2.12.10

CUANDO DIOS APRIETA

CUANDO DIOS APRIETA


— La metrorragia es habitual en la edad crítica. — La doctora, que es amiga de Iván tiene aspecto caballuno. Me observa con amable inteligencia, compenetrada en una fracción de segundo con lo lamentable de la situación. Como mujer y por oficio conoce los mecanismos del miedo; mi bochorno, que aprieta un muslo contra otro como virgen inviolada, rígida como trozo de hielo. Su leve gesto de cabeza señala la camilla:— ¡Faldas arriba! — Sonríe para tranquilizarme. (Dientes pequeños y parejos. Ninguna semejanza con cuadrúpedos). Mis manos están húmedas cuando estrujo mi camisa. Se vapulea mi cordura como gelatina y suelto a la loca de la casa por territorios embarrados. Examino el techo buscando huellas, rastros dejados por víctimas anteriores. La superficie es blanca y por más que investigo no hallo rinconcitos que refugien arañas ni telas exhibiendo su laboriosidad. Así, vagando por techos y ventanas voy soltando la terca tensión que atenaza mis hombros. El tambor batiente de mi corazón se desacelera y mi pulso se aquieta.
Como odontóloga juzgo la salud y la higiene de mis pacientes explorando sus fauces. La doctora es absuelta. Aprieto los párpados. Si investigan mis partes pudendas pretendo que mis ojos a oscuras me aíslen. ”Si no miro, no me ven”. La tocadora de entrañas introduce dos dedos delgados en mi centro; palpa zonas hostiles y se aparta sin dañarme. En ese instante advierto que mantuve las manos aferradas a la camilla como una náufraga al salvavidas. Las libero. ¡Cuántas veces compadecí a mis pacientes de sillón ateridos por el fragor del torno! Ahora la víctima soy yo. Mi cabeza y mi ombligo en corto circuito vibran a destiempo, desmadrados. No me pertenecen. Bloqueo la fracción de tiempo con la cautela perversa del que espera una sentencia letal. La tranquila voz de la doctora entra a mis oídos espantando nubarrones.
— Cuando regresen de sus vacaciones si es necesario, haré algún examen…Por ahora las pastillas que indico detendrán la hemorragia. Escribe la receta que deposita en manos de Iván agregando una recomendación para pacientes cobardes: — Las precauciones son absolutamente necesarias. Pero el miedo no sirve. Es un aliado de la enfermedad no de la salud. Palmea mi hombro. Tan segura del diagnóstico como de llamarse Ingrid.
Iván me observa socarronamente. Conoce los aciertos de su amiga y se relame complacido.
Iván. El desgarbado señor que ambiciono convertir en el último hombre de mi vida. La horma perfecta de mi pié. Mi pié que tropezó con infinitas piedras para acabar enyesado, con ojos adicionales para avistar al enemigo, ahora estira confiado los dedos. Serpentinas que comulgan con la esperanza.
Este flacuchento es un mago. Un ilusionista que desentierra del páramo las plumas del pájaro alocado que dormía dentro de mis vísceras, para ordenar: “Levántate y anda, mujer. Soy la razón de tu momento”.
Provocada por sus estímulos visuales mi esqueleto, mi sangre, mis entrañas se desperezan del letargo. Mi gato de lomo arqueado maúlla idioteces. Quiero saber quién es. Como piensa. No acierto con la idea adecuada. Si sobrevive un restito de mi inteligencia, la sagacidad de su mirada la manda a dormir. Acabo hablando del tiempo, o del último asalto donde murieron tres personas. Quiero mover las manos despreocupadamente y termino derramando el té. El tipo me saca de caja con su sola presencia. No me reconozco. Por dentro, corretean los ratones. Las ondas del lago se mueven, alteradas. Brillante, salta el pez de mi otro yo. Ese otro yo que relampaguea y estalla en luces abiertas a sucesos imperdibles. El territorio privado mentiroso se relame gozando anticipadamente la gracia de ser descubierta a tiempo por su Cristóbal Colón.
La confitería donde bebo mi té fue el escenario del principio de esta historia. Esperaba a una amiga, a la que debo citar media hora antes. Su reloj padece de atrasos sin excusas. Entretanto, reviso la papelería que trae una propuesta para un congreso interesante nada menos que en Praga. Indignada, pego mis ojos a la puerta del local. De pronto el mozo, que me conoce hace mucho, carraspea llamando mi atención. Doblo mis hojas y lo miro. El hombre está francamente perturbado.
