18.12.09

ABUELA ATA.

Nuestra Ata nació en un pueblo de los que rodean a Orense, Capital Provincial española. Poseía un arrogante orgullo de raza y de raíces, que se evidenciaban en los cuentos que con paciencia benedictina desgranaba en los oídos de mis hijos—sus nietos. Algunos, de fuerte contexto realista. Otros, que inventaba y soltaba con natural gracejo. El Puente de los Romanos y la Plaza Principal se convertían en escenarios vivos para su pequeño público, que la escuchaba con la misma atención que ella colocaba en el instante. Lo imperdible en la narración venía cuando, encendidas las mejillas por el recuerdo de la travesura, raptaba la atención infantil hasta los fondos de su casa familiar. El aire se cargaba de suspenso:”En esos fondos — decía— había un pedregal. Con mis hermanos, arrojábamos piedras medianas por un hueco. Esperábamos con el Jesús en la boca. Ni medio segundo pasaba y ya oíamos el chocar de la piedra contra el metal. Monedas de oro, que ocultaron los gitanos cuando la gente del pueblo los echó”. Esto de las monedas era el toque mágico. Causaba estupor y por supuesto instalaba la idea de crecer rápido, viajar a España, hacerse ricos y llevarla a visitar su tierra, extrañada en silencio.
En esa época empecé a darme cuenta del dolor incurable que significa el desarraigo. El coraje que debió tener, para atreverse a la hazaña hacia lo desconocido, siendo apenas una niña de diez y siete años.
Una tarde de invierno, les contó — entre rubores — como se enamoró de un extranjero. ” Lo conocí en las kermeses de la plaza. Era alto, moreno y de mirar altanero. Algo que no combinaba con lo pobre de su vestimenta, haciéndolo doblemente atractivo. Para el domingo siguiente ya lo tuve todo arreglado con mis amigas: Sentarnos en los últimos bancos de la iglesia y escaparnos hacia el Puente mientras nuestras madres bostezaban envueltas en sus pañolones oscuros. Los sermones del cura mataban de puro aburrimiento, por más piedad que se tuviera por todos los males de la tierra.
Allí esperaban nuestros candidatos. Parcos en el hablar. Mas tímidos que nosotras...Pero el machismo heredado se hacía presente dentro de los burdos pantalones cosidos a mano por las madres. Más tímidas unas, más atrevidas otras, a todas nos corrían sudores y salivas tibias corriendo al galope, humedeciendo trapos.
Yo tenía de guardiana a mi hermana mayor, Maria. Éramos diferentes en todo. El agua y el aceite, nos definía nuestra progenitora. María era alta rubia y huesuda. Heredera legítima de los celtas que fueron nuestros antepasados. Y yo...ya me ven. Soy oscura de tez, mi cabello es demasiado rizado. Mi padre le hacía burlas a mi madre, entroncando mis ojos verdes y mi temperamento con el tropezón de quien sabe que abuela contra un moro, que también ellos supieron deambular por mis tierras gallegas.
Esa fue la inolvidable tarde de domingo que me abrazó por primera vez un hombre...Me aferré a él, dejé que me desarmara el cabello sujeto con peinetas, y cuando me besó suavecito, lo supe. Niños, de verdad, lo supe: Ése sería mi marido. No me importaron las críticas de mi hermana, que me censuraba los apurones por escapar de nuestra casa con un desconocido. Un Portuga —, esto despectivamente— que cruzó el Río Miño casi sin ropas, perseguido por la policía, o tal vez peor: Un patán escapado de un hospicio.
Dos meses mas tarde nos casamos y tomamos el barco que nos traería para la Argentina. Las primeras náuseas del embarazo hicieron interminable aquél viaje. Me calmaba en las noches cuando con voz bajita, mi enamorado me cantaba al oído un viejo fado aprendido cuando pequeño, allá, en el Algarves natal...Me abrazaba fuerte, con ternura y desarmaba con besos mi añoranza de madre, hogar y hermanos…
¿Saben niños una cosa? Me dan un poco de pena los jóvenes de hoy en día...Desconocen el romanticismo...Los suspiros no se usan. Las tiernas palabras sentidas por Bécquer en sus hermosas Rimas, no desarman sus corazones, como nos pasaba a los de nuestra generación...Mucha televisión y escaso sentimiento...Algo para tener en cuenta ¿No creen? El sentimiento es como una hermosa planta. Para verlo crecer lozano es menester abonarlo con paciencia. A veces, para que sobreviva, debemos renunciar a cosas que hasta ese momento, parecían irreemplazables”.
La voz se le quebraba en el suspiro. En ese momento, sus nietos eran niños. La inteligencia natural le adelantaba que sembraba buena semilla en tierra fértil. Cuando estos pequeños crecieran, serían buena gente.
Sus hacendosas manos artríticas, continuaban activas, remendando fondillos de pantalones, o en la cocina, friendo cantidades de papas que no alcanzaban a llegar a la mesa. Se dejaba robar por las manos de los nietos, con sonrisa cómplice. Algunas tardes, los hacía cargar un canasto de mimbre donde guardaba una torta casera, una gaseosa y un paquete con piolín y pequeños alfileres. Les enseñaba a armar, con palitos juntados de los árboles los anzuelos de pesca. La cuneta elegida casi no tenía agua y jamás nadó en ese sitio pececillo alguno. Pero la alegría que compartía con sus nietos, la manera de entretenerlos con naderías y ternura, la fueron transformando en la madre supletoria que mis huérfanos precisaban. Yo debía trabajar duramente para intentar mantener en pie aquél hogar, donde cinco pares de ojos niños esperaban el milagro creciendo desde mi trabajo.
A nuestra Ata el tiempo le quedó corto, igual que a mí. Ambas pasamos la rudeza de un golpe certero en medio del corazón. El hachazo que arriba sin preaviso. El que todos los humanos tenemos seguridad que llegará algún día... pero al que le negamos el permiso de entrada. La responsabilidad que se asoma, esconde en su interior al miedo. Miedo a defraudar. Temor de nosotros mismos, puesto que somos ignorantes de la fortaleza que tendremos para enfrentar el desastre. Si seremos lo bastante inteligentes para sobrevivirlo. Qué alcance tendrá nuestro valor para defender el nido y los polluelos en un mundo agresivo, oscuro, defendido por las espaldas amuralladas de nuestros maridos hasta el día de ayer.
Cuando alguien enferma y se lo cuida, y se va y se viene de médico en médico buscando solución a la pérdida de la salud, el grupo familiar, integrado encuentra consuelo en la certeza de estar haciendo hasta lo imposible por la persona querida. El desgarro que sufre el corazón cuando uno se entera de la pérdida a través de un cable telefónico, o por un uniformado que toca a nuestra puerta, es un corte mortal en las arterias. Vagamos con el pensamiento, nos culpamos por palabras no dichas. Por caricias escatimadas, por horas desperdiciadas. El tremendo minuto de dar la mala noticia a nuestros hijos. Los hijos que deseamos juntos. Los herederos de nuestras horas de entrega, cuando el angelito del amor, como un diminuto bailarín con tules y carcaj, festejaba al niño ovillado en el vientre.
¡Cuántos paralelismos en la vida de ambas! En el momento señalado con las palabras que pudimos, tuvimos que explicar que el hombre — árbol— el padre protector jamás regresaría.

