejestorios y nos atropellamos en un entrecruzado palabrerío lleno de ¿Te acordás? Y silencios plagados de nostalgia.
La llevo a vivir conmigo. Cada vez que intenta explicar su pasado le cierro la boca con un beso. No quiero que ninguna araña, ni su tela, enreden un presente que estoy enterado, será efímero y colmado a la vez.
—Tengo sida. — Me anunció la noche que la rescaté del bar.
—Tomaré las precauciones necesarias.— Afirmo mientras la desvisto con los nervios a punto de entrar en corto circuito. Palpo la seda de su piel. La cubro de besos, de saliva, de ternura.
— Si estás conmigo sabré cuidarte para que dures muchos, pero muchos años. Prometo, mirándola hondamente a los ojos. Ella está recostada. Desnuda. Perfecta. Esperando mi arribo.
Alejandrina se muda a nuestra casa. Ningún miembro de la familia de Noelia, ni mi hermano, ni mis padres nos visitan. Ya no ejerzo. Ella cose apaciblemente bajo un matorral de glicinas y yo garabateo planos que jamás se convertirán en el hogar de nadie.
Gracias a Dios, siempre fui cuidadoso con el dinero. Alcanzará hasta el final de los dos. El día se esfuma cuando parte Noelia. Mi dolor es tan intenso que me robotizo, me endurezco como un muñeco metálico sin comando. Alejandrina me consuela un tiempo y enseguida toma las riendas con la eficiencia inteligente de siempre. La envolvemos en la sábana de hilo que bordó especialmente y depositamos lo que queda de ella a la sombra de un árbol de Jacarandá. El Jacarandá, emocionado desprende sus flores violetas sobre la tierra que la tapa esparciendo color, imitando al pintor de mujeres austríacas.

Alejandrina ronda mi cama. Atenta por si tengo temblores. Intentando que beba un caldito de pollo. Cuando se inclina sobre mí, escucho su corazón. Un tambor dolorido donde rebullen el amor y el desinterés. Gracias Alejandrina Señora Corazón.
Cierro los ojos. Me dejo llevar por los recuerdos buenos. La época moza. El famoso primer año cuando el aire me faltaba si Noelia miraba para otro lado.
Los ataques de tos me extenúan. Alejandrina ya no se aparta de mí. Sostiene mi mano como ambiciona sostener mi vida.
— Alejandrina...tus manos son hermosas y tibias. — Tartajeo.
Ella se echa a llorar. Gordas son las gotas de su llanto. Contesta inventando despreocupación: —Sabe una cosa, niño...Este es el primer piropo que recibo...y el mejor.
CARMEN ROSA BARRERE.

24.3.10

LA NIÑA DEL FAROL

LA NIÑA DEL FAROL



El maldito – bendito día que mi marido armó sigilosamente su valija, y se desvaneció escaleras abajo, yo bañaba y jugaba con nuestros mellizos dentro de la tina. Fue, con exactitud un día ambivalente: bueno y malo. Todo junto y mezclado. Bendito porque con su fuga delincuente, me libraba de él y de su eterna carroza de ensueños. Maldito, porque el investigador privado que contraté, jamás encontró su rastro, para obligarlo a pagar la manutención de los chicos.
Eso pasó hacen dos años. Me fui tranquilizando con el correr del inexorable almanaque...y con el certificado de divorcio, donde lo declararon: ausente sin aviso. Lo hice enmarcar. Lo guardo en el cajón de la mesita de luz. Un tesoro al que recurro, cada vez que otro inventor de sueños se anima a mis paredes de puerco espín. Jamás volveré a caer en la telaraña bordada con perlas de gotas de rocío de ningún otro charlatán con pantalones.
