10.11.10

GIRA LA VELETA.

GIRA LA VELETA.



CONFITERÍA LAS SIBILAS.

— Elegiste un lugar muy expuesto, Germana…Demasiado cerca de casa. Luisita
Habla en voz baja. Termina de armar el barquito de papel confeccionado con la servilleta con manos temblorosas y húmedas, para concluir la tarea naufragando al botecito dentro de las palmas. Este encuentro en público con Germana es un riesgo. Menos mal que como es de siesta hay poca gente porque hace calor.
— Llamo y no atendés…Te sugiero el Botánico y argumentás que te molestan los gatos... ¿No será que no te animás a hablar y la que te molesta soy yo?— Germana reacciona ásperamente, sin apartar los ojos de Luisita, que los elude mirando para otro lado. Una está fuera de si, desbocada y francamente furiosa. La otra permanece encogida dentro de su caparazón deseando que la reunión acabe sin escándalo.

. El mozo tiene oído de murciélago. Se planta frente a la mesa con los dos helados. Se demora un poquito. Le encantan los líos de mujeres “raras”. Y estas dos si no lo son, le pegan en el poste. ¿No será que los padres de la hombruna esperaban un Germán? Vaya uno a saber. ¡Hay cada historia! Se rasca la cabeza buscando una respuesta y se aparta sin apuro de la pareja olfateando el aire como sabueso que busca un hueso.
La rubiecita es menuda y muy joven. Perpetúa la atención en las ramitas artificiales del florero, como si el vidrio barato del recipiente y sus adornos fueran lo más importante en la tormentosa entrevista. Al rato apoya ambos codos sobre la mesa, buscando protección. Algo saladito baja de su lagrimal y moja el mantel azul que cubre la tabla. Suelta un hipo, que se añade al goteo de la bien conformada nariz de la muchacha. Automáticamente, toma otras tres servilletas que pasa sobre sus mejillas. Arma una pelotita y la esconde en la cartera. Mira sin ver a la gente que pasa, paladea una cucharadita de helado. Callada, hace tiempo en el intento de sosegar la estampida de Germana. Repasa el discurso que inventó cuando abrió los ojos a las seis de la mañana, después de una mala noche. Con los nervios de punta, sabe que si no se recompone, pierde. No es lo mismo pensar que enfrentar un terremoto. Aturdida, cae en la cuenta que no se acuerda de nada. Está en blanco, desnuda frente a una Germana agresiva, en pié de guerra, con los ojos en un vivo incendio.
La pelirroja vuelve al ataque.
— ¿Qué pasa? ¿Se avivaron en tu casa?... ¿Te falta plata?.. ¿Qué puede ser tan grave que no puedas decírmelo justamente a mí?— Germana sacude la melena de cabellos gruesos, se humedece los labios y espera tamborileando sobre la mesita. Tiene manos fuertes, casi masculinas, que se suavizan cuando avanzan dentro del puño de la camisa de Luisita que se somete sin protestas. A Germana el contacto la electriza. Cada pedazo de esa piel la remonta a otros instantes, cuando el deseo era mutuo, el sentimiento y el gozo se festejaban en plural y ella soñaba con eternizarlo. Ansía cubrir uno a uno los espacios de esa infiel, saborear hondonadas y llenarla de besos. Detener las yemas para acariciar el añorado espacio soplando calor sobre la llama que la realidad le grita que se extingue. Para colmar el devaneo mental, se da cuenta que son observadas por el mozo. Se hace el que lee. Pero las espía por encima de la hoja. ¡Qué tipo de mierda! No le va a dejar ni cinco de propina.

