20.3.10

EL PRIMO DE LONDRES.




—Ama…amita...— La mulata intenta por tercera vez — que su niña abra ese par de ojazos negros que se esconden debajo del linón de las sábanas.
—Amita...no me haga esto...Sus padres están casi listos...el barco que trae a su primo llega a las dos.
La palabra “primo” despabila de inmediato a la dormilona. Pega un salto, arrastra el camisón por el suelo y corre hacia el baño mientras ordena: Tráeme un desayuno como la gente... y prepara mi vestido blanco...ese que tiene cuellito de encaje… Mis zapatitos Guillermina...Creo que están en el piso del ropero…
Manuela descorre los cortinados de terciopelo verde oscuro del cuarto de su patrona con el entrecejo fruncido. Rosarito ya cumplió diez y siete. No es un bebé. Está comprometida para casarse. Cualquier joven andaría corriendo feliz eligiendo el modelo del traje de novia, o entretenida en la elección de las señoritas de honor que la escoltarán dentro de la iglesia. Hablando de la fiesta. A esta niña todo eso le importa un bledo. Todavía se trepa de siesta al árbol de mandarinas del traspatio para arrancar la fruta, despellejarla y morder como un ratón los gajos, que le chorrean jugo en las manos y la ropa. Ni hablar de quitarle de la cama la mantita rosa— de la cuna— cuyos bordes de raso soba cada noche antes de dormir. La costurera de la casa en estos años renovó las cintas cuatro veces.
—La niña Rosarito se niega a crecer — afirma la señora dando las últimas puntadas a la maltrecha — y ya famosa mantilla.
—No sé que va a ser de este caserón el día que se nos case. — El señor desde que se metió en política, no para en la casa...La señora Adelaida, con la cabeza puesta solamente en la Beneficencia. —- La mucama de adentro rezonga mientras busca ropa blanca de adentro de un ropero.
—Este casorio tiene mal olor. — Jerónimo es el chofer del patrón. Deja de lado la revista Caras y Caretas para intervenir: —- Don Rolón quiere llegar a Diputado o Senador, no se muy bien...y el novio de la niña tiene poder político... Sí. Todos ellos son políticos de raza...No la casan con el vejete interesados en el dinero…la casan para figurar...para ser famosos.
—Me sube la presión cuando pienso que esto de la fama es más importante que la felicidad de Rosarito...Cada vez que aparece el candidato con esos horribles ramos de calas o los gladiolos violetas, vestido de negro...me corre frío por la espalda. Un verdadero fu-ne-bre-ro. Tusita es la hija de Manuela, tiene diez y ocho alegres años y mete la cuchara donde no la llaman. Antes de recibir el bofetón de la madre hace una mueca y huye, guiñándole un ojo a Jerónimo. La madre no soporta los chismes de la servidumbre. Y menos cuando se trata de su niña.
—Ojalá el primo de Londres se quede un tiempo largo y que no sea aburrido. — La costurera habla por experiencia. Al marido se le plantó el viejazo y lo convirtió en un intolerante rezongón, mal hablado y peor pensado. Tiene sentencias de filosofía casera destructivas. Nada le gusta ni le viene bien.
—Mejor que cada uno se ocupe de lo suyo. — Juana… sube a revisar que el cuarto de huéspedes esté en condiciones. Coloca toallas grandes y chicas…En la mesa de luz, la Biblia con las tapas de cuero que dejé en el pasillo. Acá, si el gato no los vigila, ustedes bailan mejor que los ratones. Mucha charla. Mucha cáscara y pocas nueces…! A mover las tabas, he dicho!



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Jerónimo tose, volviendo a su revista. Los demás respetan a la mulata. Puede explotar como un cohete. Puestos en su lugar, despejan el cuarto movilizándose hacia sus quehaceres sin chistar.
El primo de Londres se llama George. Su madre es hermana de la señora Rolón. Se casó con un inglés próspero que pasó por la capital y se prendó en un segundo de la belleza y educación de esa niña. De buena cuna y para su sorpresa, hablaba un inglés casi perfecto. George es el hijo menor. El viaje es un regalo de cumpleaños bien merecido ya que terminó los estudios secundarios como alumno brillante. El muchacho es toda una promesa. Que pula el español, que asista a buenos teatros, que se codee con gente de clase, que conozca sus raíces, motivan esta visita.
Los Rolón esperan un rubiecito atiesado algo desabrido como el padre. El que baja por las escaleras del barco es moreno, muy alto, con hombros fuertes y sonrisa brillante. Los abraza sin ninguna timidez y sin tropezar mucho con las palabras, cuenta del viaje, de lo que le dieron de comer, de la gente que conoció...sin quitar los ojos de su prima.
A Rosarito ya no es necesario despertarla en las mañanas. Se levanta sola, canturreando. Se lava el hermoso cabello sin necesidad de sermones y a hurtadillas, se perfuma detrás de las orejas y coloca otro toquecito francés justo donde empieza el escote y nace la esbeltez del cuello.
La pianola del salón suena con valsecitos criollos y mazurcas de allende los mares, mientras los primos miran fotografías en sepia de parientes muertos. Si nadie los vigila la mirada de él es para ella. La de ella, toda entera se detiene a conciencia en la sólida musculatura de los brazos mientras delinea sin tocarlo la curva insinuante de la boca.