En una confesión pública, como esta, uno debe ser sincero de cabo a rabo. Yo rozaba los treinta y cinco. Mis amigas especiales estaban casadas y eran madres... Soy buena en mi profesión...pero la soledad de la almohada, la sonrisa “ del otro” en el desperezar mañanero...eso, me era ajeno. Desde el remoto tiempo de jugar con las casitas de muñeca, la parte rosa se me presentaba en el mismo escenario: un hogar pequeño, en el campo. Una chimenea a leña. La cocina oliendo a la miel de la repostería invernal. Los niños ideales correteando sin romper nada, de un lado para otro. El amor de mi vida, desmontado del caballo blanco, hurgando la tierra para sorprenderme, en un atardecer de otoño, con tres macizos de rosales enanos que tanto me gustaban.
Marcelo tenía el pelo entrecano, la piel sonrosada y un par de ojos infantiles, con la consigna de sorprenderse, como un inocente . Y tal vez lo era y la bruja del cuento sea yo. La verdad es que entré en la relación como una yegua desbocada. A él lo bajé de un zarpazo de la cola de su barrilete, lo arrastré hasta el Registro Civil ( donde arteramente, te colocan las esposas) y nos convertimos en marido y mujer. Nadie nos explica, en el fragor del entusiasmo, que las tales esposas tienen una llave y que la llave la esconde el mas vivaracho de los dos. El buenito del cuento, mi Marcelo, era el poseedor del abridor de grilletes.
Se aburrió antes que me diera cuenta, abrumado por esos dos diablillos que requerían un padre de verdad, sólido y estable.
El Marcelo que escribía versos, el que salía a navegar cuando los chicos tenían tos convulsa, el que se dormía como un lirón en las narices de mi respetable progenitor en medio de su discurso político, el que decía que estudiaba y que por una roñosa mala suerte su ronda por la Facultad de Derecho le había consumido doce crónicos años calentando bancos sin conseguir recibirse...Era una fotocopia del que me conmovía hasta el tuétano leyendo, con su voz ronquita, los poemas de Neruda o “ El Viático” de Don José María Pemán. Leyendo cobraba altura, se transformaba en un innegable soñador. Un elitista. Un encantador de serpientes con perfume a sándalo. Un navegador de mares calmos y cielos eternamente azules. Un mar en el que nadie sabía el precio de un kilo de carne, ni qué día vencía la cuenta de teléfono. Tal vez Marcelo era un artista, que a los cuarenta años seguía sin descubrir si era mejor pintar, o esculpir, o actuar en el teatro. La terrible verdad era que mi consorte era un perfecto inútil.
Con mi panza en avance, yo partía corriendo al trabajo, mientras tranquilo, él fumaba su cigarrillo, y miraba de reojo las tapas del libro de Derecho Penal. Ese señor, maestro en dicotomía, fue el que me dejó plantada.
Ya no me duele que me abandonara a mí. Tal vez tenía algo de razón. Menos entusiasta que la que suscribe, a veces me contemplaba y afirmaba: Somos dos buenas personas...pero no nacimos para vivir juntos.
Lo que no perdono, no soporto, es la mirada — idéntica a la suya — de mis hijos, cuando me preguntan: ¿Porqué todos los chicos tienen papá, y nosotros no?
El día que los mellizos cumplieron cuatro años y todos los globos se reventaron y los restos de las dos piñatas yacían desparramadas en el piso, despedí al último de los invitados. Los chicos felizmente, dormían. El cansancio me había vuelto de plomo las piernas y los pies. Encendí un solitario cigarrillo y me dejé caer ovillada en una hamaca. Pensar a fondo es un ejercicio para gente fuerte. Y yo estoy ante ustedes, declarando a calzón quitado mis innumerables agachadas. Esa noche, la resistencia de mis muros cedió. Mis músculos se aflojaron. Mis sentimientos, apretujados, se dieron el lujo de aflorar. Lloré tanto, pero tanto. Con el dolor convulsivo, estertoroso que experimenté la noche que encontré muerto a mi abuelo. Cuando me recompuse, amanecía. De ese fondo de reserva de energía que tenemos todos, saqué a la luz mi consuelo y mi decisión: partir para el campo, al hogar donde habían vivido mis abuelos. Una casa grande, vacía de habitantes. Con una enorme cocina, de cuyo cielorraso colgaba mi abuela la artillería de cacerolas y sartenes que usaba para cocinar para su regimiento en miniatura. Parió seis robustos varones. Uno de ellos, mi amoroso padre.
