28.7.11

HUELLAS EN EL FARO



HUELLAS EN EL FARO.



1890 fue un año agitado y memorable para los habitantes del desolado trozo de la costa marítima Argentina llamada antiguamente Cabo Santa Polonia. Hoy, Cabo San Antonio. La noticia corrió como reguero de pólvora; del estanciero al encargado, de éste a la peonada; de la pulpería a la tapera y de gaucho a gaucho. Y no era para menos tamaño alboroto: desde la Batalla del Tuyú, peleada por soldados argentinos y una tropa de guaraníes evangelizados contra los brasileros, hasta ese año, nada apasionante pudo conmoverlos hasta estos extremos. Los dichos anuncian que el gobierno encargó a Francia la construcción de un faro; que dicho aparato llegará desde París totalmente desarmado, a bordo de un barco custodiado por ingenieros y ayudantes que desembarcarán en el puerto de Buenos Aires. Y desde ese puerto y la capital, que para el gauchaje son como de leyenda, seguirán la marcha en carretas tiradas por bueyes, peleando con costas arenosas, barrizales y un clima más cambiante que carácter de mujer. Alardea el paisanaje en comadreos y chismes, en tanto que en su fondo desborda el orgullo ya que el faro y su procedencia en francés los sacarán del anonimato y les darán el lustre que no tienen. La otra cara de esta moneda es más práctica y humana: El salvataje de las barcazas de los pescadores que viven de los productos del agua y la ambicionada señalización para barcos de carga y con pasajeros que viajan al sur.



Ya han sucedido varios naufragios. Dos de ellos inolvidables por el porte de las embarcaciones. En 1883, un barco altanero que se dirigía al sur encalló y se hundió, demasiado arrimado a la costa; en el mismo año, la nave llamada “Su Alteza Real”, construida en Quebec en un astillero famoso, quedó atrapada en el arenal, a 13 kilómetros de la costa. Se hundió lentamente, permitiendo el rescate de personas y de material, conservado en el tiempo y en perfecto estado. Al principio quedaron Ea la vista el palo mayor, que fue arrancado de cuajo por un vendaval, permaneciendo como sobrevivientes pedazos del costillar del casco y su leyenda fantasmal: si la marea baja mucho, los andarines costeros divisan a lo lejos los restos esqueléticos de las cuadernas; el pescador solitario en su barcaza se despabila y rema con la vista fija hacia donde flotan los restos. Hará buena venta a su regreso. El sitio — por alguna razón que él desconoce — atrae a los mejillones, seduce a los cangrejos y congrega gran cantidad de peces con sabor salado.





Alguna mente veterana guarda el recuerdo del pontón Manuelita, mandado a instalar por el que entonces fuera Presidente argentino, Don Nicolás Avellaneda. Armado sobre un bergantín resistente y pintado luego de un desafiante rojo vivo; no obstante la solidez de sus amarres costeros y sus tres anclas poderosas, se sumergió a los siete días ya apagadas sus tres lámparas de aceite, víctima de las embestidas bravías de un mar caprichoso y por demás violento, provocador de otros naufragios y encalladuras en las inmediaciones de la barra arenosa de Bahía Blanca.



Destruida esta única señalización, el Océano Atlántico continúo sin impedimentos su agresión estrepitosa sobre costas y embarcaciones pequeñas o de gran porte. El país se poblaba velozmente y fue perentorio para el gobierno ocuparse de la provisión de un faro, esta vez a resguardo sobre tierra firme, al amparo de tempestades o estallidos de mal genio del portentoso mar.