—Señora…Disculpe…— Otro titubeo. — Yo…bueno, nosotros no acostumbramos ocuparnos de estas cosas…Pero el señor es conocido…Es el arquitecto que tiene la oficina al fondo…Sí. — Arranca mas animado… Al fondo de su pasillo…
Alarga una tarjeta. Estoy pésima de humor. Tengo ganas de estrangular al mensajero. Miro el rectángulo blanco, donde leo: “Si los dos tomamos té, aburridamente, cada tarde a la misma hora, ¿No sería bueno conocernos? Me llamo Iván y me gustan sus manos”.
Abandono un dinero sobre la mesa y huyo sin mirar para ningún costado. Con la cabeza alta. Tomo el ascensor y me escabullo hacia mi refugio. Engreído de mierda. Debe creer que soy una vieja desesperada. Un espécimen abandonado a la buena de Dios…Una solterona ácida, buscadora de citas en un bar.
—Doctora. — Mi asistente abre la puerta. En una mano, agita la lista de pacientes de la mañana. En la otra sostiene un frasco con un ramo de rosas rojas.
— ¿Son para mí?— Murmuro señalando el ramo. Reconozco la tarjeta.
Mi ayudante se divierte a mi costilla. Aletea angélicamente, haciéndose cómplice de mi agitación.
— No sé quien las trajo… Abro la puerta y estaban ahí, paraditas dentro de este florero…Parecen el obsequio de un admirador ¿verdad?
No se atreve a más. Mi ceño está ásperamente fruncido, señal de retirada. Me abandona frente el mensaje: “Ayer salí antes que usted de la confitería. Parecía disgustada. ¿Hace mucho nadie le dice que hasta el enojo la vuelve interesante”? Iván, EL OBRADOR DE MILAGROS.
Mi doce de octubre no empezó en El Puerto de Palos. Sucedió en mi vecindario. El conquistador y el trofeo, lado a lado en un pasillo de color naranja. Diferentes desde la textura de la piel hasta la raza y la religión. Con un nexo: los respectivos desastres amorosos.
Iván es suizo. Alto y delgado. La cabeza remata en un mechón de cabellos grises que ralean, recubriendo un cráneo donde la materia gris es ágil, saltarina. Habla un castellano sin tropiezos, mientras yo equivoco los tiempos del verbo. No pretende dejarme con la boca abierta (como hago con mis pacientes) ni evidencia mi desventaja cultural. Escucha callado mis sandeces, sonriendo para sosegarme.
— La nuestra parece una historia inventada. — Dice dos tardes después, depositando en mi mano un ramito de violetas. — Dos dinosaurios huraños, oteando el horizonte para encontrar una pareja coincidente…— Suelta una risa y agrega: Tengo un nieto de doce años. Una tarde, veíamos una película con animales prehistóricos. Se voltea y pregunta:”Abu…Tú… ¿Eras amigo de los dinosaurios”?.. Imagínate: Para él soy un fósil acartonado, un personaje de cine de ciencia ficción.
Me encanta este hombre. Las manos con la palma ancha, el perfil y el porte, que lo hacen parecido a Jacques Cousteau. Con respetables diferencias: a mi galán no le gusta el agua. (En verdad, creo que lo asusta). Su pasión por la naturaleza está depositada en la montaña; el celeste desvaído de sus ojos, es copia de cielos enrarecidos por el fulgor del hielo, en las cumbres altas. Su humor es variable como el clima. Conversamos y de pronto, deja la caparazón frente a la taza de te y huye. El viaje dentro de sí mismo lo cambia. Trocitos del pasado aparecen flotando sobre lejanías. Paisajes que desconozco. Sufrimientos que me son ajenos. Aislada, sé que no me necesita. La enredadera de sus recuerdos lo secuestra de mi contacto y pierdo estabilidad.
