27.3.10



ALEJANDRINA CORAZON.

Esta es mi historia con Alejandrina López, a la que siempre llamé Alejandrina Corazón. Si la recuerdo livianamente, soslayando su interior, cometo el delito de ignorar el enorme significado que su presencia significó en mi vida. Y ella jamás será una señora del montón, a pesar de sus tacones bajos, su mirada quieta y los rollitos rodeando su cintura, que la avergonzaban. El cabello encanecido prematuramente, recogido dentro de la severidad de un rodete armado sin usar el espejo, de memoria y que a pesar de ello, consigue ennoblecer sus rasgos. Entró como servidora a la casa de mis padres justo el año en que mi madre, reconocida abogada, parió dos robustos varones gritones y exigentes, tarea para la que mi progenitora no estaba preparada. Cuando mis padres se casaron, hicieron un acuerdo satisfactorio para ambos: No buscarían herederos. Por lo tanto, el embarazo fue una sorpresa no deseada. Nos amamantó durante un mes, época en la que se le fue la leche y nosotros pasamos a ser cuidados, acariciados y malcriados por una madre supletoria jovencita, de risa fácil y mirada inteligente. La que nos trajo al mundo por un error de cálculo, había sido ascendida a juez. El exceso de problemas del oficio, irrecusables eventos sociales…y su incapacidad para contactarse y aceptar una vida puramente doméstica, dedicada en exclusividad a nosotros, la superaba. No estábamos en sus planes así que el evento fue además de sorpresivo, pavoroso. Como hija única, creció engreída y solitaria, en un caserón sin risas y escasos amigos con quienes compartir. Su naturaleza la convencía de que los niños solamente precisan buena comida, colegios severos, modales adecuados y vacunas vigiladas con rigor por nuestro padre médico. Lo demás, lo podía cubrir alguien eficiente, bien recomendada y sin antecedentes vergonzosos.
A los seis años, una noche soñé que volaba como un pájaro. Me levanté de la cama con sigilo, saqué el paraguas negro de papá, me trepé al techo de la cocina, lo abrí y me largué con un grito de victoria. Caí sobre el pasto que cuidaba Román el jardinero. Que estaba crecido porque había llovido y para gloria de mi instante de pájaro, el techo aquél no era muy alto. Alejandrina quitó mis mocos sin enojo y lavó mis rodillas magulladas con agua oxigenada. Al rato, como seguía el dolor, me hizo su brujería pasando la mano abierta sobre la lastimadura canturreando:”Sana, sana, culito de rana. Si no sana hoy, sana mañana”.
Cuando empecé a perder los dientes, se convirtió en fantástico Ratoncito Pérez. Tanteando debajo de la almohada, todavía adormilado, me esperaban la tradicional monedita y un dulce de los que me gustaban. Todo esto por partida doble, porque mi hermano recibía idénticas atenciones. Era más avispado que yo, así que en toda ocasión de ser sometidos a juicio por Alejandrina, ponía cara de yo no fui cuando el inventor de todas las cagadas era siempre él.
Mi guía casera corrigió los horrores ortográficos de la primera esquela de amor que me atreví a escribir en una notita cursi y sobrada de adjetivos, con una letra que subía y bajaba del renglón según se calentaba mi bragueta. Cursaba quinto grado, usaba separadores de dientes, anteojos con armazón de carey y enrojecía o tartamudeaba fácilmente. Muchos creían que era lento. Me comparaban indefectiblemente con mi hermano Pedro. Que era alto, deportista, atrevido y bailaba bien desde El Pericón de los actos escolares hasta el zarandeo sensual de una salsa. Para mis adentros, corroído de envidia, yo lo mal llamaba “el pluscuamperfecto”.
Recuerdo claramente esos años, saliendo de la adolescencia. Tal vez porque en esa época me di cabal cuenta que mi madre distante lo prefería, presintiendo que ese hijo sería el gran portador de satisfacciones. Pedro y yo éramos compañeros de curso. Aula donde reinaba como princesa azul mi dulce Maite. Yo me arrastraba en un eterno malestar: Que Maite, protagonista de mis sueños, productora de orgasmos solitarios y dibujos de su hermoso traserito en posturas pecaminosas, dejara de mirarme a mí para depositar su levísimo interés en el musculoso, exasperante Pedro.