Entonces se determinó que dicha construcción sería encargada a Francia, quedando a cargo de su diseño y fabricación tres reconocidos ingenieros y varios ayudantes. Uno de ellos es viudo reciente. Se llama André y vigila con atención a su hijo adolescente, única herencia de la que fuera su compañera de vida. Él y su hijo conforman un dúo con instintos especiales: hurguetear dentro de bibliotecas y lugares que archivan información geográfica e histórica sobre la Argentina. Alisan planisferios, persiguen corrientes de agua y datos hidrográficos, que afanosamente resumen a mano en un voluminoso cuaderno para compartir los hallazgos con los compañeros de tarea. Pierre, el hijo, hace un aporte especial sobre la biodiversidad de la fauna y de la flora de ese país remoto; pájaros migratorios, cangrejos, delfines y ballenas que junto con las leyendas, sumergen al chico dentro de un paisaje de fantasía que le provoca desvelos y sueños de aventura. Con su parloteo liviano, extrae del ensimismamiento técnico a los ingenieros, que sonríen apenas aparece, festejan sus ocurrencias y le piden que apure la oferta de café. Padre e hijo optimizan el contacto con los nuevos amigos. Ser parte de este evento les parece un regalo del cielo.



El adolescente mira de frente, es obstinado y muy hábil para escurrirse entre tableros de dibujo, escuadras y cálculos, acariciando, espiando papeles distantes de su conocimiento y próximos a su ansiedad. Consigue las mejores medialunas del barrio y recoge en silencio las colas de cigarro que los mayores, distraídos, arrojan al piso. A veces opina sin que nadie le preste atención, encajado en la obra como un predestinado a acompañarla de por vida.



Al esbozo de planos y al cálculo de materiales convenientes, se agregan las imprevisibles variantes en las corrientes marinas, los caprichos del viento y la clase de suelos. El pedido es de tal importancia que el equipo entero trabaja con denuedo, sin bajar el nivel de entusiasmo.



Alejadas de tecnicismos y más bien como sueños visionarios, danzan en las mentes del personal las imágenes milagrosas del salvataje de barcos y barcazas extraviadas en la niebla o la tormenta. Dentro de esas imágenes aparece la Bahía de San Borombón, un accidente geográfico desconocido para ellos hasta hace escaso tiempo. La fábrica se convierte en un enorme panal, donde multitud de abejas — hombres— zumban empeñosas buscando arribar exitosamente al compromiso.



La emoción del grupo crece a medida el proyecto cobra forma. El material elegido es el hierro. Si el famoso ingeniero Eiffel la utilizó para su fantástica torre, deben seguir por la misma ruta. Saben poco de esta joven nación y casi nada de sus habitantes; un día, en medio de su perpetuo escudriñar, Pierre encuentra, entre hojas amarillentas el primer intento hecho en Argentina para asistir a los navegantes: el Pontón Manuelita y su fugaz estadía en el agua. Cada hallazgo que realiza sobre el país lo colma de una maravillosa sensación: la misma que sintieron en cada tiempo de la historia los aventureros que pisaron un suelo por primera vez. El país ya es independiente. A ellos les corresponde frenar la locura del mar. Y esa fascinación la deja caer en los oídos del padre contagiado de su locura como de la viruela.



— Nuestro faro está destinado a un lugar de ensueño, queridos amigos. De ensueño por la belleza del entorno y sorprendente porque justo en ese sitio, se une el imponente Río de La Plata con el Océano Atlántico… — André arroja la chaqueta sobre una silla y con las mejillas arreboladas por el entusiasmo, sigue: — Imaginen, amigos…Por la izquierda, fluye el agua mansa y rojiza del río hacia la bahía. Avanza en el intento de meter sus partículas ferrosas en el agua salada para crecer y convertirse en parte del mar que se avista a su izquierda…Y el mar, que se revuelve molesto ante la invasión de este intruso juguetón e irrespetuoso. Ese sitio se llama Punta Rasa…Una línea imaginaria que divide ambas corrientes… Una lucha despareja porque el titán engulle dentro de sus fauces la melena rojiza del río…Sin nadie que salga en su defensa.



— Se te metió en el corazón la Argentina ¿verdad? — Uno de los ingenieros habla y apura una taza de café. — Mi madre también rebusca en diccionarios y mapas esto que tú nos cuentas…Y averiguó algo más: que el sitio para el faro será esa Punta Rasa a la que aludes…y que en homenaje al descubridor de dicha punta, Don Hernando de Magallanes que navegaba un barco llamado San Antonio, nuestro faro se llamará así: San Antonio.