Cuando reacciona hurguetea con visión desenfadada los altos y bajos de mi esqueleto. La recorrida es energizante. Rejuvenece mis estructuras. Recupero el vigoroso batir de mi sangre. Si toma mi mano, la electricidad actúa sobre mis dientes, que se aprietan. Mis pezones se insinúen maliciosos debajo de mi blusa. Hace siglos no me siento tan viva. Este señor no aprendió a cortejar por correspondencia. Me desnuda un hombre que roza mi piel tenuemente a través de una mesa de café bajo la mirada socarrona de un mozo gordezuelo, sin alitas ni flechas a la vista.
Pasé tantos años cavando mis trincheras, explorando el vaivén del mundo con mi periscopio, que disfrutar de lo real es una proeza. “Estoy bárbara”, leían mis amigos en mi batería de email. Mi realidad era frustrante. Esconder mis urgencias físicas y emocionales, escudarme en lo convencional, pensar sin atreverme en proyectar aventuras que resultaran en fiascos de tamaño mayúsculo, eran compañeros conocidos.
Cuando terminamos el te soy otra: una remozada ansiosa, entusiasta como una colegiala. Súbitamente capacitada para saltar vallas, trepar muros o volar con una escoba. Sin pasado y con un futuro con un enorme signo de interrogación. De común acuerdo, hacemos el pacto de la independencia y subrayamos la ausencia de promesas.
A veces — en mis escasos instantes de cordura — siento que está enamorado de la energía que brota de mi cuerpo, que tembloroso y tibio, lo anima, lo contiene y lo contagia. Para entender su lenguaje — más culto que el mío — compro libros que narran la historia de las montañas del planeta. Paso largas horas en la computadora, leyendo sobre su país. Anoto recetas de comidas que incluyan el rábano picante que le encanta y aprendo a preparar pepinos con crema de leche. Compro una colección de música tirolesa, alquilo la película de aquél viudo buen mozo, padre de unos niños increíblemente educados. Ese que enamora a la institutriz, que canta mientras suben la montaña. Cuando huyen bordeándola lloro como si la viera por primera vez.
— Sabes, querida, — Iván me alcanza un pañuelito de papel. — Tal vez el próximo año, cambiemos Bariloche por un viaje recorriendo estos lugares. Te van a encantar. Nací en al Cantón de Graubünden…Desde mi casa, en lo alto, veíamos Maienfeld, donde nació la famosa y querida Heidi. En ese lugar el Rin es apenas un hilo delgado de agua, que debe recorrer mucho camino para convertirse en la potencia que resulta al llegar a Alemania. Las laderas para ascender a Maienfeld son suaves…El aire es de una pureza increíble…A veces me parece escuchar el repique de las campanitas que cuelgan de los cuellos de las vacas…El corretear alocado de las cabras…La tersura del pasto, en primavera, salpicado por miles de florcitas cuyas raíces resisten bajo tierra, esperando el deshielo. Creo que uno ama mientras vive, esas sensaciones primarias, que llegan a través de los sentidos y se instalan para siempre en nuestra sangre… Hilachas viscerales que te siguen. Vayas donde vayas. Cuando me habla siento que me pertenece. Soy su confidente. ¡Qué tremenda mi lucha por pertenecer a este hombre!
Una vez — despectivamente — expresó que los criollos tomábamos mate para trabajar menos. Amar es renunciar o ceder. Escondí mi mate y mi bombilla.
No entiendo la velocidad con la que pasa el tiempo. Mi mente desborda sueños. Juguetea, baila, trepa hasta una rama, hace sonar la flauta de Pan y desciende al llano leve como pluma. Tobogán que no conjuga para nada con nuestros calendarios. Abrazados debajo de uno de los árboles del parque de su casa quinta, una tarde, mientras preparamos las vacaciones, se quejó: — ¿No te parece que la vida es injusta? Pasé gran parte de ella buscándote…Nos encontramos casi al final…con el tiempo escaso.
Lo abrazo tan, pero tan fuerte que consigo apretar el aire entre nuestras ropas.
Iván desarrolló — no obstante sus fracasos — ese desvarío llamado sensualidad que muchos hombres mueren sin haberlo aprendido. Y es con ella y su hilado de araña con la que me atrapa.
Conversaciones interminables que no sacian los interrogantes. Silencios preciosos, donde cada uno recrea en los ojos del otro las fantasías que vendrán acompañando el anochecer. “La hora de la ternura”, la llama él.
