16.12.09

PASAJEROS DEL TREN BLANCO

—Córrase pibe—. Me empuja un flaco de bigotes y camisa ajada. Me arrincono sin enfrentar sus ojos, enrojecidos de cansancio pero amenazantes. El vagón está repleto de hombres y mujeres de piel curtida, mirada cautelosa y cabellos grasientos. Mi ropa que despide olor a basura y mis uñas, ribeteadas de hollín y mugre no son suficiente credencial para el de bigotes. De perfil, se parece al dibujo de Don Quijote de la tapa del libro de lengua de mi inolvidable profe. Parece mentira, como vuela el tiempo. Se esfuma llevándose sueños, proyectos, e inocencias. Mi compañero que quería ser médico, se transformó en electricista. La chica que me gustaba iba a ser bailarina. Se mudaron al interior y me enteré que tiene un hijito. Yo quería ser comentarista deportivo, y me convertí en cartonero. ¡Que épocas, Dios mío! A los jóvenes habría que avivarlos más. Incrustarles en la cabeza que las horas del secundario son de puro oro. Un abanico abierto con grandes oportunidades en oferta que se evaporan cuando nos distraemos.

Mis padres tenían mucho espíritu pero escasa instrucción… y si la hubieran tenido, tal vez no hubieran encontrado el momento, la palabra justa para guiarme. El libro que enseñe a los padres a ser padres, no existe. Porque cada alma viviente es un mundo y ese mundo gira todo el tiempo imprevisible como la vida misma.

Mi vieja me hacía rasurar por Don Cosme, el peluquero. La máquina cero meplaba con un corte militar, para que durara. Ella ganaba poco, cuidando los niños de una familia, pero ingeniosamente, estiraba la plata con la misma tenacidad que golpeaba las milanesas para agrandarlas,como un graduado en economía.La comida subía de precio, como una mano negra enemiga de los pobres y mi ropa siempre limpia, tenía zurcidos, o me quedaba chica.

—Así no venimos de seguido—. Disculpa reiterada cada dos meses por mamá, cuando visitábamos a nuestro vecino. Depositaba en la palma de la mano del peluquero lo que podía. Nunca lo justo. Siempre menos. No tengo memoria para recordar, después de la muerte de mi padre, un solo momento “que llegáramos a lo justo”. En nada. Lo fulminante pasó después. Al esposo de la patrona lo despidieron del trabajo. La señora seguía precisando a mi mamá. Con una diferencia, ya no podía pagar. Aunque mamá protestó al principio, la convencí y largué el colegio. Salí a la calle a “rebuscarme”, creyendo que era fácil.

Primero troté, ofreciéndome para trabajitos de emergencia. Sin el secundario terminado, era un N.N. Me miraban desconfiados. Hasta los sucesos de una noche diferente.

Regresaba de mis búsquedas bien cansado. Por corazonada, cambié de calle. Vi un depósito de lata, enorme, y una multitud de hombres y mujeres, cargados con bolsas, carritos, y bultos repletos. El contenido era inspeccionado por un mastodonte masculino de cara avinagrada. Con gestos bruscos y brazos de gladiador fuera de las arenas del Circo Romano. Masticaba tabaco negro, y los escupitajos caían sobre el mugroso suelo, o en la ropa de algún distraído, ansioso por el peso de lo recogido, y por la paga.

Era el recepcionista. Entretanto, los que habían entregado, hacían cola para cobrar. En orden y silencio. El vecindario era modesto. Convictos como nosotros de la misma cárcel del desempleo, les desagradaba nuestra presencia de menesterosos, moviéndonos en la oscuridad, como las ratas. Cartoneros. Pobres, de solemnidad. Pero orgullosos del pan llevado a los hogares sin necesidad de robar, o comprados por el vergonzoso subsidio. Sin poner a los hijos en la calle a mendigar, o convertirlos en mulitas para repartir droga. Para ser cartonero, se necesita rudeza. Ojos de águila para encontrar mercadería que sirve. Y si se es mujer, tener la guardia alta todo el tiempo. Nada de sonrisitas ni de aflojar un milímetro al pugilista o a los compañeros desconocidos.

Este grupo es de veteranos. Ya tienen lugares fijos y redituables. Los defienden de mocosos intrusos poniendo cara de perro bulldog. Me cuesta infiltrarme. Hasta que consigo, por las mías, un rincón que nadie había descubierto. Como rueda una pelota por una calle en pendiente, me convierto en uno de ellos. Vuelvo a casa con la ropa sucia, pero no me importa; observo la cara de mi madre, que cuenta los pesitos, acaricia mi pelo y me alienta: No se aflija, hijo. Con esto nos arreglamos.