— Señor…Yo quiero hacerle un pedido. — Pierre da vueltas entre las manos su gorra a cuadros, medio asustado aunque no arrepentido de su atrevimiento… y esquivando la mirada sorprendida de André.



— Adelante, muchacho. En este mundo, mientras estamos vivos la esperanza debe acompañarnos.



— Cuando la obra se termine…Ustedes viajarán en barco para llevarla al puerto de Buenos Aires ¿Verdad?...Y me informé que después el transporte lo harán en carretas. Si llueve, en medio de barrizales y paradas en medio de la nada…Yo…A mí… ¿Me podrán llevar?



— Caramba, caramba. — El interpelado recorre al esmirriado muchacho sonriendo y aprobando. — Por supuesto que serás de la partida…Siempre que tu padre lo apruebe.



André otorga el permiso a desgano. Pierre vino al mundo delicado de salud, el viaje en barco es largo y lo que a su hijo enardece queriendo vivir una aventura dentro de una carreta tirada por bueyes, lejos de la civilización, a él le resulta un reto por lo endeble de la salud del ser que más ama en el mundo. Europa está muy lejos de América del Sur y el común de la gente ni siquiera sabe que son independientes desde 1812, que los habitantes ya no usan taparrabos, y que la gran mayoría son inmigrantes de la misma Europa que ellos. André aparta el presentimiento, abraza al hijo y esa noche cenan juntos una estupenda sopa de cebollas, festejando.





Un faro no se diseña ni se construye en dos días. Casi finalizada la tarea el grupo es impactado por la desgracia de André. Pierre, correteando en sus búsquedas se distrajo mirando un par de pájaros intentando el amor en lo alto de un árbol. Cruza una avenida olvidando los riesgos. Un carruaje y su cochero adormilado lo llevan por delante. Asistido por los transeúntes, cuando al fin aparece el socorro, Pierre y su paquete de sueños son un manojo de huesos rotos y carne desangrada, que una vecina oficiosa cubre con una manta.



Al padre, quebrado por el dolor le cambia la fisonomía. El entusiasmo desaparece y la congoja se instala en su reemplazo. Empieza a usar anteojos argumentando una ficticia pérdida de visión; los amigos que lo acompañaron a despedir al hijo al cementerio saben que caminan lado a lado con un hombre a medias. La mitad faltante tratará de recuperar al niño a través del recuerdo, de los olores, de la tibieza de la mano o de aquéllas lágrimas que vertieron juntos cuando murió la esposa. En nuestro voluminoso diccionario sobran calificativos para definir multitud de cosas. No se encontró la palabra adecuada para cuando se pierde a un hijo.



El ingeniero jefe hace gala de una psicología meramente intuitiva: Requiere de André trabajos más comprometidos, al mismo tiempo que en voz baja el grupo acuerda contener dentro de lo posible al hombre solitario que perdió la risa. Para devolverlo a la vida, lo conminan a continuar juntos hasta tener el faro en su sitio, cumpliendo la faena idealizada en conjunto. La zona bondadosa de la dicotomía humana brota de esas personas que unen las cabezas para trabajar; esta vez construyen un puente por donde un amigo camina para abrazar a otro amigo.



Un mes más tarde empiezan a ocurrir llamativos fenómenos en los escritorios del personal que trabaja en la fábrica. Un compás que uno de ellos asegura guardar en un cajón, se halla misteriosamente dos días más tarde sobre una repisa; una mañana, cuatro tazas donde el nuevo ayudante prepara café, aparecen con azúcar en el fondo. Libros que son olvidados sobre una silla, se presentan alineados en perfecto orden dentro de las estanterías. Y si dejan una ventana abierta, una sorpresiva ráfaga traviesa desparrama papeles y empuja las colas de cigarros tiradas en el suelo, como llamando la atención al novato, al que le tiemblan las piernas y tiene ganas de renunciar.