El Portuga ignoraba la historia de Alejandro, El Conquistador. Pero al descender del barco, el pecho se le expandió con fuerza. La misma fuerza que traía en los brazos, que le desbordaba del espíritu, que lo hacía presentir que si trabajaba duro, la tierra sería generosa. Podría ofrecer a su mujer y a los hijos que llegaran el techo merecido. Darles educación. Una ley generosa ordenaba que la instrucción primaria fuera gratuita y obligatoria. ¡Tanto escuchó de las posibilidades de prosperar en el Nuevo Continente! Un pariente lejano de otro pariente, le escribió diciendo:”Aquí plantas un palo en la tierra y brota una escoba con sus cinco hilos”. Miró hacia el Río de la Plata, encrespado y marrón y pensó que mas que río, esa corriente se parecía al mar. Abrió los brazos y apretó entre ellos a la mujer deseada y al hijo en gestación, ése que algún día yo encontraría por puro azar en mi camino.
—Todo está aquí, mujer — dijo con voz emocionada —. El trabajo y la felicidad.
Enérgicamente espantó a los que ofrecían empleos:”No vine a América para ser sirviente de nadie. Tenemos buenas manos...Somos inteligentes. No precisamos limosnas.”
Se instalaron en el sur de Buenos Aires. Portuga salía muy temprano, empujando una carretilla de madera hecha con sus manos, a vender tijeras, hilos, cortecitos de tela, puntillas y agujas para tejer a las vecinas, que lo empezaron a llamar afectuosamente,”marchante”.
Cambió un cerdito pequeño por una vieja máquina de coser a lanzadera. Nuestra Ata preparó con ella el ajuar del primer hijo, ingeniándose para cortar y coser pantalones, camisas y fajas de colores, que colocaba cada amanecer dentro de la chirriante carretilla. Cuando nació el segundo niño, eran dueños de un camión destartalado y la tierra era pagada puntualmente. Portuga no exigía recibos, porque era honrado y creía que la palabra era suficiente garantía.
Los sueños se cumplían...sobre una tierra resbaladiza, que nos acecha para hacernos caer. Tentaciones que pendían de los árboles, como las bíblicas manzanas que evidenciaron la debilidad del carácter del hombre.
Portuga se presentó un atardecer con la camisa desgarrada.
— “Me enganché con un clavo del camión—“, explicó bajando los ojos con vergüenza.
Y otra noche de llegar tardío:
—“Me entretuve un rato con un paisano”...Y otra: —”Le pegué unas trompadas a uno que se quiso propasar...”
Pretendió arrancar una sonrisa de la esposa. Ella lo apartó, erizada la piel, cruzados por relámpagos los ojos.
— Los niños te esperan al atardecer, como antes...Cuando dabas vuelta en la esquina y tocabas la corneta...Los dos paraditos en el portón esperándote como pequeños soldados...Algo está cambiando dentro de ti marido...y ese algo no me gusta.
Cenaron en silencio. Los hijos dormían. El torbellino rebullía dentro de la mente de nuestra Ata. El repiqueteo de las advertencias de la hermana:”Mira que dicen que es un camorrero...un vulgar buscador de pleitos.”
Se acomodaron en la cama como para descansar. Portuga se durmió enseguida. Nuestra Ata, desvelada esperó el primer canto del gallo. Lo despidió con un mate, esquivando el beso.
“Esta noche hablaré formalmente con él...Si no se enmienda...pues me tomo a mis hijos y regreso a mi casa con el primer barco que zarpe”.
No hubo enfrentamiento, ni siquiera discusión. El policía que golpeó las manos en el portoncito de entrada era duro en el oficio. Al enfrentarse con esta joven mujer, con dos pequeños aferrados a su falda, titubeó. Pasó un pañuelo secando el sudor, nervioso. Quiso expresarse sin causar dolor. Un imposible.
—Señora...su marido... su marido quiso defenderse con la sevillana… pero el matón tenía un revólver...
Veinte son muy pocos años para enfrentar una situación de esta magnitud sin equivocarse. Los timadores, siempre alertas, se quedaron con la casa, el camión y la tierra. A tientas, como se mueve un ciego, mudó sus pertenencias al centro de Buenos Aires. Los conventillos que rodeaban las inmediaciones de la Plaza de Mayo, estaban repletos de inmigrantes con los sueños rotos. Los varones perseguían porterías de edificios, las mujeres, colocarse de domésticas en las casas de los ricos.
Nuestra Ata se atrevió con la costura y guiada por un anciano sastre bondadoso, se especializó en la confección de pantalones y chalecos sobre medida.
La vida parecía enderezarse. Para aparentar más edad, peinaba su cabello con una severa trenza y salía de la casa solamente para trabajar.