La Alejandrina que mientras éramos criaturas cumplía su rol sin perdernos pisada, revisando los cuadernos de notificación, arrastrándonos al dentista sin aceptar fiebres repentinas o falsos dolores de cabeza; la que, si cedíamos el paso a las personas mayores en la vereda, o no soltábamos escupitajos cuando nos llevaba de la mano, nos premiaba con dulces que sacaba del fondo de su gran bolsillo al que llamábamos “el bolsillo de la maga”; la que cocinaba estupendo y entendía todos los chistes, hasta los más rebuscados que armábamos para hacerla reír, envejecía mirándonos crecer. Con ella compartimos fiebres, o miedos tumultuosos de los que asaltan a los niños en la oscuridad. Nos arrebujaba entre las cobijas y nos tarareaba canciones inventadas. “Cántanos la de la otra vez”, le rogábamos con Pedro. Ella sonreía. “La de la otra vez no me acuerdo. Pero escuchen bien. Esta es de las nuevas y tan, pero tan buena, que pone a bailar mi rodilla con artritis”.

Hoy peleo con mi enfermedad. Mis fuerzas disminuyen cada día. Me reprimo para no llamarla cuando la veo dormitar en el sillón de mimbre que tiene a los pies de mi cama, pero ella está alerta. Acude sin oír mi voz. Humedece mi frente, acomoda mi pelo y se inclina para hacerme la caricia esquimal: friega levemente su nariz contra la mía, sonriendo. Nunca supe si esa era en verdad una caricia conocida por habitantes polares, pero conseguía calmar mi angustia del momento, adivinada por ella. No se quien fabuló sobre las leyes de la sangre. Cuando mi salud se deterioró por motivos escandalosos, los de mi casa metieron la cabeza dentro del pozo del olvido. No soportaban bochornos y ninguno pensaba exponerse por un zángano que apenas recibido de arquitecto, eligió vivir en el campo, diseñando casas para pobretones, dejando de lado la clientela con plata. Un ser extraño al que era sencillo ignorar. Me borraron. Si alguien preguntaba por mí hacían un gesto con la mano. Significaba lejos.”No sabemos nada hace tiempo…Ustedes lo conocen, siempre fue egoísta y solitario…Hizo lo que quiso…Se compró esa chacra y por ahí deambula”…

No debo contar esta historia mintiendo. Porque ya he ocultado tanto, que el mero desvío de mi pensamiento hacia sucesos o hechos inventados reduce mi energía hasta agotarme. Siento que el lápiz se afloja dentro de mis dedos. Si quería que alguien rescatara el ideal de la generosidad y la entrega de personas humildes, debí empezar a escribir este relato hace un año, antes que me hicieran el último análisis de sangre. Cabeceando indeciso, el médico me miró con lástima: — Por las dudas mandé los análisis a dos clínicas diferentes…Te contagiaste el sida, muchacho…No pusiste cuidado en tu relación con Noelia…

En la calle tomé una enorme dosis de oxígeno y empecé a caminar hacia el auto como un autómata, sin detenerme en nada; asustado en el fondo, pero consciente que ese diagnóstico llegaría más tarde o más temprano. Mi vida a futuro estaba echada, no tenía posibilidades de salvación y tampoco pensaba presentar batalla. Gozar de un amor que fue físico y espiritual con una simultaneidad fluida, había llenado mi copa.
Era el instante de dejarme ir, recreando dentro de mi mente la figura de mi amada en el cruce del camino donde se que me espera con la flor azul que solía colocar detrás de su pequeña oreja. El día que reencontré a Noelia me arrojé al abismo de un amor de alto voltaje pero insustituible. Mi tiempo saludable será corto, según el parte médico. Y yo, que siento el hálito de la maligna pisándome los talones, partiré conservando en todo el cuerpo el roce inolvidable de la otra piel, dueña del retozo, floreciendo debajo de mi mano. Me acompañará el fabuloso contorno de su cadera inaugural de un sexo a gritos, desprolijo y caliente y trasladaré a la eternidad su mirada especial, ésa que todos los hombres buscamos en los ojos de la mujer amada.
Llevado por su mano levanté telones de mundos donde cohabitan sueños, imágenes, delirios y locuras entrelazadas, como las mujeres pintadas por Gustav Klimt dentro de una cama. Envueltas en sus sábanas de flores y de pájaros, lésbicas y dichosas. Lecciones fugaces en diminutas fracciones de un tiempo escaso, tremendamente ansiosos ante lo perentorio del correr del reloj. Sí, voy camino al desapego final de mi pobre alma con la realidad. Cargamento de huesos corroídos, músculos sin vigor y sangre infectada. La observación de un paisano de mi campo sería: ! Pero amigo, quien le quita lo bailado! Simpleza filosófica que traigo a mi mente cuando me introduzco dentro del automóvil. El plástico del respaldo donde ella reclinaba el cuerpo huele a la colonia cítrica que usaba. Por el rabo del ojo capturo el aleteo de sus faldas y yo, que nunca creí en el más allá, la escucho en su larga, cantarina carcajada — la que usaba para levantarme el ánimo — en alguno de mis días tristones. Porque ningún niño puede crecer como un adulto feliz si alguna vez sintió que la vida lo depositó por azar dentro de un regazo árido para infantes.