El fantasma de mi enfermedad no existe. Promesas tácitas, sin palabras expresas. Encuentros desde el que ambos salemos sorprendidos y gozosos. La ternura del ocio compartido. Mantener unidos los pies, luego del sexo, como continuidad física de un acto donde nos habíamos aproximado a la excelsitud de un clímax vigoroso y paralelamente, espiritual en grado sumo. Cuando los sentidos dejan de ser físicos para elevarnos hasta entrever el cielo.

Como mis hemorragias persisten, decido hacer otra consulta. Esta vez, en un hospital. Dentro del consultorio acomodo mi ropa y simulo una calma inexistente. Me enredo en palabrejas terminadas en rragia. Cada una asociada a enfermedades vergonzosas o graves: blenorragia, hemorragia. De golpe, esta desconocida: Metrorragia. Debe querer decir sangre por metro. En realidad es:”Hemorragia Uterina producida por un mecanismo distinto al de la menstruación”. Bendigo mi Diccionario Quillet. El alivio es momentáneo, pero devuelve el aire a los pulmones. No menciona al cáncer ni a otras maldades al acecho. Abro las ventanas del balcón y abrazo al aire. Ni siquiera regar mis plantas, o mirar el ocaso, logra quitar de mi panza esa rara sensación de hecatombe. Las mujeres somos intuitivas. Soy mujer y desde que conozco a Iván estoy plantada en la vida, con deseos de salud y permanencia.
Al día siguiente floto como un barrilete colgada de su brazo. Compramos camperas de dos grosores. Echarpes y botas de montaña. Nací en una bella zona boscosa. Las vacaciones con mi familia de niños traviesos, fueron junto al mar. No tengo equipo montañés. Acepté encantada la propuesta de visitar el sur donde él pasa tres meses cada año. La cordillera es dueña y señora del paisaje. Mi caballero otoñal es alto, delgado, con un par de piernas que parecen tener su raíz cerca del cuello. Sus largas zancadas, si intento seguirlo, me ridiculizan. Parezco una damita de kimono, enredada en mis pies para seguir su trote. El verano se aproxima. El invierno pasado a su lado, me transformó en un abeto azucarado por nieves prematuras. Enamórate de uno diferente, para entender y conocer lo que yo sentía.
Descubrir la montaña con este conocedor centrado, es una tentación con ribetes de aventura. Máxime cuando el guía es este seductor sigiloso, manipulador de caricias detenidas, expertas. Mi amante. ¡Cuánto me enerva la palabrita esta! Es dura. Siniestra. Pecaminosa para una burguesa doméstica, buena madre y ejemplo parroquial.
— Recorrer la montaña es como descubrir el cuerpo de una mujer hermosa. — Iván guía mi dedo sobre un mapa: Hondonadas prometedoras, húmedas, expectantes...Cimas que puedes acariciar con la mirada o rozar con el pié... Suavidad en cada curva del camino. Recodos que aparecen de súbito. Escondites ideales para descansar…Besarnos dentro de un remolino hecho de viento, como partes indivisibles con el todo que conforma el universo. Cuando habla, vibra. Si él vibra yo me diluyo sin mirar atrás.
La voz se le hace recuerdo. Sus sensaciones — que fueran compartidas antes con otras mujeres — me revelan una parte ínfima de sus momentos mágicos. Deambulares por las orillas de los arroyos, observando el alto vuelo del águila…la caprichosa entrega de las nubes a la brisa…O deteniéndose en la boca de otra mujer. En la mano o la boca de muchas otras, que tuvo antes que apareciera yo. Creo que me conoce mejor que lo que supongo. Me sustrae de la caída como quien pesca un pez en aguas claras, acariciando mi mano.
Neutraliza su interior, para seguir: — La montaña es una belleza desafiante…A cada instante, te enfrenta con tu mísera realidad. Un mortal pequeñito, al que puede extraviar, hundir en un pantano que no figura en los mapas, o sonreír si te quiebras una pierna y no tienes a ningún socorrista cerca. Iván endereza la curva de la espalda y besa mis dedos: — La montaña espera a los amantes intrépidos, preparados para verla y escalarla con respeto, degustando el sabor de su maravillosa oferta.