El hijo menor crecía como un artista en potencia: –“Algún día tendré un violín de concierto...Tocaré en los mejores teatros del mundo...” —. Lo decía tan convencido, que seducía y enorgullecía a la madre y al hermano mayor.
Repentinamente, el chiquillo un día enfermó de gravedad. Esa clase de males, que obliga a los doctores a la humillación de reconocer sus límites. No alcanzaron a diagnosticarlo antes de la súbita partida.
Cuando despedimos un ser querido, sentimos vacío en el centro del abdomen. Espacio que llenamos con trabajo o tratando de no pensar. Pero cuando el que nos deja es un hijo, las madres flotamos en un agujero negro como son negros los agujeros del espacio. El español, idiomáticamente es millonario en voces. No posee una sola palabra que identifique la sangre que derrama una madre al perder un hijo.
Cuando me casé con el mayor, nuestra Ata se incorporó a nuestra vida con la suavidad de los buenos sucesos de un hogar. Mi familia creció más rápido de lo que yo esperaba. En la misma medida, ella agrandaba el regazo para la ternura. Jamás discutimos. Nos regíamos con un código de miradas, no necesitábamos palabras para comunicarnos. Esta sociedad de amigas se hizo presente el siniestro día en el que perdí a mi marido. Fumigaba unos campos de algodón en Guatemala. El motor del avión dijo no va más, cayó pesadamente al suelo y para nosotros, el mundo entero se detuvo.
Nuestra Ata se hizo cargo de la desolación de la familia, desestimando su propio dolor. Sus brazos nos rodearon. Se multiplicaba para prestar un pañuelo, o dialogar con los chicos, susurrando sobre la esperanza y el coraje. Hablaba del destino como una pitonisa: Destino que debíamos aceptar, puesto que al nacer, traíamos puesta la consigna ineludible del morir.
Desde mi cuarto, encerrada y hostil, los adivinaba rodeándola, sentados sobre sus piernas, o arrollados y llorosos contra el piso. Y su voz, calmada, contando:”Una vez, cuando pequeña, tuve una fuerte discusión con vuestro bisabuelo…que era un hombre muy alto. Tan alto, que justificaba ante mi madre su haraganería diciendo que no trabajaba la tierra porque le quedaba muy lejos. Insistía, muy seguro, que las mujeres no debían aprender a leer o escribir. Que la lectura abría la cabeza solamente para meternos ideas raras. Cuando viajó a Cuba, contratado para las obras del Canal de Panamá, mis hermanas y yo corríamos con el viento gallego a la escuelita. Aprendimos lo que pudimos. Ustedes, que tienen el conocimiento y las posibilidades del aprender, no deben dejar que el tiempo corra...y el único título que consigan sea el de burros.”
—Y ahora...!a la cocina!...Entre todos haremos algo rico y dulce, que levante el ánimo de vuestra madre.
Desarmada por dentro y por fuera, yo me removía dentro de las sábanas. Señor…!Que insoportable esta soledad preñada de recuerdos! La almohada vacía...Mi bostezo matinal que era reflejado en el espejo de sus ojos, perdido para siempre. La envidia saludable con la que contemplábamos a un par de ancianos, caminando tomados de la mano. “Así nos verán nuestros hijos algún día”. Exclamaba, coqueteando con el futuro…Sus mimos para despertarme, las noches en las que se desvelaba:—“Pequeña marmota — se burlaba — mientras nosotros dormimos, alguien descubrió que el carbono 14 nos contará la edad de cientos, tal vez de miles de materiales del planeta...” Dios mío...Cuanto extraño a este hombretón de ojazos verdes y ternura inacabable.
Me entran ganas de tapar los espejos. Estoy segura que sufre porque me oye llorar. O tal vez, en la nueva dimensión en la que navega su alma, la misericordia divina lo proteja y no nos vea ni oiga. Puede ser que cuando estamos ahí, el olvido se instala para darnos paz. Esta incógnita me será revelada cuando estemos juntos. Esta vez para siempre...
Mi mandato, escrito en letras que no sé leer, pero que adivino, es otro. Debo reaprender a vivir. Con otros códigos. Con otros recursos. Deponer mi egoísmo. Acordarme, todo el tiempo, que nuestra Ata ya pasó por esta arena movediza y pudo salir airosa. En ese territorio están enterrados su marido y ahora sus dos hijos. Es imperioso abandonar la cama. Bañar mi cuerpo. Vestirme con la ropa y los zapatos que él prefería y abrir mis brazos al movimiento incansable de lo cotidiano. Mis hijos esperan mi retorno. Debo dejar de discutir con el destino.
Por más de cincuenta años, nuestra Ata estuvo con nosotros. Pudo cerrar los ojos cuando el último de los nietos la visitó en la sala de terapia intensiva, tomada por sus brazos. Es duro para un joven constatar que nada ni nadie escapa a su destino.