Sin ella pero con su espíritu conduzco hasta nuestra casita del bosque. El papel del sanatorio me condena. Las letras aterradoras son negras, como será también negro mi futuro. Debo seguir siendo sincero. Cuando la encontré me introduje pleno de razón a este final. Nadie me empujó y jamás estuve loco. Aunque muchas voces se elevan a diario proclamando la conveniencia de contratos prematrimoniales, de artículos firmados que legalizan a quien pertenece la porcelana y cómo repartirán el tiempo con los hijos, el solo hecho de aplastar la ilusión y la entrega, es asesinar al amor de antemano.
Siento que soy otro. Y el paisaje frene a mí es diferente también. Árido y resueltamente hostil. Muerto por dentro y resucitado en una galaxia con personajes tatuados macabramente por Bradbury. Donde los Hombres Ilustrados me rehúyen, tomando distancia como se hacía con los leprosos bíblicos.

Nacimos en provincia, de padres con títulos universitarios y corazón alevosamente práctico. Más interesados en que nos graduáramos que en observar nuestras inclinaciones naturales. Mi hermano Pedro se parece mucho física y mentalmente a nuestra madre. Le encanta figurar, conducir un auto caro y perseguir la pelotita de golf en el club. Conoce los mejores tragos y le cae bien a todo el mundo. Determina que su carrera es la abogacía. Para qué insistir: tengo pocos amigos, soy retraído y mi gran deporte es perder en el tablero de ajedrez. Mi rival es un amigo. Fuimos juntos al jardín de infantes, nos enamoramos siempre de las mismas chicas. Ahora está casado, con dos pibes. Desde mi aislamiento casi no lo veo. Pero estoy más que seguro que me entiende. Presiento que me observa. Sabe que cambié, sabe lo que siento y me absuelve.

