9.9.11

LA FALSA LOCURA DE CAMILLE.




Diciembre de 1864. En el seno de la familia Claudel, mojigato y miedoso del que dirán, irrumpe una niña bellísima que a medida crece expone genialidades y atrevimientos que escandalizan al núcleo familiar por sus diferencias. La mirada azul es altanera, la boca generosa en exceso y la mata de pelo caoba, indomable. La gracia festoneada de sensualidad — todavía inocente — escapa de sus manos, de los pollerones con volados con los que la madre intenta disimular lo inocultable. Verla moverse es exhibir delante de esa cerrada sociedad, los pecados ancestrales que toda familia de respeto esconde debajo de la cama.


La madre es una señora estructurada en acero. A medida tropieza con la fortaleza de Camille, busca refugio en su hijito menor, Paul, que vino a este mundo para sonreír si la madre lo solicita, estudiar como es de rigor y mientras hila uno que otro verso, mantiene en alto la hipocresía con la que consigue favores y estima. Es la antítesis del caos que provoca la hermana. Está predestinado desde la cuna para aportar brillo y gloria a este clan, que debe resistir de pie la sombra que provoca Camille, rompedora de modales victorianos, moñotes de organdí y zapatitos Guillermina.


Mal vista dentro de la casa, la chicuela huye al bosque cercano; se coloca con la pancita sobre el suelo y amasa figuras de barro; enanitos con barba, flores en forma de corazón y una figura regordeta y ventruda, bastante parecida a su tío, el cura del pueblo. Ríe con el viento y baila al compás de una música que inventa copiando el sonido de los pájaros que la espían absortos. La vida la penetra en oleadas tibias, calientes en la entrepierna. Rodea su cintura con sus brazos flacos, acaricia los senos que ya brotan. ¿Tendrán dueño algún día? ¿Cómo será el hombre que aparecerá en su camino? La gloria del instante se esfuma. Regresa al hogar imitando los gestitos mentirosos de Paul. No logra ocultar a los ojos maternos el barro de los zuecos, las uñas negras de artesana y los faldones sucios. Súbitamente cambia la imitación degradante por el volcán que ruge, desafiante: ¡Cuando sea grande voy a ser escultora! Y escapa escaleras arriba antes que le endilguen el sermón de costumbre.



Desacatada y mayor aprende de la mano de Augusto Rodin. Furiosa, apasionadamente, trabaja junto al gran maestro…del que se enamora a su manera, volcánicamente. ¿En qué momento de esa relación es ella la que enseña? ¿Cuan grande es el tamaño de su magia, que este hombre condecorado dos veces por La Legión de Honor, a cuyos pies baila Isadora Duncan, adivina que ella puede competir con él? ¿Podrá esta joven oscurecer el talento que lo hizo famoso en el mundo entero? Cambian los vientos en la relación. Envidioso, critica con ferocidad la obra de Camille. Se aman y se pelean con una intensidad tal, que los amores, que eran secretos, empiezan a ser la comidilla del mundillo artístico, para rodar como bola de nieve a reuniones de señoras que tienen ganas pero no se animan. Él amenaza con abandonarla. Ella, desbocada, irrumpe en el atelier de trabajo y destroza sus esculturas, descalabra los bronces y pisotea yesos. Si Augusto deja de amarla, ella es una mujer rota y rota debe morir su creación.


Él no acusa recibo del incendio…Debe cuidar su fama y su matrimonio no debe correr riesgos. Tampoco su bolsillo. En plena metamorfosis del amor al desinterés, pide ayuda al hermanito Paul, transformado en embajador y dulce poeta al mismo tiempo. Conspiran vergonzosamente para quitarla del medio. Ni el genio ni el bardo serán, a futuro, comidilla de la sociedad pacata a la que pertenecen.


La internan con sigilo y astucia en un hospital para dementes, lejos de París. Treinta años encerrada permaneció la artista. Treinta años lúcidos, sin amor y sin ternura. Treinta años sin el perdón de la madre, sin arcilla, sin yesos y sin bronces cerca de las manos. Jamás la visitaron ni Paul ni Rodin.


Tenía 79 años aquél amanecer en el Hospicio de Montdevergues, cuando la tristeza pudo más que ella y se dejó morir.


Carmen Rosa Barrere.

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