Transcurren los meses y ya en el año 1891 llegan las primeras carretas hasta el caserío. El recibimiento a los viajeros y su cargamento es impresionante. Se agolpa una multitud para seguir a la caravana rumbo a la costa. Un gentío trepado sobre carros, sulky, a caballo o a pie. Hacendados, autoridades, algunos gringos contratados para tareas especiales dentro de las enormes estancias y el poblador más entusiasta, el gaucho y su familia; baqueanos conocidos, perros seguidores, guitarreros con poncho y el venado y el ciervo espiando asustados entre juncos, cortaderas y pastizales altos. Los ingenieros y especialistas en montar la obra en el sitio elegido previamente, examinan y miden los terrenos donados al gobierno por un estanciero rico y generoso, tal vez contagiado del espíritu gaucho de Santos Vega, el payador invencible nacido en esos pagos y sepultado cerca del Río Las Tijeras, ahí nomás.



Duras y largas son las jornadas de trabajo. Los franceses aprenden la lengua, adaptan sus paladares a las nuevas comidas donde abunda el pescado y sobra la carme de primera. Las distancias son enormes. Muchas son las veces que arman su paciencia para esperar el arribo de los barcos o de las carretas que transportan combustible, remedios o material de construcción faltante para la obra. Los mirones se turnan y si los dejan, ayudan por un plato de guiso engullido con la picazón de estar viviendo una hazaña digna de contarla a los nietos.





El primero de enero de 1893 marcó hitos en la geografía costera y en el alma de los que tuvieron la gloria de participar en la construcción del faro y en miles de pobladores que se arracimaron a ponderarla, entreverados el gaucho de alpargatas bigotudas con el hacendado y las autoridades de la Armada Argentina y los especialistas del Servicio de Hidrografía Naval. En nuestro país de antes y a veces en el de ahora, los festejos acaban con un buen asado, acompañado por un vino tinto vigoroso y detrás, como cortina, el rasgueo de una o dos guitarras.



Las 25 hectáreas de terrenos arenosos que terminan en Punta Rasa modificaron el ambiente. El faro es instalado sobre una sólida base de hierro y cemento, lejos de mareas y a resguardo de invasiones de corrientes marinas peligrosas. Mide 58 metros de altura, un diámetro de 1,80 CMS. y sus férreas patas en forma de trípode están sólidamente amurados a la plataforma. Se asciende por dentro de la estructura redondeada por una escalera de caracol de 298 peldaños. Trepar quita la respiración. El corazón late de prisa. Arribar y contemplar desde la plataforma la grandiosidad de esa mole que nunca deja de moverse, conmueve hasta la grasa de los huesos; la comparación entre el humano minúsculo y endeble que somos, amilana a los visitantes. Resalta la idea de que si nos atrevemos a enfrentar a la brutal y bella naturaleza, debemos estar preparados para cuando ella, disgustada, inicie su reacomodo cósmico.



La fuente que moviliza los haces de luz es el gas. Y esa sustancia potente alcanza a iluminar entre agua y cielo en giros perfectamente calculados, hasta 46 kilómetros mar adentro. Cuando se encienden las luces, cambia la atmósfera y vuela la fantasía. Al silencio no lo rompe nadie. Las gaviotas revolotean curiosas. Aletean pasando y pasando, diseminando sombras pequeñas entre la luz y el confín donde la vista pierde al horizonte.



Los ingenieros y los ayudantes están mudos, aunque algunos lagrimones son hábilmente disimulados. Desde el sitio donde se festeja, “su faro” los despide con destellos vivaces que atraviesan al viento para iluminar caminos de agua útiles a todo marinero.



André toma distancia del grupo con los pies hundidos en el arenal. Un médano alejado lo recibe. André revive el sueño de la noche anterior. Se presentó su hijo con la gorra a cuadros en la mano y una gran sonrisa alumbrando su cara. Se apoyaba livianamente a los pies de André y le señalaba el cuaderno donde escribieron juntos todas las historias.



— Padre…No se asuste. Soy yo…Pierre…Estoy muy bien padre…Si usted se queda a vivir acá siempre estaré a su lado…Yo…



André despertó traspirando. Como alucinado, sus ojos buscaron el retorno de la imagen perdida. Estaba solo…Se pellizcó y tosió hasta recobrar la sensatez y la razón. André es un hombre realista. Otorgar crédito al sueño será su secreto. Esta seguro de la fugaz visita del hijo. Su pedido debe ser atendido.