. El hechicero concluye de susurrar en mi oído. Sigue aprisionando mi cuerpo contra el suyo. Embobada, miro el cielo. Me conmociona vivir este milagro. Ya no sé dónde encontrar a la de antaño, infectada de emociones pálidas, de consuelos pobres.
Antes de continuar necesito aclarar algunas cosas. Tengo cuarenta y ocho años. Soy viuda, con hijos grandes. Hasta el día que tropecé casualmente con este Houdini, era una señora común, caserita y sin misterios. Irrumpe en mi vida como un huracán. Convierte mis huesos en agua. Mi sangre en fuego. Mi metódica y rutinaria mente se dispara como una bengala al aire. Instalado en mi corazón, es el comandante al mando de una nave obediente. Cambia los puntos cardinales que me orientaron desde la infancia, como quien derriba el castillo de arena de un niño jugueteando en la playa.
Mis momentos de cordura escasean. En ellos, caigo en la cuenta que enamorarme de este modo no condice con nada de lo ya vivido. Desmenuzo que la experiencia es el almacén de los fracasos. Por lo tanto, debo soltar mis velas.
Cuando el hombre inventó el almanaque, robó parte del futuro glorioso a la salvadora de ancianos pretenciosos: La esperanza. Que no tiene precio y que no se vuelve inalcanzable aún cuando los agiotistas violan las leyes de comercio. A veces no la vemos o desconfiamos, pero está.
— Eres miedosa, como buena criolla observa críticamente. Revuelve su té distraído. No cae en la cuenta que me estoy ofendiendo.
— Soy criolla...es cierto...pero conozco muchos de pura raza, como la tuya, famosos por sus actos de cobardía.
Di en el blanco. Un empate verbal. Me acaricia con su mirada azul. Cubre mi mano con la suya, me sonríe con mimo de payaso con bandera blanca. El clarín del aquí no pasó nada resuena. Corremos apretados hacia los muros, en festejo pluvial. Mojados y felices, disfrutamos la lluvia rumbo a casa.
Eso de que soy criolla es un puro eufemismo. Soy hija de vascos. Y los que me conocen bien, murmuran que soy terca.
Mis hemorragias reaparecen. Sin alertar a nadie, hago una cola solitaria en un hospital público. La mañana que paso a retirar los análisis, los que fueran mis miedos se transforman en certezas.
— ¿Tiene hijos? — El médico rellena una planilla con una seriedad que asusta.
— Sí. Cinco. —De pronto este fulano me disgusta. Es hostil.
— Imagino que son suficientes. — Afirmación categórica, sin levantar la vista del papel.
— Siiiiiii — me alargo en la mentira. Como explicar que sí. Que en estos tiempos desearía un niño flaco con manos huesudas y pelo algodonoso.
— Señora — me llama al orden. — Señora… Le haremos una histerectomía total. Tiene severamente dañados los ovarios...el útero... y la matriz comprometidos.
En mi hogar, la noticia cae como un bombazo. Mis hijos me piden disculpas. Cuando saqué a la luz mi relación con Iván, me convertí en un segundo en una vulgar transgresora. Hoy esta enfermedad los toma por sorpresa. Soy una veterana enferma. El perdón se instala como perentorio.
Cenamos en un silencio que se puede cortar con un cuchillo. Mis dos nueras son jóvenes, inexpertas como mis amados hijos. Al salir me acarician la cara. Ninguno tiene una brújula mágica que los aproxime a mi pánico.
Al otro día las chicas me regalan un silbato y una cantimplora.
— Por si te perdés entre esos vericuetos cerriles. — Se burlan para disimular mi crisis.
Esa noche de insomnio, escalofríos y dolor no se termina nunca.
El Iván que me escucha, el que recibe la noticia de mi amputación es un desconocido. Un hombre tallado en piedra. Endurecido. Resuelto a viajar solo ya que me empecino en una operación innecesaria, que tiene fecha ya fijada. Fecha que desgraciadamente coincide con sus planeadas vacaciones.
— Eres muy porfiada, querida, Viajaré después de tu operación. —Y con un tono más acorde al instante, asegura: —Te pondrás bien enseguida...Estaré esperando...
No reconozco la voz. No reconozco al hombre. Me habla tranquilamente, sin sobresaltos. Distante. (Fantasma dentro de paisajes que añora.) Sin ternura. Y sin rastros de compasión. El miedo tiene un olor definido. Ese olor emana de su piel, proclama a gritos que no se hace cargo. Que abandona la barca que se hunde como una vieja rata astuta.