—osotros tenemos suficiente dinero- mi madre me acarició la cabeza y enfrentó la situación con su admirable sentido común- El viejo Serafín vive con la esposa, en la casita de caseros...El hijo, que se casó, ocupa con la mujer la que fuera antes la sala de juegos...le hicimos algunos arreglos, claro. La joven se llama Natalia. Puede ayudarte con los chicos y los quehaceres...Queremos que te despreocupes hasta que nuestros nietos san un poco mayores.
-Y te llevás la camioneta...tu autito no sirve para el barro del campo- Papá resuelve -problemas irrumpe en la conversación. Todos me dan algo. Mis hermanas. Mi tía. Mi amiga Susi, que desenvuelve con una sonrisa mal intencionada un cuadro donde se lee: “El casamiento no es nada. La ollita es la condenada.” Debo aclarar que Susi fue la única que se animó a alertarme en contra de Marcelo cuando yo me agarré la famosa calentura.
Calzo dentro de los cuartos campesinos como si introdujera los pies en una zapatilla vieja. Todo me es conocido. Cada objeto conserva casi el mismo lugar que solía tener cuando yo era chica. Mis mellizos están fascinados. Tienen un espacioso cuarto para cada uno. Otro, donde desparraman sus juguetes. Es tan grande, que armamos la casita de los indios. Ahora Juan se hace llamar “Pie Descalzo”, y Martín responde, ululando con la mano en la boca, al importante apelativo de “Oso Silvestre “.
Los viajes hasta el pueblo se hacen de rutina. El farmacéutico plantígrado es el mismo de antaño. Ha engordado. Si de joven le costaba desplazarse, la vejez lo obliga a ese arrastrar de plantillas humillante .Mi abuela solía decir: “La vejez y el invierno son antiestéticos”. Que verdad agobiante. Hay muchos negocios nuevos, con caras que no conozco. La plaza, en el lugar de antaño. Remozaron la Iglesia, y un asfalto orgulloso anuncia la prosperidad de los habitantes de la zona.
-La gente está regresando al campo- me explica el hijo del médico de mi familia- Al fin se dejaron aconsejar por los que saben... la soja y el girasol son cultivos especiales para esta clase de tierra...a los precios de mercado, se debe el progreso que estás viendo ...-
El hijo de nuestro médico se llama Hilario, como el padre. Pero no lo invito a comer un asado el domingo por el nombre. Lo invito porque los mellizos, como hechizados, le ruegan que venga.”Nosotros no tenemos papá- dice el taimado Oso Silvestre- y queremos estrenar la pelota de fútbol que nos mandó el abuelo”. Me ruborizo. ¡Tengo derecho a sonrojarme!. A Oso Silvestre se le achica el coraje cuando lo fulmino con mirada de madre de un entrometido, que será reprendido cuando estemos en casa.
Sin aparente atención a mis nervios, el doctor me cuenta que llegó hace poco de Europa, donde perfeccionó sus inquietudes respecto de las complejidades de la medicina clínica. Permanece soltero. Según él, porque no terminó de salir de un enamoramiento equivocado, con la mujer equivocada en el momento inadecuado.
-Tu relación, mas que relación, parece un destrabalenguas, - le digo el domingo mientras revuelvo la ensalada.- Lo mío fue mas sencillo: se las tomó porque la mochila de los chicos le quedaba grande. Nada es eterno. Ni el amor, ni el dolor. Así que hay que vivir alertas.
-Los alertas son para los cuarteles- dice muy sonriente- Me parece mejor dejarse llevar. El vaivén de los hechos termina acomodando todo.
El fin de semana siguiente aparece sin que lo invite.
-Estuve pensando que a los chicos les va a encantar una casita sobre un árbol- ¿Qué te parece aquél paraíso?- Está alejado de la casa...y desde esa rama grande, la vista debe ser espléndida.