Cuando oigo a Los Beatles en alguna radio, me acuerdo de la primera vez que ella los escuchó cantar. Dejó el tejido a un lado, y anunció:”Estos jóvenes cambiarán la música del mundo”. Abuelita profética, la nuestra.

Pasa un largo tiempo hasta que vivo este momento especial. Estoy en España. Mi Ata me ha dejado en herencia las hijuelas de su tierra gallega. No puedo contener la emoción y el nerviosismo. El Fiat de mi hijo Rubén trepa el caminito de cabras que nos dejará en el pueblo que conocemos a través de sus anécdotas. A la izquierda, en el recodo, dejamos atrás a Orense con su plaza, su puente y su iglesia. A la derecha, caprichosamente, las zarzamoras se entremezclan con los rosales silvestres, enredados en alambres oxidados. Antes, hemos visitado la Iglesia. Caminando por el largo pasillo, hacia la salida, mi oído afinado con la edad en la percepción, captura las voces conspiradoras de nuestra Ata y sus amigas: Silabean en gallego. Combinan el momento justo para la escapada riesgosa hasta el Puente Romano.
Me llevo la mano al pecho, que pega pequeños saltitos peligrosos. Tengo que respirar profundo, buscando la distensión de este músculo llamado corazón, que parece un tambor.
Este encuentro con el pasado de alguien tan querido me emociona. Son gruesos los lagrimones que mojan mi blusa.
Mi hijo me observa con atención.
—No llores, Vieja...Nuestra Ata fue feliz con nosotros..., a su manera...
Como si su mano fuera un salvavidas, me aferro a ella para mentir:
—Tienes razón, hijo...Alguna vez, la abuela fue feliz.
Mi pensamiento no coincide con el de mi hijo. El recuerda a la anciana que se desplazaba por los cuartos, dejando una estela de perfume a canela. A la que cuidaba el jardín con hierbas que curaban casi todo. A la que escondía trapisondas y olvidaba reclamar el vuelto si hacían algún mandado.
Yo la veo en el Puente. Jovencita, el pelo enmarañado, las peinetas de carey, abandonadas. El manoseo torpe pero caliente de Portuga. La oferta del corpiño entreabierto, como en un descuido. El beso eternizado en las brasas del peligroso incendio. Una cápsula mágica los separa de la realidad. Hasta sus oídos sordos, no llegan los alertas de María, ni los regaños maternos. El cielo y la tierra son de su exclusiva pertenencia.
MORUNA
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5 comentarios:

  1. CARMEN,QUÉ PRECIOSO ESCRIBES!!! PASÉ POR TU BLOG PARA ENVIÁRSELOS A MIS AMISTADES Y ME DETUVE EN ESTE CUENTO ATRAPANTE QUE ME HIZO REÍR Y LLORAR, VIAJE CONTIGO Y CON LA ABUELA ATA QUE DESDE ALGÚN LADO SIGUE SIENDO MAESTRA DE LAS ABUELAS ¿NO? TE FELICITO Y MUCHÍSIMAS GRACIAS!!!!
    IRIS C.

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  2. QUE PRECIOSIDAD DE RELATO. HE EMPEZADO POR CASUALIDAD Y ME HA ENGANCHADO DE PLENO. AGRADEZCO A IRIS QUE ME HAYA LLEVADO HASTA AQUI !! ME HE EMOCIONADO DE VERAS... MUCHAS GRACIAS

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  3. Es increible tu capacidad para describir las emociones Tía...... los años y la lucha nos vuelven un poco duros pero tus relatos me dejan con el corazon sobresaltado...., que lindo que escribis y cuanta historia tenes para contar!!! Cuanto brillas Tía, sos uno de los seres luminosos mas brillantes que conozco. Te felicito, un orgullo tenerte cerca. Ale Kari Barrere

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  4. Hermoso relato lleno de vividas sensaciones,gran poder descriptivo (visto raras veces).Un verdadero viaje virtual.Donde estabas escondida?

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  5. Un viaje espléndido, una historia conmovedora como la de muchos abuelos inmigrantes que nos marcaron a fuego, soportando estoicamente los golpes de la vida con entereza y lealtad al supremo que nos regaló el maravilloso don de vivir la vida.
    Felicitaciones Carmen. Fernando Pachiani de Mercedes ( www.scriptumcuentos.blogspot.com)

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