El confortable sentimiento de pertenencia mutua se esfuma, No me atrevo a la gran pregunta... ¿Me habrá querido de verdad en algún momento de nuestra relación? ¿O me fui conformando porque apareció justo cuando creí que ser abuelita era mi último rol?
Al fin llega el día. Me castran en nombre de la bendita salud.
La Dama Rosada de la Beneficencia me asiste. Cachetea con dulzura mi cara. Intenta sacarme del efecto de la anestesia.
— Señora...ya la operaron...salió todo bien...
Retorno a una conciencia que desaparece en nubes y globos de color.
— Señora...si abre los ojos la llevo a la habitación...
La Dama Rosada pasa su mano entre mis cabellos. Me da un beso en la frente. No puedo agradecer. Agonizo. ! Qué tremenda mi soledad de mujer hueca! De mujer que jamás calentará otro huevo. De hembra entrenada en una sensualidad perturbadora y fugaz...conducida por un delicioso actor de amoríos casuales.
La habitación donde me depositan tiene cuatro camas. El edificio es antiguo, de estilo afrancesado. Desde lo alto del techo, un angelote de yeso envuelto en gasas, pide a gritos una mano de pintura. Divago para no pensar.
— Señora...estoy en la cama junto a la suya...si precisa algo, llámeme.
Me hago la sorda. Aprieto los ojos. No preciso nada. Lo que me falta no tiene supletorios. Mi único contenedor se borró de mi mapa. Yace cautivo del pasado en la montaña.
Antes entreví sombras de las mujeres de mi familia espiando detrás de los vidrios de la puerta. Una enfermera rigurosa no permite el acceso a las visitas.
Aparece la bendición del sueño. Con él arrastro el olor a mertiolate, el peso sobre mi abdomen, un amasijo de gasas sanguinolentas y el sentimiento de invalidez.
El médico que me atendió es cirujano, no psiquiatra. No me explicó que el clítoris es la zona erógena por excelencia. Si yo lo hubiera sabido de antemano, hubiera llorado menos. ¿Habrá muchas analfabetas sobre las funciones vitales del cuerpo en nuestra tierra? ¿Cuántas de ellas ignoran la sensación de plenitud que deja un orgasmo?
Cuando despierto, una larga cola de mujeres a las que permiten salir de la cama, conversan en voz baja con mi vecina. Solidarias. Caritativas con lo poco que poseen. Arrastran problemones enormes; abandonos; traiciones; incertidumbres. Con su carga en la mochila del alma, se asoman para alentarme. La vergüenza me sonroja la cara.
— Estos son mis nenes...
Mi vecina sostiene en una mano las fotos. En la otra, el rosario del que no se separa.
Los chiquilines son pequeños. La niña sonríe, adornada con dos trenzas tiesas, rematadas en moños. El varón serio, con rasgos araucanos.
— En marzo empiezan las clases...antes de internarme les compré la ropita...no sé si me darán el alta...me tienen que hacer rayos...Se extravía la voz con la tristeza.
La historia de esta mujer con hijos chicos y marido nuevo me conmueve. Me retorna al mundo real.
En las fotografías de su casa sureña las cortinas de la cocina eran de cuadros azules y blancos. Casi pude oler la miel impregnando el ambiente en las tardes de repostería casera. Mi historia personal se minimiza .Mis hijos son adultos. Eso creo. Mi enamoramiento cicatrizará algún día. Algún remoto día despertaré como nueva.
— ¿Vio? — Dice mi compañera — Dios nos aprieta sin ahogarnos.
— Cierto, — corroboro yo. — Cierto. Dios aprieta pero jamás ahoga.

CARMEN ROSA BARRERE

1 comentario:

  1. LEO CON MUCHA ATENCIÓN ESTE CUENTO. YO SUFRÍ LA MISMA OPERACIÓN, TAMBIÉN CON BUENOS RESULTADOS. TENEMOS QUE ATENDERNOS A TIEMPO, COMO LO HIZO USTED. MUCHAS GRACIAS ADELAIDA

    ResponderEliminar

Realizar un comentario