Abandoné la bolsa al final del trabajo de parto. Debe ser por eso, porque di mas faena, o porque mi madre podía soportar un hijo, pero nunca dos, chillando al mismo tiempo. Tal vez, en ese preciso instante, la intuición — atributo femenino — la hizo verme diferente. Algo me delató. Ella supo, sin caber la duda, que yo sería el rompecabezas de su vida. Su vidita ordenada y sin sobresaltos. Socialmente, la señora que recibe amablemente a las visitas. La que tiene mejor casa, decorada por un “raro”, perdonado y aceptado porque nadie lo iguala en el buen gusto. (Con el agregado de no ser parte de nuestra familia). En el círculo de esa fingida aristocracia, mantener dos hijos, lograr que ambos nos tituláramos en la universidad y conseguir que Pedro escogiera por esposa a una flaca con pasado anoréxico y mandíbula de guardia cárcel, única heredera de un señor pudiente, que frecuenta el mismo club, la distrajo. No es que mi madre sea una mala persona. Al contrario. Es una activista de las sociedades de beneficencia, es coqueta y solamente lee los sociales del mejor matutino del pueblo. No es chismosa, pero obliga al buenazo de mi padre a asistir cada martes a la reunión de uno de esos clubes — con estatutos copiados de países con mentalidad diferente — donde son bienvenidos los que tienen plata o los pobres gatos que se matan por aparentar.
Mi padre agacha la cabeza, la mira con paciencia y parte a aburrirse y dormitar con lo único rescatable de la reunión de próceres pueblerinos: el buen tintillo del que no se priva.
Fue al comienzo de la facultad — Maite ya estaba a punto de casarse, perdida para siempre — cuando enarbolé todas las banderas por Noelia. Mi sangre, mis huesos, mis pensamientos, giraban como una calesita alrededor de su silueta, del mohín de su cara, de su risa, descarada y espontánea. De su cabello de un rubio ceniza que olía a magnolia. De su cintura, que era tan pero tan angosta, que apenas podía contener sus pequeñas, deliciosas nalgas y las piernas mejor esculpidas que ningún artista imaginara.
Empecé a caminar como un zombi, muerto de amor, de calentura juvenil por esta veleidosa. Que hoy me miraba y yo nacía. Que mañana coqueteaba con otro y yo agonizaba. No puedo decir que se sentaba en el banco del aula porque en ella no existía lo vulgar. Se asentaba. Como se asienta una mariposa sobre el tallo de una flor. Y simulando prestar atención a la explicación del docente a cargo, cruzaba sus pilares torneados, dejando ver más allá de lo permitido en esa institución. Dibujaba corazoncitos en un cuadernillo rojo y revoloteaba — ya lo dije — como una mariposa, sobre sus súbditos varones boquiabiertos. Toda la clase de machitos, embalados por conseguir una mínima atención de la diva. Fue mi primer año universitario y mi primer fracaso. Por supuesto, me quedé sin veraneo. Tenía que ponerle pila a las materias y salvar los restos de mi dignidad.
Cuando aparecí por las aulas, el que jugaba al ajedrez conmigo desde el secundario, tan deschavetado por ella como yo, me esperó para darme la noticia.
— Estoy de duelo, compañero. — Dijo tomándome del brazo.
— ¿De duelo? — Yo estaba distraído, buscando a Noelia entre el grupo de chicas, algo alejadas de nosotros.
Mi amigo me observó con cuidado antes de seguir: — ¿Pero... no te enteraste?
En ese instante me di cuenta que las chicas miraban hacia nosotros, cuchicheaban y entraban al aula agitando la mano, sin hablarnos. Un frío de muerte me paralizó.
— ¿Le pasó algo a Noelia?— Grité sacudiendo a mi amigo.
— No sé si lo que le pasó es bueno o malo...Noelia se escapó de la casa apenas terminaron las clases. Estabas en el campo, estudiando. Tu mamá no quiso que te avisáramos...Apareció un productor de cine...Un tipo que tiene que ver con la televisión...Le hicieron una entrevista, o un casting, algo así. Le tomaron fotos. En la casa, nadie estaba enterado...La historia es que huyó y nadie sabe donde está. — Mi amigo termina el chisme susurrando.
No pude presentarme a rendir. Volví a casa. Entré por la puerta de servicio y fueron los brazos de Alejandrina los que me recibieron. Me preparó un té de tilo, me obligó a meter mi cuerpo hecho hilachas bajo la ducha fría. Canturreando, como cuando era chico, me sumergió entre las sábanas, levantó la cabeza y entró a la sala a conversar con mi madre. No conozco sus argumentos. Lo que sí pondero es su coraje: una simple criada, pegándole un tirón de orejas a mi progenitora.

Pasó el tiempo en la ciudad donde estudiábamos. Un fin de año regresamos a casa. Cada uno con su título. Mamá organizó una gran fiesta. Una presentación en sociedad de dos buenos partidos. Muchachos de bien, con tres idiomas y el rótulo de “educados”. Sin olvidar: Y algo de fortuna. Pobre madre querida. Los hijos nacen. No se hacen a gusto de los padres.

