8.2.10

Música para Eloíse

MÚSICA PARA ELOISE.


Eloise dormita en las escalinatas de la Ópera y vigila sus propiedades: la cajita dentro del corpiño, el carro destartalado, los periódicos viejos, la radio sorda, un abollado jarro de latón y la bolsa con ropa limpia. Casi todas de abrigo, porque ella siempre tiene frío. Asoma el otoño y empapela veredas rotas con hojas muertas. Aterida, Eloise cubre sus hombros y la persistente rigidez de los huesos con lanas encimadas. Para el resquebrajamiento de los hielos interiores nadie inventó cobijas adecuadas. Gélido, el aire eriza sus cabellos y corroe la última esperanza. Si un artista quisiera plasmar “un alma en pena”, Eloise sería una modelo ideal.

La alimentan, higienizan y recambian su calzado viejo por otro menos viejo, las monjitas francesas de un colegio próximo al teatro. Eloise acepta la generosidad tímidamente. La Hermana Cristina consigue que hable una que otra cosa, siempre en francés. Cuando aparece en el comedor para indigentes, extiende el plato sin mirar a la asistente de cocina. Callada, sin prisa, como alguien que come porque todavía no optó por dejarse morir. Elige el sector menos concurrido. Come distraída. Con movimientos delicados seca su boca con un trocito de tela. Ajena al momento y ausente de ella misma.
— Parece muda —.Observa una mujer que arrastra a dos niños boquiabiertos como pájaros hambrientos, mientras sus mentes sueñan con patear una pelota o arrullar un bebé de trapo.
— A mí me parece loca...No es fea, tiene lindas manos. ¡Pero a qué inventar historias aquí, donde cada cual tiene la suya! —. La respuesta viene de Fermín, que está detrás en la cola. Fermín camina con muletas. Las patillas de los anteojos, fuera de sitio. Se adueña del plato y huye despectivo de la turba que huele a sucio y a miseria. Abre un libro ajado y simula leer la vida de Sinhué, el médico de los faraones. No intima con sus compañeros de desgracia. Lloriquean por la familia ausente y despotrican contra el gobierno de mierda, que promete milagros en el fragor de las campañas políticas, para caer amnésicos en cuanto se adueñan de la torta. El vejete es un criticón sin remedio. Fermín y Eloise son dos raros, injertados por la desventura entre el mundillo de los indigentes. Murmuran que el cegatón era un buen médico, que cayó preso por una mala praxis. Que intenta escapar de los cargos de conciencia bebiendo. Junto al vaso vacío, reaparece, fustigándolo, la chica muerta con los ojos abiertos, sobre la camilla. Ojos acusadores, imposibles de olvidar. Fermín se golpea la frente y bebe un vaso tras otro. Odia los noticieros y le dan calambres los diarios. No está enterado que el nuevo Jefe de Gobierno sí intenta hacer algo por los necesitados. Haciendo buena letra, el novel mandatario emplea directores, subdirectores, secretarias, amiguitas y parientes que brotan como hongos. Sus favorecidos rastrillan escondites donde duermen los sin techo. Primero los lugares céntricos, por donde pasean los turistas. (Esos mal intencionados, que enfocan paredes derruidas, criaturas mendigando, linyeras dormidos sobre cartones, envueltos en harapos). La erradicación de mal vivientes se realiza a fondo. Liberan de vergüenza la Catedral, los accesos a los Bancos Internacionales, al puerto, remozado y de moda, con restaurantes lujosos, donde se saborea carne asada con champán francés. Esa parte de la ciudad reluce.

En la Ópera encuentran a Eloise. Sueña con la oreja apoyada en su radio muda, palpando su cajita con mariposas muertas, obsequio de Raúl cuando navegaba. Al advertir que la llevan, grita por sus pertenencias. Ahí se enteran los compañeros que la mujer no es muda. Habla en un idioma que ninguno entiende, pero habla.
Eloise y Fermín son internados en el mismo lugar: en las afueras, cerca del río. Una construcción antigua que fuera convento de una congregación de frailes. Las paredes soportan con estoicismo la degradación del tiempo, que las recubre de cascarones marrones, oxidados. Las ventanas son altas y pequeñas. Los camastros de los dormitorios son de hierro. Crujen en la noche, chillando historias de insomnios de tanto cura desvelado…o revelado, pero sin salida. Son una veintena de parias, alegres porque tienen techo sobre sus cabezas, comida y una enfermera que aletarga con una inyección certera a los revoltosos. Un doctor los reúne una vez por semana y les pide que hablen. Que se “abran”. El primero en saltar al ruedo es Fermín. Desesperado por ser atendido, suelta una andanada donde entrevera hechos que van de atrás para delante, o enlazan al azar otra historia, que nada tiene que ver con el principio.
La audiencia bosteza. El médico observa su reloj. Fermín cae de su nube, mira a los asistentes, se encasqueta la dignidad y pega la retirada del escenario de primer actor.
Eloise embolsa la merienda y camina con el cuerpo desgajado hacia una piedra chata, en la ribera. Estira las piernas delgadas y se acomoda para no perder la visión del río. Un río ancho, que no se parece a su añorado mar. Pero arrastra agua. Al enfrentarlo y mirarlo fijamente, ella misma se convierte en líquido, buceando para hallar a Raúl. Se atomiza y forma parte de cada partícula en movimiento. Un hondo suspiro aliviana su mente, que se deshace en neblinas. Como sombras, las imágenes juegan a las escondidas. Los mejores y peores hechos de su existencia empezaron y están acabando próximos al agua. El agua le trajo a Raúl, hasta que pérfidamente, se prendó de su gallardía marinera y una noche se lo llevó definitivamente a dormir el sueño eterno dentro de su lecho.