Los chicos saltan encantados. Serafín y el hijo, cómplices, amontonan las tablas, traen una buena escalera, y por dos semanas pierdo de vista a mis hijos, a mi amigo y a mis empleados. Lo único que se escuchan son risas, el vaivén del serrucho y martillazos. La mujer de Serafín, sin levantar cabeza, se afana con una escalera de peldaños de madera y sogas para subir a los inquilinos sin que se maten.
-¿Vieron cómo se introduce la mugre debajo de las uñas, sin que nos demos cuenta?. ¿Advirtieron en alguna ocasión que un sujeto desconocido hasta el día de ayer, se vuelve de repente imprescindible para una familia entera?. ¿Alguna dama que me lee oyó el chillido del “alerta”, y se hizo la tonta, como hice yo?-
En lugar de echar a correr, me quedé clavada .A una situación que sostengo no es para mí, con un señor que ni siquiera calcula el tamaño de la taza de mi corpiño. Este momento de debilidad ha de traerme consecuencias, no me cabe ni la menor de las dudas. Sé también, que la vida no es perfecta. Que el que no arriesga, no gana. Creo que Hilario reflexiona por los dos. Lo hizo la primera vez que lo vi, cuando afirmó “que la vida y sus vaivenes acomodaban todo”. Astutamente, metió a mis dos rebeldes sin causa adentro de una bolsa fabricada para compinches especiales. De la misma, asoman la cabeza mis empleados. Cuando cenamos, y lo despido con beso de amigos, empiezo a recelar que se va porque tiene una novia en el pueblo...que no se olvidó de la otra...y lo mas horrible: que yo le intereso tanto como sus cultivos de asquerosa soja. Ya sé. La soja es un alimento fabuloso que reemplaza la carne. Hilario la pondera tanto, que logró esto: que yo la deteste. Si encuentran alguien mas idiotizada que yo, me avisan.
La inauguración de la casa del árbol se hace en tres ocasiones. En la primera, mis hijos ofrecen un horrible mate frío, que comparto con Hilario. La segunda, es con Serafín y familia. Resulta mas elegante. Ya tienen una mesita de madera, y Natalia les fabrica la torta de chocolate que les gusta. La tercera es de fábula. Aparecen mis padres, mi hermana menor y Susi. Se hacen como seis viajes con riesgo severo de vida por esa escalera temblorosa, para subir los regalos y las golosinas que juntó mi familia para estos malcriados.
De repente creo descubrir algo extraño entre Hilario y Susi. ¿O me estoy volviendo paranoica?.De soslayo, creo leer en Susi una mirada de aprobación, destinada a Hilario. Y en otro momento, es mi padre el que hace al médico un gesto como de entendimiento, a mis espaldas. Sorprender a mi padre en algo que parece una confabulación, me desconcierta. Debo tranquilizarme. Se van el domingo. Son tan preciosos estos días de alegría, que me quito de la mente cualquier sentimiento que me aparte de disfrutarlos.
El lunes deambulo por los cuartos. Extraño a mi familia. Las risas y la chispa de Susi, que tiene un repertorio de cuentos de nunca acabar. De repente se pone seria, y frontal como un tanque, me pregunta si Hilario me gusta. Miento. Le miento a mi mejor amiga, usando mi utilísimo señuelo para autoengañarme.
-¿Porqué se te ocurre que tiene que gustarme?..Todavía siente nostalgias por la novia...juega más con los chicos que lo que me habla a mí...y ya me tiene podrida con la soja.
Empieza a caer el sol .Preparo un te con panqueques, y le pido a Natalia que vaya hasta el árbol y traiga a los chicos de regreso a casa..
Natalia entra agitada, las manos sudorosas, el cabello en una sola greña.
-Señora...venga rápido...tiene que ver una cosa...
Salgo disparada. Imagino lo peor. Un brazo roto. Uno de mis indios con un solo ojo...que se yo.
Los tales están asomados a su balcón lo mas campantes. No me miran, ni dan vuelta la cara mientras yo grito y trepo y me meneo en la escalera de sogas.