Cuando la caravana parte rumbo a Buenos Aires, André no los acompaña.



— Me quedaré por un tiempo…Tal vez alguien precise mi ayuda. — Explicación que nadie toma como cierta, pero que es acogida con asentimientos de cabeza y comprensión.





André recorre a pie largas distancias investigando. Espera la avalancha de aves migratorias que cada año viajan miles de kilómetros guiados por el instinto, cercanos a las costas que usan para descansar. Cuando llega la bandada, en medio de un cuchicheo imperdible, se aposentan en los eucaliptos de tronco frío o en los otros, de tronco cálido. Son chorlos, gaviotines y chorlos rojos inteligentes y memoriosos; hamacados por la brisa, abrazados por ramas conocidas, investigan los cambios de su hogar temporario. Acá sobran alimentos que provee el mar, comida cierta para ellos y su cría. Alaska, Canadá y el norte de los Estados Unidos, los recibirán nuevamente cuando el instinto les avise — mucho antes que lo sepan los del observatorio — el cambio de clima que ordenará el regreso a casa.



Andando y observando André descubre otras especies que se instalan en pleno invierno. Las linícolas, menos abundantes que las anteriores, que se resguardan para un reposo sexual dentro de las copas de especies de árboles que no pertenecen a la zona. Brotaron de las semillas defecadas por los visitantes. Se adaptan y se desarrollan como ejemplares elegantes, parloteando con el viento costero sobre su lejana procedencia. Como nadie conoce su nombre verdadero, los llaman falsa pimienta. Los frutos de ambas plantas se parecen mucho.



Cuaderno en mano describe sus sensaciones y experiencias con la gente humilde que vive en taperas de barro, o en las cocinas de las estancias donde aprende a saborear un locro capaz de resucitar a un muerto. Encendidos los cigarros, todos tienen algo para contar. Uno aborda el tema del payador al que apodan “invencible”; fue un gaucho de pura cepa y ningún otro verseador y guitarrista alcanzó la fama de este nacido y enterrado en los parajes de San Clemente del Tuyú, que respondía al nombre de Santos Vega.



— Cuando joven era una gauchito alegre y chistoso. Ponía color en la cara de las mujeres y se sabía historias de otros parajes que divertían a los hombres…Después dicen que tropezó con un mal destino…mató a su mejor amigo, vaya a saber porqué…Y en los otros años que supo cabalgar por estos pagos, montaba su caballo alazán y era seguido por su potrillo Mataco el panzón. Dormía donde le llegaba el sueño, a la intemperie, mirando las estrellas, con la cabeza apoyada sobre la montura y el facón cerquita de la mano…Por si acaso, ¿no?



Otro de la rueda sigue el cuento, mientras André escribe.



— Yo escuché que una vez se enamoró de una mujer que no era gaucha…y que nunca le correspondió…Eso lo volvió huraño…Sus décimas se volvieron amargas…Hablando del destino del gaucho, que vino a la tierra solo para sufrir…Le cambiaron el nombre…Lo apodaban el payador sombrío…



Se abre paso en la conversación un hombre que trabaja en tareas de limpieza en el faro. Está agitado, hasta miedoso.



— Señor…— Se dirige a André al mismo tiempo que seca sus manos y frente sudadas por la emoción y el verano, que aprieta. — Pasan cosas raras en el faro…



— ¿Cosas raras? ¿Algo funciona mal? André ya está de pié y a punto de marcharse.



— No, no son cosas malas…Al contrario. Ustedes sintieron los gemidos del viento, anoche ¿no?



— Siii, sentimos…— Contestan a coro.



— Yo andaba medio desvelado…Con miedo por los barcos, esas cosas, saben…Miro para arriba y la luz no estaba…Se había apagado…Estoy por trepar la escalera…y ¡zas! Pasa un aire, una sombra, que se yo que era…y vuelve la luz…Volvió solita…Me pegué un julepe bárbaro, de veras. ¿Será que este faro tiene fantasmas?