— Pasa lo que tenía que pasar...— Luisita tose, respira profundo y cobra bríos. — Cuando empezamos este juego yo era muy chica... ¿Tenía diez y siete, no?...Estaba vulnerable, perdida, con tantos líos en mi casa. Tío Ricardo dijo que eras buena profesional…
— ¿Y?...
— Bueno, me acuerdo que el día que fui a tu consultorio llovía… Cuando abriste la puerta, yo parecía un gato mojado maullando disculpas. Corriste al baño…Buscaste un toalla y me hiciste un té. Te convertiste en mi confidente, en mi guía.
— ¿Te creés a salvo, o encontraste otro salvavidas? ¿Sabés que no te entiendo?— Germana eleva el tono, que escapa transformado en aullido.
— Soy floja. Menos inteligente que vos…Pero dejáme seguir...Andaba indecisa con la carrera, ofuscada con idioteces. Te plantaste con firmeza y a través de tu conocimiento, aprendí a tolerar, a mirar la vida de otro modo. Pasados los meses, te sinceraste como amiga. Estabas harta de tu marido…Querías separarte porque la relación con él no resultó lo que soñabas. “Él funciona en otra onda”, dijiste en medio de una gran sonrisa. Sin mala intención, creo, empezamos a depender de esas entrevistas. Vos con lo tuyo, yo con lo mío, que eran mis ganas de escaparme a una isla desierta, lejos de gritos y peleas…Nos consolamos como pudimos ¿No?…— Concluye Luisita mansamente, para bajar los decibeles del encontronazo.
Germana, dura como un palo, retira la mano helada que buscaba contacto. Esto no está pasando. Es una pesadilla. Una mentira creada por sus miedos.
— Ahora…— Luisita enfrenta la angustia de Germana, aumentado el coraje. — Lo que no me animaba a decirte tiene nombre… Se llama Ernesto. Lo encontré en la biblioteca cuando preparaba la tesis. Es todo un hombre. Se hizo desde abajo, solo. Es médico… Quiere tener hijos, igual que yo... Nos enamoramos...El amor no tiene patrones fijos...No es eterno…Era tu estribillo para separarte… ¿Verdad?.. Hoy está, mañana se evapora…
— Me parece que este “amor”, como lo llamás te volvió un poco cínica. —A Germana le arde la cara. Con la rabieta estruja la copa como si fuera el pescuezo del desconocido Ernesto. Ya no habla. Ladra y gesticula moviendo las manos y revolviendo el aire. El mozo sigue escondido tras su pedazo de papel. Nadie como un mozo de boliche para hacerse el boludo en el momento justo.
— Y lo que más importa, — Sigue la rubia. — Me siento diferente con él…Más segura. Ser parte de su proyecto de vida, de sus sueños. — Luisita carraspea — Lo nuestro fue bueno para ese tiempo, ambas sumidas en la depresión...A mí me costó salir pero vos tenés más herramientas que yo… Te pido perdón por este metejón…Por este cambio ingrato de mi parte…Pero no quiero ni debo seguir mintiendo. Definitivamente, me gustan los hombres. Y si te fuera posible perdonar podemos seguir siendo amigas…
Luisita empuja la silla para levantarse. Germana corre detrás. El mozo la detiene.
— No. No señorita...!Acá primero se paga y después se corre!
Germana lo mira con odio. Le tiende un billete. El mozo mira con pereza el interior de su billetera.
— Espere. — No tengo cambio.
— Quédese con el vuelto y váyase al carajo.
Sale tropezando medio ciega. La calle está vacía. Ni rastros de Luisita. Germana se arrima a la pared. Debajo de la blusa, el corazón grita por escapar del pecho, asfixiado. Despacio, la mujer se desliza hecha un nudo sobre las baldosas oscuras de la vereda. Un perro callejero la olfatea. Nada para comer. El animal abandona el lugar desalentado, buscando el árbol donde algún congénere, además del orín, pudo olvidar un hueso. Pasa una mujer joven con un niño a rastras, que expone al viento un palito con una hélice de plástico que se mueve, rotando. Otros apurados, la miran de reojo. Nadie se detiene a preguntar si necesita ayuda. En la gran ciudad los sanos están hartos de borrachos o adictos que se hacen los muertos para dar lástima y asaltarlos apenas se descuidan.

Al rato, el mozo asoma el corpachón a la vereda. Seca con un pañuelo el sudor acumulado en la nuca y divisa a la hombruna tirada sobre la vereda, con los ojos cerrados y el cuerpo despatarrado como alguien a quien ya no le importa nada. Entra corriendo y llama a la policía. En el primer momento, los uniformados creen que la mujer pelirroja falleció de un ataque al corazón. Cuando levantan el cuerpo, encuentran la jeringa. “Otra adicta para el cementerio”, filosofan poniéndola en la camilla.
Dos horas más tarde, en el hospital descubren que no se trata de una sobredosis. La mujer de la calle se inyectó aire en una vena. Eligió la muerte súbita, el olvido instantáneo de todo lo bueno pasado sabiendo que no existen ni libros ni herramientas capaces de remendar el caos de un alma que por un golpe bajo del destino, acaba de extraviar para siempre y en nombre del amor, a su otra mitad.

CARMEN ROSA BARRERE