Cuando el Señor de la Mancha me empuja, me corro sin chistar. Este flaco tiene mala fama. No de fantasioso soñador, como el caballero que montaba a Rocinante. Es prepotente y brutazo. Junta cartones con la mujer. Una gorda flatulenta. Cada vez que se larga uno de sus gases, mira fijo al que está enfrente. Para que culpen del mal olor a otro.

A nuestros trenes los llaman Trenes Blancos. Son trenes diferentes. Servicio exclusivo para gente especial, que trabaja entre los desperdicios. Los vagones, sin ventanas. No hay asientos. Todo se lo han llevado a sus hormigueros mis oscuros compañeros de tarea. Indigentes con un oficio inventado por la pobreza. Hoy, soy uno más del montón. Huelo igual. Mis uñas tienen un borde negro que se resiste al jabón. Cepillo no tengo. Mis manos son mi credencial: “Soy igual a ustedes. No escaparé fácilmente”. Una red que si te atrapa, no te suelta. Pasa algo extraño: primero, la natural resistencia a revolver basura. Después, robotizarse para el acostumbramiento, con el asco lejos.

De regreso, metidos como sardinas en el reducto que nos asignan, montamos sobre nuestras posesiones como si transportáramos oro. El que se descuida o se duerme, pierde. Con los ojos entrecerrados, pero atento, me dejo llevar por los sueños. Soñar no cuesta nada. Rebusco en mi interior. Si tengo algún don, éste aparecerá para cambiar mi suerte. No pretendo ser rico. Quiero un trabajo mejor. Compartir con mi madre esos gustos chiquitos que nos dábamos cuando ella trabajaba y papá vivía. El helado del verano. Un chocolate con avellanas. La torta con crema, postre del domingo. Un glosario de naderías para el que desconoce la pobreza a fondo. El de cartonero —lo tengo previsto— será mi último trabajo de desvalido. Es humilde, ya lo sé. Por eso mismo, quiero trasladarle la dignidad que aprendí en mi casa. (Estas ideas pertenecen a mi madre). Cuando papá vivía, la llamaba socialista, para hacerla enojar.

En julio, en medio del azote del invierno, mi diminuto universo cambió para siempre. Mamá —que me espera en casa todas las madrugadas con algo caliente— no está a la vista cuando entro a casa. La pava fría, sobre un fuego apagado. El hule rojo y blanco de la mesa y la latita con el malvón florecido, son lo único vivo en la cocina.

—Las vecinas la llevaron a la salita—. Don Cosme me informa con la vista baja. Me abraza fuerte y me empuja suavemente para que reaccione. Corro como el viento. En lo íntimo, intuyo que igualmente llegaré tarde.

Mi vieja parte cuando yo no miraba con atención para su lado. En silencio. Se escabulle como una sombra. Golpeo mi cabeza contra la pared. No puedo perdonar mi distracción. Y ella, siempre mintiendo una sonrisa para no afligirme.

—¿No sabías que tenía el corazón agrandado?—. El doctor de la salita habla sin mirarme mientras rellena el certificado de defunción. No le contesto. No puedo. ¡Tengo tanta rabia, y tanto por llorar!

La acompaño con Don Cosme y tres vecinas del barrio a lo que llaman la última morada. La pena moviliza una tormenta en mi interior. Me rebelo. No con el sistema —como parlotean los que esperan todo del gobierno— sino contra mí mismo. No entiendo porqué me permití esta modorra de conformismo que me inmovilizó. No medí la fuerza de mis brazos. No advertí que era joven. Que si me atrevía, otras opciones eran alcanzables. Hacer jardines. Acompañar ancianos. Leo con buena entonación y soy paciente. Juntar pelotitas que pierden los golfistas en el campo los fines de semana. Vienen muchos gringos, que dan buenas propinas. Ayudar al del barcito en los ratos libres. Me empantané solo. Lo peor: Permití que mi vieja, la mejor vieja del mundo, parta sin saber que puedo.

Don Cosme me consuela. Sospecha que este golpazo me parte en dos. El chiquilín de antes, y el hombre que sangra de pié, como un soldado. Una incógnita revolotea de mi cabeza: ¿Es necesario que se muera la persona mas querida, para que los telones del teatro del autoengaño se desplacen, dejándonos libres para ver el mundo tal y como es? Si esto es cierto, la vida es una caca.

Avanzamos en silencio por avenidas desiertas. Tumbas abandonadas de los que ya no sufren. Ni desengaños de familiares amnésicos, ni traiciones, ni dolor alguno.

Los huesos y el polvo retornados al origen. La sustancia que permanece, la que no alcanzamos a ver, navega feliz por rutas que idealizaron estando vivos. Cuando la carcaza era bestialmente pesada. ¡Qué costoso es el aprendizaje de intentar vivir!