Si la corriente viene empujada por el viento, arremete sobre las piedras y se desmelena contra ellas. Eloise percibe tintineos musicales. Reclamos amorosos de peces, moluscos, seres fosforescentes buscándose, en la urgencia del apareamiento. Pequeñas olitas remolinean bailando. Con nitidez sus oídos escuchan que está sonando un vals de Strauss.
El vaivén del agua y los reflejos del sol son fascinantes. A través de su mágico caleidoscopio, divisa a Raúl apoyado sobre la borda del barco. Atento a la labor, pero con el espíritu dentro de la casita que la protege a ella, su amada. Lejano navegante, adherido por el amor a su cama, a su talle y a su risa. A la música, que ella interpreta en el viejo violín que Raúl le compró a un anciano artrítico en el puerto de Barcelona. O mirando a lo lejos, le llega el aliento de la sopa de cebollas que cocinaban juntos, con el invierno apretando desde afuera.

El día que la conoció, Raúl supo que su destino cambiaba. Ella era su puerto y para Eloise, Raúl era el mundo entero. Tres años felices, compartidos mano contra mano. Momentos fugaces, que su memoria saltea en la insidiosa muerte neuronal. Atardece y Eloise sigue su hipnótico jugueteo con el agua que se desliza ajena a la locura de la mujer que mira. Cuando sosiega el último suspiro, la superficie, cansada de saltar, se aquieta para recibir los reflejos anaranjados del ocaso. La joven revisa las nubes en el horizonte. Si se forman ovejitas algodonosas, a los tres días llueve. Como en cámara lenta, apoya y quita la radio, cambiándola de una oreja a otra. Si afina el oído, no se pierde su trozo preferido de la obertura de “Poeta y Aldeano”.
Eloise nació en la campiña francesa, en una aldea sobre la costa del mar. Hija mayor de una mujer simple y crédula, de sexo caliente, que exclama: “Este hombre no miente”, cuando se entusiasma para preñarse a la noche siguiente.
Eloise es la mayor. Cae la tarde cuando escapa hacia la costa. Dos barcos, una canoa tardía. Los pescadores recogen las redes. Otros arrastran barcazas repletas de pescados. Hay desfachatez en los piropos de los fornidos trabajadores cuando la ven pasar. La persigue el insulto de sus mujeres, que conocen a la madre y enseñan las fauces a la hija, por las dudas.

El horizonte, pintado de estrías alargadas, se despide del día. Entonces aparece la magia. Ellos se descubren. Fogonazos directos, como un láser. Un marinero al borde del mar, a la misma hora que esa joven delgada, sostenida como por milagro por sus piernas. Velozmente la compara con una mariposa. Colorida, tenue, inocente, a punto de tomar vuelo al menor soplido. No cree lo que ve. ¿Y si se equivoca? Las miradas se buscan. Ella se ruboriza. Infantilmente, se toca la falda, en un acto fallido de estirar la tela. Se mira las manos y sonríe. ¡Dios nos libre de las ninfas púberes! Gritan las vísceras del viril marinero, para el que la vida sin riesgos es una verdadera caca. El puente se tiende con la inmediatez de la juventud. Sin pedir permiso, la embarca y se la lleva a su país. Otro idioma. Otros hábitos. En el fragor de los reencuentros, olvida que no están casados. Eloise no tiene documentos. Su barco es moderno, él tiene seguro de vida. ¿Qué le puede pasar? Además, Eloise tiene unos ahorritos.

En el otro confín, los agresivos hielos noruegos hieren de muerte a la nave. La neblina espesa es la mortaja que envuelve a los navegantes del naufragio. Ese día, Eloise olvida el poco idioma aprendido y no puede discutir con los parientes angurrientos por sus bienes. Un adolescente con aritos y tatuajes se apropia de su violín y la muchacha, aterrada, se desconecta de la realidad y escapa de sus agresores, apretando la radio, que a nadie interesa porque es vieja.

— Fermín…No critique más a Eloise…Su historia es triste, igual a la suya…Y fíjese, la única lucidez que conserva, es la de creer que su radio suena, y que el agua le traerá de regreso a su amante…Afloje, amigo. Déjela en paz—. El doctor conoce las saetazos malévolos que suelta su paciente contra la mujer. Fermín se calla. Aprieta su libro en alemán, haciéndose el que lee. Fermín es criollo, y de alemán no sabe ni jota, pero ese es su secreto.
Eloise, sentada y ausente, acomoda su ropa y alisa su pelo. Debe estar elegante para cuando empiecen a tocar Madame Butterfly. Acaban de anunciarla.
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CARMEN ROSA BARRERE

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