-Mirá, mamá, dicen a dúo- mirá para allá...y no hagas ruido, por favor...vos tampoco, Natalia.
Nuestro campito tiene como unas cuatro hectáreas. Sigo la dirección de la mano de Martín, y veo, parada en un claro entre los árboles, a una niña pequeña, que mira hacia la calle. Es rubiecita. El cabello largo, termina en tirabuzones. El vestidito celeste parece de tul, ajustado al cuerpo con una cinta brillante, como de raso. Lleva mediecitas blancas hasta media pierna, zapatitos oscuros, y una lámpara antigua en la mano derecha. Parece un angelito .Una representación inventada, como las que colgaban las monjitas del colegio donde hice la primaria. Una aparición irreal, fuera de tiempo. ¿ Una alucinación colectiva.? Pasado el primer momento, mi instinto me dice que debo proteger a mis hijos. Los tengo abrazados con tanta fuerza, que siento cómo palpitan acelerados sus corazones. Nadie habla. Tenemos miedo de la aparición, pero nadie quiere que se vaya. Tengo la sensación que ella pertenece con mas derecho que nosotros a ese lugar. Nos separan unos cincuenta metros. Mis ojos se endurecen tratando de no perderla. De repente, desaparece.
Pie Descalzo me mira con desconsuelo.
-¿Te parece que vendrá otro día, mamá.?
-No lo sé, hijo...no lo sé.
Lo mas notable es que ninguno de los dos se asustó. Su preciosa ingenuidad, intacta, los hace admitir como real y repetible a esa frágil figurita de niña que no puedo definir como un fenómeno consciente. Paso la mano por mis ojos, y vuelvo a mirar. Se ha ido. Nerviosos, los chicos discuten. Natalia afirma que antes de casarse, ella también la vio. Que mucha gente con preocupaciones, cuenta haberla visto. Que aparece para traer luz sobre la gente ciega. Mis hijos sostienen que la pueden convocar a voluntad. Que a lo mejor está interesada en la casita del árbol. Que está solita. Que no tiene familia, ni amigos.
Me cuesta un Perú remolcarlos a la cama, y una cantidad de explicaciones factibles respecto del suceso hasta lograr aquietarlos. Duermo mal. Me levanto al alba, y gateo hasta el balconcito de la casita del árbol. Hay una levísima neblina, una especie de sudario que cubre las copas del bosquecito donde la vimos. Aguzo la vista, pero no encuentro señales de la niñita celeste y su lámpara.
Después del desayuno, instalo a los chicos en la camioneta y vamos al pueblo, a contarle el suceso a Hilario. Me escucha en silencio. Casi con respeto. Mis hijos esperan su palabra. Lo que dice Hilario es “la justa”. No me darán ocasión de discutir.
Mi amigo carraspea, carga a un mellizo en cada pierna, y me mira. Sí, digo bien. Me mira a mi. De arriba abajo. Me inspecciona. Sí, creo que está tomando las medidas de mi busto.
¿Se acuerdan de aquellos doce presos que fueron elegidos para una película con la adrenalina a fondo.? Las cabezas rodaban, apenas empezaba el film, decapitadas. Me agacho a juntar la mía, y espero. Solamente miro a mis hijos. Me sofocan mis vergonzantes obviedades.
-Desde niño, creo en las señales, Miranda. Y nunca me fallaron. Cuando te vi entrar por esa puerta, hace mas de un año, supe con seguridad de vidente, que eras la mujer para mí. La que esperaba. La que Susi, que fue mi compañera de facultad durante dos años, me dijo que eras.- Todo dicho de un solo tirón. Como quien se tira a la pileta sin saber nadar.
-¿Susi te conocía...?.?Porqué nunca me dijiste nada...?...Es terrible...No puedo confiar ni en mi mejor amiga- lloriqueo en un rabieta de proporciones.