— Por acá somos gente sencilla…Pero pasan cosas…— El que habla es anciano, desdentado y flaco como caña de pescar (así lo apodan los que lo conocen) Echa un escupitajo al fuego y sigue: — Ustedes habrán oído del cura aquél…Creo que se llamaba Cardiel o algo parecido…Se metió lo más campante dentro de la ría, que se lo empezó a zampar para adentro…El curita alzó los brazos, rezando a San Clemente Romano…y ya miraba los pececitos del fondo, cuando un baquiano le largó una soga. El cura se salvó…y nosotros heredamos parte de ese nombre…La otra mitad es de los indios…



Las mujeres aprovechan para hablar de aparecidos y cuchichear sobre el brujo que les augura patente si algún envidioso le echa sal a la tranquera. Los hombres se silencian e intercambian miradas recelosas. El único que sonríe es André.



Mira ese cielo estrellado donde alguna que otra nubecita danza, se desplaza y desaparece; aspira una bocanada de aire de mar y camina haciendo crujir la arena bajo el pie. Otro pie muy leve pisa el sitio que su planta acaba de abandonar. Una sombra tenue se encima a su sombra. André percibe su perfecto equilibrio, rozando la paz, en un lugar hasta ayer, extraño. Se sabe acompañado. Está en el sitio y lugar exacto, elegido por su hijo para su vejez. El mensajero de milagros que encasqueta su cabeza dentro de una gorra a cuadros, es un vigía alerta. Las barcas con pescado están a salvo, no hay mujeres que esperen en la costa con los ojos llorosos a su hombre que no volverá. Los navíos enormes tocarán puerto seguro...sin nada que detenga la fábula, las leyendas y el misterio.



CARMEN ROSA BARRERE.






































25.7.11

DERRUMBE


Están acostados sobre la cama matrimonial. Mirando al techo. Separados y compartiendo el silencio.

Al rato él se esfuerza. Lleva la mano a la altura de la boca. Aparta penosamente el bozal de hierro.

— ¿Quieres hablar? — Tartajeo de hombre con la lengua seca.

Ella levanta un centímetro el brazo derecho y arrima los dedos:”De qué”.

— De las patas de la cama… están rotas. — Reclama él.

“Todo se viene abajo”. — Remarca ella sin hablar. Gesto con amplio contenido: El ropero desvencijado. El retrato de casamiento con el vidrio en añicos diminutos esparcidos en el suelo.

— En media hora se derrumba el techo. — Calcula él que es ingeniero hasta la médula.

— Es duro calcular el tiempo. — Puntualiza al rato, suspirando.

Penosamente, voltean las armaduras. Los cuerpos encajados adentro. Espaldas separadas. Miran sin ver a su propia pared. Esperando.

El techo se raja. Suelta hilitos de arena. Cruje el maderamen. La pared detrás de la cama se disuelve. Resbala el cuadro de los hijos remotos. Ambos callados. Inmersos en el fango de la rabieta. Falta tan poco.

CARMEN ROSA BARRERE.