El novio y el padre andan por los campos, afiliando gente para las elecciones. La madre, encantada con la visita del sobrino, arma comidas y reuniones para presentarlo en sociedad. Los primos salen en coche a recorrer el centro. Los parques, las estaciones de tren que levantaron los ingleses, los templos. Ambos con la saludable intención de callar la revolución interior. Una especie de alarido en la sangre que les arrebata la quietud del sueño adolescente. Encadenados a fuerzas que se desarrollan en el interior de sus corazones con tanta vehemencia, que no atinan a tocarse o a huir.
Manuela está en alerta rojo. Empieza a tener miedo. Ella que no se asusta con nada, tiene miedo. Si entra de repente al cuarto de su niña, la suele encontrar llorando, con la mano en el pecho. Lo de la mano en el pecho la aflige tanto o más que el llanto. Recuerda que de pequeña Rosarito sufría unas terribles convulsiones. Quedaba un rato como muerta, hasta que recuperaba al fin el sentido y le volvían los colores a la cara. El médico de la familia decía que era un mal pasajero. Que se iría con el crecimiento. En cuanto regrese el padre aunque se le parta el alma, tendrá que hablar de los cambios de carácter de su hermosa niña. Y de lo conveniente que sería devolver al joven George de regreso a su tierra.
La familia se prepara para los festejos de las fiestas patrias. Van a concurrir a la Ópera, donde un conjunto italiano muy famoso interpretará La Traviata. Es una noche fría. Las pieles y los guantes largos completan los atuendos de las damas. Los caballeros que las escoltan son el Doctor Rolón, el novio embalsamado de negro y el primo. Beben una copita de jerez y comen un pastelito esperando que termine de acicalarse la niña Rosarito.
—Iré a ver porqué tarda tanto. — La señora Rolón recoge la media cola



del traje de noche y sube. Abre la puerta sin golpear. Rosarito está en enagua. Debajo de la ropa delgada se insinúa un vientrecito abultado. Disimulado cuando está vestida. La ropa de moda es larga y amplia.
La madre se lleva las manos a la boca y ahoga un grito. No alcanza a decir nada. Al enfrentar esa mirada de terror, la joven cae al suelo. Pálida como una muerta. Y muerta está según confirma el médico que la atiende desde que nació, llamado de urgencia.
Ante el asombro— y las murmuraciones —– de una sociedad prejuiciosa y mentirosa colocan a la niña dentro de un precioso cajón forrado en raso y la depositan sin velatorio, en silencio, en el panteón donde se conserva el polvo de los antepasados.
Cuando a Manuela se le agotan las lágrimas varios días más tarde, agacha su tristeza sobre las flores preferidas de su niña del jardín de la casa. Arma el ramo llorando. Abre la puerta del panteón de familia con su llave. El ataúd con los restos de Rosarito permanece mudo en el centro de esa lobreguez que huele a flores que se pudren. Las flores que quedaron sobre el cajón están marchitas. Lloran a su manera. Pero el cajón que es pesado, está fuera del centro, como si lo hubieran removido de lugar.
Manuela entra a los alaridos al caserón donde la congoja lacera corazones. Se abre el cajón delante de la justicia, atenta ante el fenómeno. La joven no yace como la colocaron. Las dos manos ocultan los arañazos de la piel. Pedazos del raso de los laterales están rasgados. La palabra catalepsia desacredita al médico y la virulenta maledicencia se desparrama como lava buscando su nivel más bajo.
Manuela arma su baúl para volverse al campo. No da explicaciones, ni rezonga. Parece más oscura de piel. Más arrugada. Lo que nadie se atreve a mencionar mientras está presente, es la palabra Londres.
Carmen Rosa Barrere.

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