Pedro se casó enseguida con la elegida por mamá. A los dos meses mantenía una amante gordezuela y divertida — elegida por él — con la que años más tarde tuvo mellizas mujeres. Yo me compré un campito y abrí mi estudio de arquitecto. Me deleito garabateando planos que me vinculen con el Gaudí que conocí primero en la universidad y luego en mí larga, detenida visita a Barcelona. Ese genio pertenece al cuaderno de mis héroes, como el cuadernito rojo donde Noelia jugueteaba con sus corazones. Hago milagros con presupuestos reducidos. Levanto departamentitos que me vuelven ciego repensando agujeritos por donde debe entrar el sol.
Todo normal. Hasta la noche que tropiezo en un boliche de onda con Noelia. Bebe tranquila y fuma como una veterana. La acompañan dos hombres mayores, que la miran embobados. El misterioso aire sensual es el mismo de la juventud. Una magia adherida a sus entrañas. Como ignora el impacto que produce, nada sumergida en aguas exclusivas, lejana, magnificando el encanto. Esta mujer me estupidiza, me pone de rodillas aunque no me mire. Tardo en recobrar estabilidad.
Me aproximo a saludarla. Es Noelia y no lo es. Sonríe. Pero no con los ojos, con toda la cara, como antes. La mueca está. Los ojos azules también. No puedo explicar bien el momento. En el fondo del alma una alarma me silba que voy hacia la oscuridad. Con la marca de perdedor que mi madre detectó en el momento de parirme. Nos alejamos de los dos vejestorios y nos atropellamos en un entrecruzado palabrerío lleno de ¿Te acordás? Y silencios plagados de nostalgia.
La llevo a vivir conmigo. Cada vez que intenta explicar su pasado le cierro la boca con un beso. No quiero que ninguna araña, ni su tela, enreden un presente que estoy enterado, será efímero y colmado a la vez.
—Tengo sida. — Me anunció la noche que la rescaté del bar.
—Tomaré las precauciones necesarias.— Afirmo mientras la desvisto con los nervios a punto de entrar en corto circuito. Palpo la seda de su piel. La cubro de besos, de saliva, de ternura.
— Si estás conmigo sabré cuidarte para que dures muchos, pero muchos años. Prometo, mirándola hondamente a los ojos. Ella está recostada. Desnuda. Perfecta. Esperando mi arribo.
Alejandrina se muda a nuestra casa. Ningún miembro de la familia de Noelia, ni mi hermano, ni mis padres nos visitan. Ya no ejerzo. Ella cose apaciblemente bajo un matorral de glicinas y yo garabateo planos que jamás se convertirán en el hogar de nadie.
Gracias a Dios, siempre fui cuidadoso con el dinero. Alcanzará hasta el final de los dos. El día se esfuma cuando parte Noelia. Mi dolor es tan intenso que me robotizo, me endurezco como un muñeco metálico sin comando. Alejandrina me consuela un tiempo y enseguida toma las riendas con la eficiencia inteligente de siempre. La envolvemos en la sábana de hilo que bordó especialmente y depositamos lo que queda de ella a la sombra de un árbol de Jacarandá. El Jacarandá, emocionado desprende sus flores violetas sobre la tierra que la tapa esparciendo color, imitando al pintor de mujeres austríacas.

Alejandrina ronda mi cama. Atenta por si tengo temblores. Intentando que beba un caldito de pollo. Cuando se inclina sobre mí, escucho su corazón. Un tambor dolorido donde rebullen el amor y el desinterés. Gracias Alejandrina Señora Corazón.
Cierro los ojos. Me dejo llevar por los recuerdos buenos. La época moza. El famoso primer año cuando el aire me faltaba si Noelia miraba para otro lado.
Los ataques de tos me extenúan. Alejandrina ya no se aparta de mí. Sostiene mi mano como ambiciona sostener mi vida.
— Alejandrina...tus manos son hermosas y tibias. — Tartajeo.
Ella se echa a llorar. Gordas son las gotas de su llanto. Contesta inventando despreocupación: —Sabe una cosa, niño...Este es el primer piropo que recibo...y el mejor.
CARMEN ROSA BARRERE.

2 comentarios:

  1. Sin palabras.. quien sabe cuantas historias como estas terminan todos los dias. Nosotros sin perder la vanidad que nos caracteriza, no tenemos consciencia de que cualquiera de nosotros podria terminar asi.

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  2. Hola Carmen, tu cuento me hizo llorar, llorar, llorar.Paso por algo parecido. Entiendo todo lo que cuentas. beso de Jorgelina.

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