6.8.11

EL OJO DE LA AGUJA



En general los inventores que cohabitan dentro de sociedades que se atemorizan ante la aparición del diferente, suelen ser tildados de locos lindos. Peor y sin el adjetivo, de locos lisa y llanamente. Esta es la historia de un francés de profesión sastre. Se llamaba Barthelemy Thimonnier y nació en cuna de pobres, pobre siguió cuando creció, se casó y tuvo sus hijos. Escaso era de dinero pero no de ideales. Harto de dar puntada tras puntada en los aparatosos trajes de época que debía confeccionar — rodando iba el año 1824 —, tuvo un súbito alumbramiento. Un chispazo dentro de su cerebro derecho lo instó a reunir a su familia. Les explicó su cansancio artesanal y su agobio por la mala luz, los percances con la guja trabada en el recamado de telas y lo magro del dinero recibido a cambio del descomunal desgaste.


— Tengo dando vueltas dentro de mi cabeza la idea de construir una máquina que haga puntadas iguales a las mías. — Habló como un jefe de hogar seguro de si mismo. Con carácter y énfasis apropiados para la ocasión.


La esposa estrujó su delantal de cocina y apuntaló la idea. Uno de los hijos menores se llevó un dedo a la sien a escondidas y los mayores se ofrecieron a colaborar con las deudas, la comida y la ropa.


— Nadie debe molestarme. Tomaré la pieza pequeña…la mesa de madera vieja… ! Ya verán hijos, ya verán! ¡Dejaremos la pobreza atrás!


Recién en el año 1830 Barthelemy pudo exhibir su máquina. El aparato tenía una rueda volante que accionada a mano ponía en movimiento una aguja que atravesaba la tela. Los ganchillos inferiores arrastraban al hilo formando una cadeneta que juntaba ambas telas. Como todo hombre que sueña, sus tropiezos recién comenzaban. Tocó muchos timbres y gastó saliva ofreciendo su invento. Que fue rechazado por los ricos y temido por los sastres, que veían en el aparato un severo competidor, que los dejaría sin trabajo. Empobrecido y famélico no tuvo dinero para presentarse a la Exposición de Londres en el año 1851. Crecieron los hijos y mejoró la economía hogareña. Impulsado por su familia se presentó en París en 1855. Le adjudicaron un segundo premio…El aparato de sus desvelos unía las telas…que se separaban dándoles un pequeño tirón. Una decepción que aceleró su despedida de un mundo al que pretendió humanizar aliviando la tarea de hombres y mujeres que terminaban ciegos y enfermos confeccionando ropa.


El sastrecillo nació y murió con la consigna de la falta de dinero. Pero cuando partió lo hizo millonario de ideas, luciendo una sonrisa que embellecía su piel ajada. Si creemos que la energía nos puede ser trasmitida porque los seres vivos participamos del mismo holograma lo evidencia el señor Elías Howe. Nacido en los Estados Unidos de Norteamérica, en un instante de ensoñación alguien le sopla la consigna salvadora dentro del oído: “Esa máquina precisa un ojo al final de la aguja. También una lanzadera con otro hilo que desde abajo una ambas costuras”.


El visionario señor Howe era adinerado. Montó una gran fábrica de la que salieron miles de máquinas que invadieron los mercados del mundo. Los sufridos artesanos que morían cegatones por la exigencia de las modas cortesanas o de plebeyos ricos, fueron arrasados por la velocidad precisa del artefacto que estaba al alcance de la gente pudiente. Su precio era tan alto como bueno su oficio.


Siempre que un problema aparece, alguien lo soluciona. Si eran tan caras ¿había una forma de hacerlas accesibles al bolsillo del que cuenta centavos? Salta la idea innovadora: financiarla en cuotas avaladas por Isaac Singer. Se vivía la era del maquinismo que avanzaba en esa segunda mitad del siglo XIX, azorando a los ignorantes y agregando magia y cuentas bancarias abultadas a los participantes de tamaño festín. Electricidad, fotografía, celuloide de cine, motores con chimeneas altas que inauguraron junto con los combustibles los primeros agujeros negros en una atmósfera que era límpida y sin manoseos.


Para contrarrestar estos y otros azotes, hoy en día señoras caseritas cosen su ropa y la de la familia con maquinitas pequeñas que caben en un rinconcito del ropero. Algunas artesanas ganan con ella el sustento diario. Barthelemy sonríe beatíficamente desde algún lugar celeste tomado de la mano de Howe y de Singer. El trío viste idénticas y sencillas túnicas, todas carentes de bolsillos.


CARMEN ROSA BARRERE