11.7.11

EPIFANÍA

EPIFANÍA

Una fracción de tiempo. Segundos. ¿O serán horas? Floto livianamente sobre relieves confusos. Los distingo apenas, atravesando una telaraña. Están debajo de mi cuerpo. Tengo los brazos extendidos dentro de las mangas infladas de mi campera plástica. Poseo la certeza de dirigirme a alguna parte. Ignoro adónde ni porqué. La ingravidez viene acompañada de un infinito sosiego en este balanceo de pájaros donde escasea la conciencia. No obstante, algo me sostiene y me liga al piso. Estoy boca abajo y mis sentidos despiertan a la realidad. No la realidad de todos los días. Otra. Muy definida, saludable y fulgurante, desplazando sombras. Un canto a la maravilla de la luz que buscaba cuando soñaba pintar.
Debajo, el piso próximo es de un grisáceo sucio, desparejo y hostil. Los rastros de sangre empiezan a cubrirse de una fina telita contenedora por obra y gracia del viento y del sol. Mi olfato rechaza un fuerte hedor a heces humanas. En los rincones se refugian los gritos de auxilio, la pisada angustiada de los que huyeron y los insultos soeces de los uniformados. Entre las chapas de zinc del techo se han arrebujado el eco del retumbar de las armas de fuego y el olor a miedo. Huérfanos, los casquillos se mezclan en el suelo con puchos, papeles y escupitajos. Nuestras pancartas pidiendo trabajo y pan, arrugadas y sin oficio son pateadas por los uniformados que representan la ley. ¡Qué ironía! En la inocencia del papel nosotros clamábamos por la ley. Nos atacaron los que pretenden representarla agazapados tras chalecos antibalas y botas altas.
Como un clarividente con conciencia ampliada, de pronto veo a mis amigos y distingo mi cuerpo, entre la mugre del piso de la estación de los trenes que van y vienen desde y hacia el sur. Somos tres. Despatarrada como una muñeca rota, los sesos de Mabel escapan del matorral de pelos enrulados en hilitos oscuros, obstinados hacia el nivel más bajo. Estalagmitas del horror. Descubro a José. Acurrucado como un feto. Un nonato expulsado del vientre desamparado ante la saña ciega.
— Vayan ustedes — Decía con su voz educada sin dejar de mezclar harina y agua. Yo los espero con el pan calentito. Lo convencimos para que dejara el pan. Estuvo paso a paso al lado mío.
José. El que rechazaba el plato de la olla popular cuando a último momento se presentaba alguien más hambriento. El artesano de los hornos de barro para cocinar el alimento básico para el pobrerío. Filósofo paciente, esperaba confiado la capacidad del señor Comisionado. Nombraría maestros. Aprenderíamos a armar cooperativitas barriales de ocho o diez manzanas. Nos traerían semillas y herramientas. Llegaría después un camión con una vaca, dos cerdos y gallinas para unir a hombres, mujeres y niños en una labor compartida. Corrales alambrados. Agua corriente y postes para luz. La responsabilidad conjunta nos devolvería la dignidad perdida. Su visión se agigantaba. Fábricas abiertas. Escuelas remozadas y hospitales humanizados. Si alguien se burlaba—no pocos—, el insistía: Un hombre sin sueños no merece vivir. Ese era su lema, fruto de la esperanza que jamás perdía.
Me detengo en mi propio cuerpo. Una bala me quebró la espalda. Doblado, me deslicé hacia el suelo. Al milico que me reventó las manos con la bota, le caía una baba espesa de odio. Resentimiento de pobre contra pobre. Inexcusable pero posible dualidad de los que nos proclamamos humanos.
— Negro de mierda. — Escupió con odio. — Andá a pintarle el culo a tu madre.
Partió mi mano. La que ambicionada pintar. Pintar de verdad, como Picasso, convertida en una bolsa sangrienta con los huesos rotos. La observo como ni no fuera mi mano ni el cuerpo fuera el mío. Flotando, mi columna está sana y mi mano entera. Sin dolor alguno. Sin pesar. Y sin odio. Sobrenado inmerso en una claridad absoluta. Entiendo que José no está solo. Lo contienen sus proyecciones humanitarias en una red cálida de puro amor. Mabel sonríe dentro de su ropaje de gasas vaporosas. No viste pantalón. Su proyecto era bailar algún día en el Colón. Cuando estamos apresados por voluntades perversas los sueños mueren como sueños.
Diminutas escamas luminosas caen en mi pelo, encaneciéndolo. Resbalan por el pabellón de mis orejas. Bañan mi cara. Mi olfato de reptil antiguo, alerta, olfatea lilas, pasto recién segado. Mis códigos están cambiados como en una película extraña, sicodélica. Sé que el hilo se corta. Me alejo de la trágica realidad de nuestras vidas. Los que ya caímos y los que huyeron, marcados para ejecuciones próximas. Mi película personal es mi epifanía. Una visión fabulosa de lo por venir.

CARMEN ROSA BARRERE