-Perdón, perdón...perdón. Nunca me atreví a decirte nada...me parecía que no estabas preparada...- baja a mis hijos de su regazo y se aproxima- también conozco a tu papá...nos vimos en un campeonato de tenis, hace mucho...y a tu hermana.- Nadie tuvo la intención de tomarte el pelo, o mentirte...nos callamos todos, de común acuerdo, esperando el momento...si es que llegaba...-
Abrazo a mis hijos como una náufraga se aferraría a su madero. Estoy enojada. Conmigo. Con el mundo entero .Un mundo plagado de traidores.
-¿Me podés explicar ahora que es eso de las señales?- Los mellizos nos miran, entrecruzando uno que otro pellizcón. Claramente me llega el murmullo que Pie Descalzo vierte en la oreja de Oso Silvestre. Están como en el cine. Esperando que el telón se abra.
-Cuando te fui conociendo...y enamorándome...tenía miedo que no te gustara el campo. Que un buen día decidieras volver a la ciudad...que esta chatura campesina te aplastara...no sé. Creo que lo que tenía era pánico. Miedo de enamorarme de nuevo...- Me toma con firmeza el brazo. Parece que lo asusta que me escabulla, como la aparición de la niña.
-En cuanto a la chiquilla con la lámpara...es una leyenda, tal vez un mito, o una realidad fantástica, que aparece y desaparece...A veces por años nadie la ve. Lo que si se sabe , es que trae un mensaje: “No te alejes de este lugar. Aquí serás feliz.”. En otros casos, la gente lo interpreta así: “No importa lo que diga el doctor. Tu marido se salva.” En un momento crítico, como el que atravesamos, Hilario no pierde el sentido del humor. Tiene desarrollada la fabulosa capacidad de burlarse de sí mismo.
¡Como me gusta este hombre! Amores compartidos. Mis hijos lo besan. El los abraza. Me rodea la cintura, y soy yo la descocada entusiasta, que no aprende, la que no lo suelta.
Susi, la Celestina, es nuestra madrina. Mi padre hace un acto de contricción, regalándonos un mes en Inglaterra- donde según afirma- muchos castillos tienen fantasmas que no se mueren, como el de Canterville.
Mis hijos siguen sus estudios cerca de mis padres. Lo primero que hacen al llegar, cada verano, es treparse a su hogarcito del árbol, rastreando la fábula de la niña vestida de celeste, con una lámpara antigua en la mano derecha. Me cuesta dejarlos marchar. Debo recordar a la madre osa de la película de Disney. Parió sus hijos en la selva. Los amamantó con amor, y les enseñó, con paciencia y celo los peligros del entorno. Cuando los sintió maduros, los miró con una larga, detenida mirada maternal, y los dejó para que aprendieran a sobrevivir sin protección
Hilario me estrecha en esos brazos anchos, donde cabemos todos.
-Nuestro hijos son como pájaros, Miranda. El verdadero amor es este: permitirles volar, para que archiven sus propias experiencias. Las nuestras no les sirven, como no nos sirvieron a nosotros las de nuestros padres.- Así que pongamos buena cara...Te juego una carrera hasta aquél álamo de atrás...el que llega cola, le toca cocinar.


CARMEN ROSA BARRERE

20.3.10

EL PRIMO DE LONDRES.




—Ama…amita...— La mulata intenta por tercera vez — que su niña abra ese par de ojazos negros que se esconden debajo del linón de las sábanas.
—Amita...no me haga esto...Sus padres están casi listos...el barco que trae a su primo llega a las dos.
La palabra “primo” despabila de inmediato a la dormilona. Pega un salto, arrastra el camisón por el suelo y corre hacia el baño mientras ordena: Tráeme un desayuno como la gente... y prepara mi vestido blanco...ese que tiene cuellito de encaje… Mis zapatitos Guillermina...Creo que están en el piso del ropero…
Manuela descorre los cortinados de terciopelo verde oscuro del cuarto de su patrona con el entrecejo fruncido. Rosarito ya cumplió diez y siete. No es un bebé. Está comprometida para casarse. Cualquier joven andaría corriendo feliz eligiendo el modelo del traje de novia, o entretenida en la elección de las señoritas de honor que la escoltarán dentro de la iglesia. Hablando de la fiesta. A esta niña todo eso le importa un bledo. Todavía se trepa de siesta al árbol de mandarinas del traspatio para arrancar la fruta, despellejarla y morder como un ratón los gajos, que le chorrean jugo en las manos y la ropa. Ni hablar de quitarle de la cama la mantita rosa— de la cuna— cuyos bordes de raso soba cada noche antes de dormir. La costurera de la casa en estos años renovó las cintas cuatro veces.