Esa es la noche más larga y productiva de mi existencia. Me levanto al alba. Compro el diario. A seis cuadras de casa, el farmacéutico me examina. Se detiene un rato en mis ojos. Finalmente, me admite para trabajar detrás del mostrador. Salgo a la calle silbando. Presiento que algo magnífico está sucediendo. Un cambio radical. Termino el secundario en la escuela nocturna. Y yo, que jamás supe cantar, suelto los compases de una milonga antigua, que reduce el frío del agua que pasa por unas cañerías que piden a gritos por un fontanero.

Mi patrón me apoya para que me reciba de idóneo. Atiendo al público, me alquilo un departamentito cerca del trabajo. De noche, tomo clases de inglés y con un libro de yoga, estiro mis músculos perezosos en el piso, sobre un montón de diarios viejos. (Un recordatorio del pasado).

Una mañana, hojeo el periódico. Me entero que mis antiguos compañeros del Tren Blanco, se integraron a una o varias Asociaciones Barriales. Las que aparecieron pululando por las calles, golpeando cacerolas, haciendo sonar sus voces pidiendo trabajo, justicia para todos, seguridad. Oportunidades de estudio para los hijos: “Somos los mayores exportadores de cerebros del mundo”, pregonaban. “Nuestras familias se diezman hacia la mejor oferta, en países donde juntan dinero, pero añoran la gauchada, la familia, los asaditos domingueros”.

Consiguen artistas gratis, para ofrecer un recital a beneficio para que los cartoneros sean vacunados contra el tétanos. Una enfermedad que los amenaza, difícil de mejorar sin una buena asistencia. El Decano de la Facultad de Ciencias Exactas de la UBA., abre los brazos al proyecto. De inmediato se incorporan los científicos y los docentes. El alumnado, súbitamente se despierta del ensueño de la tontería, para solidarizarse. Se colectan cientos de kilos de mercadería, y es ese humilde pobrerio, el que traslada hasta un comedor infantil, en la provincia de Tucumán, comida, ropa, remedios, cuadernos, para compatriotas carenciados. Han fundado —con sus medios— una guardería donde cada anochecer, depositan a sus hijos para colocarlos a resguardo.

Una foto del diario muestra, bien clarita, la imagen del flaco del tren y de su mujer. Ambos sonrientes. Distintos. Con los brazos abiertos, como queriendo abarcar al mundo y a sus congéneres. Otra vez golpeo mi dura cabeza contra la pared. Tengo que aprender a valorar la ambivalencia genial que cada ser humano conserva en su interior. Los de la foto, son los mismos que yo miraba con miedo y algo de desdén. A mi formación como hombre de bien, le quedan muchos huecos. En un Foro Social Mundial, un escritor llamado Galeano, emocionado, explica el fenómeno de la solidaridad con esta frase: “Son Valores que no tienen precio”.

Mientras suelto amarras hacia el crecimiento, me enamoro de la hija menor de este padre supletorio que me regaló la vida. Alguna que otra noche, siento oprimido el pecho. Como si una plancha de hierro lo aplastara. Tengo miedo de estar viviendo un sueño. Despertar, y descubrirme ignorante y egoísta, como antes. A pesar de mis logros, la sensación de vacío en la boca del estómago de aquél lejano y terrible mes de julio, reaparece dentro de mis pesadillas. Se instala por un rato. Se esfuma cuando suspiro. La sonrisa alentadora de mi madre se desvanece en el entresueño.

4 comentarios:

  1. Querida Tiky: el Cuento me parece Genial!! me gusto mucho. Riquisimo en contenido y enseñanza!
    Es muy realista y te hace pensar mucho lo q es pasar por la pobreza. Animarse-jugarse y saber q uno es capaz de Dar-Hacer Mas de lo q hacemos y sobretodo tambien Valorar lo q tenemos y demostrar a nuestros seres queridos (en vida)de lo q somos capaces.
    Segui Asi!!! Nos Deslumbras con tu Lucidez y Sabiduria.
    Muchas Gracias!!!
    Te Quiero Mucho
    Maria Laura Alcaraz

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  2. Tiki, muy lindo el cuento!!!
    Ya veo por qué me lo recomendaste, hace reflexionar. No caí tanto pero estoy pasando por una etapa de estancamiento parecida. Espero que este año que viene se revierta.
    Un beso grande!!!
    Adrián

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  3. Querida tia, como siempre esplendida! No se como lo logras, pero siempre me llevas al mundo de tus cuentos, en cada detalle, en cada sensacion...
    Hermosa historia que llevaria a muchos a luchar con un poquito mas de fuerzas en sus vidas en busca de logros. Te felicito
    Un beso grande, Adriana

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  4. Maravillosa obra con un enorme poder descriptivo y de sintesis,con vividos instantes que se perciben en la narracion con toda claridad (Dios conserve tu claridad)

    Estoy fuertemente impresionado por la fuerza que mana de este relato!!!!

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