18.10.11

Fútbol era el de antes.

El domingo los varones se levantaban sin necesidad del despertador o del zamarreo materno de los días de clase. Peleaban en la puerta del único baño para ver quién de ellos llegaba primero a la canchita que el vasco Román les prestaba durante las horas de la mañana para que los más chicos patearan la pelota. El mismo Román ejercía otros roles: era el director técnico y el que les tironeaba una oreja si jugaban con desgano o usaban tretas para golpear a un compañero. Además, era el dueño indiscutido y absoluto del silbato. Silbato que cobraba sin piedad los errores que terminaban con la deshonrosa expulsión del potrero. Castigo vergonzante cumplido entre lloriqueos y mocos a los que Román, desde su estatura, ignoraba.
La caída del chico traía cola: Explicar a los padres el porqué de la silbatina y preparar el ánimo para la retahíla que venía a renglón seguido. El entrenador no tenía preferencias, era un hombre mayor y si castigaba a alguno era por algo. Los chicuelos iban para aprender, no para discutir o usar la fuerza bruta contra los más débiles.
Si la goma de la pelota se rompía y hasta que juntaran el importe de una nueva, usaban una de trapo bien dura hecha con los retazos de Doña Martina, la costurera del barrio. Cuando las madres, con el delantal puesto y las manos húmedas aparecían en las puertas llamando a comer, el grupo se dispersaba con el chau amistoso del que se aleja contento, sudoroso y sin rencores. Durante la semana, el comentario obligado y las bromas hacían referencia al partido perdido por chambones o ganado porque de ese lado jugaba Juan, que pegaba patadas sin errarle al agujero entre dos palos chuecos que armaban el arco que los desvelaba.

El peloteo matinal era el postre por adelantado, la diversión sin vanidad, el encuentro amistoso con el vecino de la otra cuadra, con el hermano, con el compañero de escuela y hasta con el renguito Juan, a quien Román dejaba jugar de a reatitos, para hacerlo sentir bien, que se podía. La escuela del vasco contaba con el absoluto apoyo de todas las familias. El barrio era pobretón, pero soplara el frío del invierno o azotara el calor, los hombres de la casa y una que otra madre, se largaban a la calle para ganar el sustento con la frente en alto.

Rondaban las cuatro de la tarde cuando empezaban a aparecer los hermanos mayores y algunos padres. Román ya estaba listo: pantaloncito corto, musculosa y zapatillas viejas. Le soltaba una filípica a su hijo menor antes de entregarle el silbato y ascenderlo por un rato al puesto de árbitro. El muchacho ya estaba entrenado. Conocía las agachadas de algunos, la velocidad de otros y las macanas inevitables de los pataduras que recién empezaban. Ni su padre se salvaba porque el dueño del silbato parecía tener ojos en la espalda para cobrar sus equivocaciones. Cuando levantaba la mano llamando la atención al padre, el sonido del pito y la actitud del chico provocaban las sonoras carcajadas del público y de los compañeros de esas tardes inolvidables de canchita abierta, pura tierra que unía al vecindario y estimulaba al deporte como tal. Un juego más entre chicos que tingaban las bolitas, se bañaban en un arroyo escaso de agua y marchaban a la escuela con guardapolvo blanco. Los concurrentes del partido de la tarde eran trabajadores o vagos decentes a los que perseguía desde siempre la famosa mala suerte.
Al caer el sol las mujeres aparecían con el mate, tortas fritas saladas para los hombres y rociadas con azúcar para el piberío, siempre inventando al hambre. Nadie imaginaba que a futuro el presente sencillo cambiaría. Que se levantarían enormes estadios con asientos preferenciales y graderías donde los nietos serían miembros del público y si habían perdido el modelo paterno, serían componentes de barras con más amor al dinero mal habido y la fama que al buen deporte. Que la astucia de los patrones del pueblo utilizarían a la televisión como intrusa dentro de los hogares para entretener a sus cautivos con el pan y el circo que hicieron famosos a los romanos en tiempos que creíamos muertos y enterrados los sobrevivientes de este bipolar siglo veintiuno.

Aclaré varias veces desde estas líneas mi edad provecta y mi profesión eterna de educadora. Carezco en absoluto de conocimientos políticos y no milito en la federación de contras que consiguen poner cosquillas pasajeras a los que gobiernan países iluminados o emergentes. Tengo una voz chiquita, oigo mal y camino con bastón. Lo único que no consiguen deteriorarme los golpes de la vida y sus porrazos, es la mirada sobre la sociedad que se vanagloria y con razón de los increíbles adelantos científicos y logros sociales que tienden a igualarnos. Pero hay algo que no alcanzo a entender: Cómo habiendo tantos personajes que gritan desaforadamente su amor a la patria y se ofrecen como puentes de salvataje, en el momento crucial de las decisiones olvidan que el amor incluye al renunciamiento y terminan todos distanciados porque sobran caciques y ninguno se resigna a ejercer de indio.
El solidario plan de la canchita se ha esfumado. Enormes negociados se ejercen a través y a vaces en complicidad con directivos y jugadores, entrenadores y ayudantes que pululan para tapar lo que resulta demasiado obvio. La caza de la fortuna fácil se ha convertido en un denominador común no solamente en nuestro país. Viene de la mano de la droga, la ausencia de uniformados probos, y la sumisión de los que elegimos como representantes.
Por eso me cuesta participar en política, dejó de gustarme el fútbol y deploro la ausencia de los Romanes generosos de los barrios porteños.

CARMEN ROSA BARRERE

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