—La niña Rosarito se niega a crecer — afirma la señora dando las últimas puntadas a la maltrecha — y ya famosa mantilla.
—No sé que va a ser de este caserón el día que se nos case. — El señor desde que se metió en política, no para en la casa...La señora Adelaida, con la cabeza puesta solamente en la Beneficencia. —- La mucama de adentro rezonga mientras busca ropa blanca de adentro de un ropero.
—Este casorio tiene mal olor. — Jerónimo es el chofer del patrón. Deja de lado la revista Caras y Caretas para intervenir: —- Don Rolón quiere llegar a Diputado o Senador, no se muy bien...y el novio de la niña tiene poder político... Sí. Todos ellos son políticos de raza...No la casan con el vejete interesados en el dinero…la casan para figurar...para ser famosos.
—Me sube la presión cuando pienso que esto de la fama es más importante que la felicidad de Rosarito...Cada vez que aparece el candidato con esos horribles ramos de calas o los gladiolos violetas, vestido de negro...me corre frío por la espalda. Un verdadero fu-ne-bre-ro. Tusita es la hija de Manuela, tiene diez y ocho alegres años y mete la cuchara donde no la llaman. Antes de recibir el bofetón de la madre hace una mueca y huye, guiñándole un ojo a Jerónimo. La madre no soporta los chismes de la servidumbre. Y menos cuando se trata de su niña.
—Ojalá el primo de Londres se quede un tiempo largo y que no sea aburrido. — La costurera habla por experiencia. Al marido se le plantó el viejazo y lo convirtió en un intolerante rezongón, mal hablado y peor pensado. Tiene sentencias de filosofía casera destructivas. Nada le gusta ni le viene bien.
—Mejor que cada uno se ocupe de lo suyo. — Juana… sube a revisar que el cuarto de huéspedes esté en condiciones. Coloca toallas grandes y chicas…En la mesa de luz, la Biblia con las tapas de cuero que dejé en el pasillo. Acá, si el gato no los vigila, ustedes bailan mejor que los ratones. Mucha charla. Mucha cáscara y pocas nueces…! A mover las tabas, he dicho!



.
Jerónimo tose, volviendo a su revista. Los demás respetan a la mulata. Puede explotar como un cohete. Puestos en su lugar, despejan el cuarto movilizándose hacia sus quehaceres sin chistar.
El primo de Londres se llama George. Su madre es hermana de la señora Rolón. Se casó con un inglés próspero que pasó por la capital y se prendó en un segundo de la belleza y educación de esa niña. De buena cuna y para su sorpresa, hablaba un inglés casi perfecto. George es el hijo menor. El viaje es un regalo de cumpleaños bien merecido ya que terminó los estudios secundarios como alumno brillante. El muchacho es toda una promesa. Que pula el español, que asista a buenos teatros, que se codee con gente de clase, que conozca sus raíces, motivan esta visita.
Los Rolón esperan un rubiecito atiesado algo desabrido como el padre. El que baja por las escaleras del barco es moreno, muy alto, con hombros fuertes y sonrisa brillante. Los abraza sin ninguna timidez y sin tropezar mucho con las palabras, cuenta del viaje, de lo que le dieron de comer, de la gente que conoció...sin quitar los ojos de su prima.
A Rosarito ya no es necesario despertarla en las mañanas. Se levanta sola, canturreando. Se lava el hermoso cabello sin necesidad de sermones y a hurtadillas, se perfuma detrás de las orejas y coloca otro toquecito francés justo donde empieza el escote y nace la esbeltez del cuello.
La pianola del salón suena con valsecitos criollos y mazurcas de allende los mares, mientras los primos miran fotografías en sepia de parientes muertos. Si nadie los vigila la mirada de él es para ella. La de ella, toda entera se detiene a conciencia en la sólida musculatura de los brazos mientras delinea sin tocarlo la curva insinuante de la boca.


El novio y el padre andan por los campos, afiliando gente para las elecciones. La madre, encantada con la visita del sobrino, arma comidas y reuniones para presentarlo en sociedad. Los primos salen en coche a recorrer el centro. Los parques, las estaciones de tren que levantaron los ingleses, los templos. Ambos con la saludable intención de callar la revolución interior. Una especie de alarido en la sangre que les arrebata la quietud del sueño adolescente. Encadenados a fuerzas que se desarrollan en el interior de sus corazones con tanta vehemencia, que no atinan a tocarse o a huir.
Manuela está en alerta rojo. Empieza a tener miedo. Ella que no se asusta con nada, tiene miedo. Si entra de repente al cuarto de su niña, la suele encontrar llorando, con la mano en el pecho. Lo de la mano en el pecho la aflige tanto o más que el llanto. Recuerda que de pequeña Rosarito sufría unas terribles convulsiones. Quedaba un rato como muerta, hasta que recuperaba al fin el sentido y le volvían los colores a la cara. El médico de la familia decía que era un mal pasajero. Que se iría con el crecimiento. En cuanto regrese el padre aunque se le parta el alma, tendrá que hablar de los cambios de carácter de su hermosa niña. Y de lo conveniente que sería devolver al joven George de regreso a su tierra.
La familia se prepara para los festejos de las fiestas patrias. Van a concurrir a la Ópera, donde un conjunto italiano muy famoso interpretará La Traviata. Es una noche fría. Las pieles y los guantes largos completan los atuendos de las damas. Los caballeros que las escoltan son el Doctor Rolón, el novio embalsamado de negro y el primo. Beben una copita de jerez y comen un pastelito esperando que termine de acicalarse la niña Rosarito.
—Iré a ver porqué tarda tanto. — La señora Rolón recoge la media cola



del traje de noche y sube. Abre la puerta sin golpear. Rosarito está en enagua. Debajo de la ropa delgada se insinúa un vientrecito abultado. Disimulado cuando está vestida. La ropa de moda es larga y amplia.
La madre se lleva las manos a la boca y ahoga un grito. No alcanza a decir nada. Al enfrentar esa mirada de terror, la joven cae al suelo. Pálida como una muerta. Y muerta está según confirma el médico que la atiende desde que nació, llamado de urgencia.
Ante el asombro— y las murmuraciones —– de una sociedad prejuiciosa y mentirosa colocan a la niña dentro de un precioso cajón forrado en raso y la depositan sin velatorio, en silencio, en el panteón donde se conserva el polvo de los antepasados.
Cuando a Manuela se le agotan las lágrimas varios días más tarde, agacha su tristeza sobre las flores preferidas de su niña del jardín de la casa. Arma el ramo llorando. Abre la puerta del panteón de familia con su llave. El ataúd con los restos de Rosarito permanece mudo en el centro de esa lobreguez que huele a flores que se pudren. Las flores que quedaron sobre el cajón están marchitas. Lloran a su manera. Pero el cajón que es pesado, está fuera del centro, como si lo hubieran removido de lugar.
Manuela entra a los alaridos al caserón donde la congoja lacera corazones. Se abre el cajón delante de la justicia, atenta ante el fenómeno. La joven no yace como la colocaron. Las dos manos ocultan los arañazos de la piel. Pedazos del raso de los laterales están rasgados. La palabra catalepsia desacredita al médico y la virulenta maledicencia se desparrama como lava buscando su nivel más bajo.
Manuela arma su baúl para volverse al campo. No da explicaciones, ni rezonga. Parece más oscura de piel. Más arrugada. Lo que nadie se atreve a mencionar mientras está presente, es la palabra Londres.
Carmen Rosa Barrere.